Guerra de divisas y guerra de tasas

Juan Gasalla

Por primera vez la Reserva Federal de los EEUU se enfrenta a un contexto internacional que condiciona sus acciones. El dólar se impuso como divisa de referencia y reserva internacional con tal supremacía que las decisiones del banco central norteamericano tienen que contemplar la realidad económica estadounidense del mismo modo que las consecuencias que produce en el resto de las economías del mundo.

Quedan en el plano internacional muchos interrogantes para 2016: el crecimiento débil, la volatilidad de los activos financieros y, lejos de la Argentina, preocupan las expectativas de deflación potenciadas por el desplome de precios de la energía y otras materias primas. En ese marco, la previsión de la Fed de cuatro subas de tasas adicionales este año -que fortalecerían aún más al dólar- suena cada vez más improbable. Ya en diciembre el banco central de EEUU aplicó un incremento de un cuarto de punto sobre sus tipos de referencia, desde un piso histórico en el rango de 0 a 0,25 por ciento.

El proceso de fortalecimiento del dólar comenzó varios meses antes de la esperada suba de tasas del cierre de 2015. La caída del precio del crudo en un 70% desde junio de 2014 y el descenso de los precios del cobre y los granos a pisos comparables a los de principios de 2009, durante la crisis financiera, están estrechamente relacionados con las proyecciones de un “súperdolar” como fiel de la balanza de un nuevo ciclo económico global.

El frente petrolero que se abrió hace 20 meses entre el cartel de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y los desarrollos no convencionales en los EEUU se dirime en un mercado con excedente de oferta y rebaja de precios que hundió al precio del barril debajo de los USD 30, la cuarta parte de lo que cotizó a mediados de 2014.

La baja del petróleo aumenta el riesgo deflacionario que asusta a las economías centrales. El crecimiento sustentado en estímulos monetarios tampoco permite aventurar una expansión consistente en los próximos años y, de hecho, va perdiendo efecto con el paso del tiempo. Con débiles expectativas, el fantasma de la recesión asoma como una amenaza para los países desarrollados y también para los emergentes, que dependen de la demanda de éstos.

Devaluación y tasas deprimidas

En septiembre de 2010 el ex ministro de Hacienda de Brasil, Guido Mantega, acuñó la frase “guerra de divisas” para definir el proceso de devaluación simultáneo que se inició en varios países emergentes, con el objetivo de abaratar sus costos internos y mejorar con ello el perfil exportador. Pasado más de un lustro, monedas emergentes como el real brasileño y el rublo ruso perdieron más de la mitad de su valor frente al dólar. A la par se sumó la determinación de los bancos centrales de llevar las tasas de interés a niveles mínimos para dar empuje a la actividad económica de sus países: la guerra de divisas mutó en guerra de tasas.

La devaluación del 5% del yuan chino en agosto fue una luz de alerta. Aquella sorpresiva jugada del Banco Popular de China fue atribuida a la necesidad de potenciar las exportaciones del país, que con un aumento del PBI inferior al 7% en 2015 transita su ritmo de crecimiento más bajo en 25 años. China es un crucial socio comercial para los EEUU y además es el principal tenedor de bonos del Tesoro y cuenta en sus reservas con 3,5 billones de dólares.

Una devaluación del yuan es hoy el principal escollo para un incremento de tasas en los EEUU. El 11 de febrero la presidente del Fed, Janet Yellen, reconoció ante el Congreso norteamericano que “no dejaría fuera de la mesa” la opción de llevar las tasas interés a rendimientos negativos como un posible instrumento monetario al cual recurrir si la expansión económica se detiene.

La aplicación de tasas deprimidas no es novedad: Japón y el Banco Central Europeo decidieron establecer tipos de interés negativos con el objetivo de incentivar la economía débil. Es decir que hay bancos centrales que cobran intereses a los bancos privados por sus depósitos en cuenta corriente en las arcas del ente emisor, como forma de presionarlos a prestar esos fondos a particulares y empresas.

El repetido incentivo financiero no aporta fundamentos reales para crecer. Por ello, los mercados -a diferencia de lo que sucedió entre 2009 y 2015- no hacen ahora una lectura auspiciosa de este artilugio: las tasas deprimidas que impulsaron la resurrección de precios de los activos producen ahora un masivo movimiento de ventas.