Aún cuando el PBI argentino se expandió en las últimas tres décadas, con un avance más consistente en los últimos 12 años, todavía uno de cada cuatro argentinos es pobre, si se comprende en este grupo a aquellos que tienen necesidades básicas insatisfechas en cuanto a vivienda, servicios sanitarios, educación e ingreso mínimo.
Según el Observatorio de la Deuda Social de la UCA, la pobreza subió el año pasado al 27,5% de la población, casi un punto más que en 2012. Un estudio del Instituto de Pensamiento y Políticas Públicas (IPyPP) señala que al segundo trimestre de 2013, “la pobreza afecta a 15,4 millones de personas, es el decir al 36,5% de la población total”, mientras que “la indigencia indica que al menos cinco millones de personas están pasando hambre, es decir, un 12,1% de la población”. Estos análisis refieren que en el país viven entre 11 y 13,5 millones de pobres.
Es necesario ver más allá de la mezquindad política de ocultar las cifras oficiales para entender que estamos frente a un deterioro de los indicadores sociales que lleva muchos años, pero del que como sociedad tenemos una responsabilidad ineludible desde la recuperación democrática en 1983. Los gobiernos elegidos desde entonces se dedicaron a administrar una coyuntura muchas veces adversa, pero nunca percibieron la presión de una demanda ciudadana para que la inclusión social fuera una prioridad en la agenda.
La última gran crisis en 2001-2002 provocó una caída del 10,9% del PBI, un desempleo del 21,5% y un incremento de la pobreza que se extendió prácticamente a la mitad de la población argentina, su nivel más alto en la historia. Sobre esa base, el kirchnerismo se respalda para decir que los índices sociales durante su administración tuvieron una sensible mejora, lo cual es cierto. Sin embargo, al observar las cifras anteriores al estallido de la convertibilidad, es difícil establecer que haya habido una evolución, aún cuando la economía creció y el país es más rico que una década atrás.
Cada gran crisis –el “Rodrigazo”, la debacle post Malvinas durante la dictadura, la hiperinflación, el 2001- fue sucedida por un período de notable rebote de la actividad económica, aunque en términos de pobreza nunca llegaron a recuperarse los niveles previos a cada colapso del ciclo económico. Ante esa tendencia reiterada y que no distingue de signos políticos, mejor que fijar una posición es compartir la visión de los especialistas y su contribución a un debate que sigue postergado.
Guillermo Cruces, del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales (CEDLAS), apunta que “en los últimos 40 años tenemos un grupo social que ha visto caer sus ingresos sistemáticamente: cuando el resto de la población gana, ellos pierden; cuando el resto pierde, ellos pierden más”. Cruces detalla que “en el período de la dictadura, el 20% más pobre de la población vio caer sus ingresos. Durante el primer período democrático, todo el mundo perdió ingresos, pero perdió más el 20% más pobre. Con el menemismo, el 90% más rico de la población vio aumentar sus ingresos y el 10% más pobre vio caer sus ingresos. Y con la última crisis, los ingresos de todo el mundo cayeron, pero los del 20% más pobre aún más”.
Daniel Arroyo, ex ministro de Desarrollo Social de la provincia de Buenos Aires, considera que “en el país existen tres grandes problemas: el primero, vinculado a la pobreza estructural, el segundo a la informalidad económica, en tanto el 40% de la población que trabaja lo hace de manera informal; y el tercero que tiene que ver con los adolescentes y jóvenes que tienen privaciones serias”.
En este último punto involucra a los denominados “ni-ni”, franja de la población entre los 16 a 24 años que no trabaja ni estudia y que se estima en unas 900 mil personas. “El problema de los jóvenes pobres no es entender cómo hacer un trabajo, sino el hecho de ir a trabajar todos los días ocho horas. Para entenderlo y diseñar las estrategias adecuadas para cambiarlo es necesario ubicar esta problemática en el contexto histórico y recordar que muchos de estos jóvenes no han visto ni a sus padres o madres, ni a su abuelo trabajar”, explica Arroyo. Estamos en presencia de la tercera generación de excluidos, que en muchos casos ya tiene hijos pequeños, puesto que la población más vulnerable tiene más hijos y a edad más temprana que aquella de mayores ingresos.
Baja calidad del empleo y menores ingresos
Por InfobaeTV, la especialista del Centro de Estudios e Investigación en Ciencias Sociales (CEICS) Tamara Seiffer dijo que “la economía se sigue expandiendo, pero esa renta, aunque es más grande, no alcanza para sostener al conjunto. Los salarios promedio de la década kirchnerista entre 2004 y 2014 son aproximadamente la mitad de lo que eran en 1975 en términos de su poder adquisitivo. En relación a los años 90 estamos más o menos igual en términos de pobreza y de salario”.
Un mercado laboral con empleo precario, salarios bajos y una elevada desocupación, disimulada en parte con planes sociales –que retiran a muchas personas del mercado del trabajo- y empleo público, son condiciones que influyen en el avance de la pobreza. “En plena crisis o incluso a mediados de los ’90 uno tenía una asociación entre pobreza y desempleo. En esta década se rompe y se evidencia que no necesariamente tener empleo garantiza salir de la pobreza. La Asignación Universal por Hijo, de alguna manera, es una autodenuncia de esa situación. Hay una masa muy importante de la población, unos 1.900.000 hogares que necesitan de la asistencia para vivir, pero no porque estén totalmente desocupados”, define Seiffer.
Un informe de la consultora IDESA, que dirige Jorge Colina, enfatiza que “la polémica sobre cuántos son los pobres reduce la visibilidad de las regresivas consecuencias que tiene asociado el despilfarro del gasto público”. Para IDESA, una forma alternativa de medir la marginalidad social es considerar pobre a la gente cuyo ingreso no supera el 60% de la mediana de ingresos de la población. Según este método, la pobreza en el país pasó del 31% en 2004 al 26% de la población, o sea bajó cinco puntos porcentuales en la última década, aunque uno de cada cuatro argentinos persiste en esa condición.
Al examinar este período, IDESA también llegó a concluir que por cada $100 mil millones de aumento del gasto público real, la pobreza se redujo a razón de apenas un punto porcentual, pues “el gasto público total del gobierno nacional, provincial y municipal medido en términos reales pasó de $735 mil millones a $1.200 miles de millones, o sea creció un 64% por encima de la inflación”, mientras que la pobreza cedió 5% en diez años.
Agustín Salvia, investigador de la UCA, indica que desde 2012 “ha aumentado la pobreza, pero la indigencia se ha mantenido. Hay un piso estructural del 20 al 25 por ciento de población en situación de pobreza que ya no se mueve mucho en los términos de los ciclos económicos. Las políticas económicas, debido a la segmentación del mercado de trabajo, no lo logran atravesar, más allá de los esfuerzos que se hagan desde el punto de vista de transferencia de ingresos, porque no hay condiciones laborales para que la gente obtenga un empleo más productivo”.