El triángulo Rusia, Siria, Estados Unidos

Julián Schvindlerman

¿Pueden los hacedores de política de esta Casa Blanca estar tan desoladoramente despistados en su evaluación sobre las intenciones de Rusia en Siria? Dejemos que respondan con su propio eslogan de campaña: “Yes, we can”. Vea las reacciones de Ashton Carter, el secretario de Defensa del país militar, política y económicamente más poderoso de la Tierra, ante las agresiones bélicas inconsultas de Moscú en Siria: “Quiero ser muy cauto en esto. Pero pienso que, con sus acciones, Rusia está echando más leña al fuego”, “Quiero ser cuidadoso, pero parece que [el ataque] sucedió en áreas donde no había fuerzas del Estado Islámico (EI)”.

Esta es una administración que quiere ser cauta y cuidadosa frente a un rival asertivo, ambicioso y violento como Vladimir Putin. Así le va. Incluso un híper obamista como Thomas Friedman del New York Times, en una nota que empieza con un alegato: “Su señoría, salgo nuevamente en defensa de la política del presidente Barack Obama hacia Siria”, debe reconocer que el presidente estadounidense padece ambivalencia. Ante los pronunciamientos adolescentes de Obama en el recinto de la ONU, dichos antaño y la semana pasada —“Ninguna nación puede o debería intentar dominar a otra nación” y “Las naciones del mundo no pueden retornar a los viejos hábitos del conflicto y la coerción”—, el jefe del Kremlin ha de destornillarse de risa. Entre carcajadas, invade Ucrania e interviene en Siria. Ay, sin aprobación de la ONU.

¿Qué busca Putin en Siria? Fundamentalmente, mantener a Bashar al Assad en el poder. Rusia tiene muchos intereses en aquel país: estratégicos, culturales y económicos. El régimen de Assad ha sido el aliado más cercano de Moscú en el mundo árabe por más de 40 años. Durante la Guerra Fría, decenas de miles de rusos se trasladaron a Siria, mientras que las élites sirias estudiaban en las mejores escuelas rusas. Los matrimonios mixtos eran comunes y, al momento del levantamiento sirio, se estima que cien mil ciudadanos rusos vivían allí. Moscú también es un proveedor de armas de Damasco y compañías rusas han invertido aproximadamente 20 mil millones de dólares en esas tierras. Abandonar a Assad supondría renunciar a estas inversiones. Es difícil imaginar un nuevo Gobierno tan amigable a Moscú en una era pos-Assad.

La experta Anna Borshchevskaya indicó en una lúcida nota en Foreign Policy que Siria es el punto de apoyo más importante de Rusia en la región, bordeando el Mediterráneo, Israel, Líbano, Turquía, Jordania e Irak. “Putin ha hecho de la expansión del poderío naval ruso un pilar de su tercer mandato presidencial, y la caída de Assad significaría perder la única base militar de Rusia fuera del espacio postsoviético; un centro de reabastecimiento naval en el puerto de Tartus”, observa. El apoyo a Assad figura además dentro de los planes de Putin de desafiar a Occidente. De hecho, Moscú ha sido un firme partidario de Assad desde el comienzo de la insurrección siria en marzo de 2011. Ha apuntalado al régimen de Damasco con armas, asesores, préstamos económicos y cobertura política en el Consejo de Seguridad de la ONU. Ahora Putin decidió involucrar a su patria en la guerra civil con su aparato militar.

“Debemos reconocer que no puede haber, después de semejante derramamiento de sangre, de semejante carnicería, una vuelta al statu quo previo a la guerra”, dice Obama. “Creemos que es un enorme error rehusarse a cooperar con el Gobierno sirio y sus fuerzas armadas”, asegura Putin. Mientras que el estadounidense vacila y cuando actúa, lo hace sin convicción, el ruso envía aviones de combate, misiles aire-aire y baterías antiaéreas. “¿Contra un Estado Islámico que no tiene fuerza aérea, aviones o helicópteros?”, se preguntaba el analista Charles Krauthammer en el Washington Post. No, Putin no está en Siria para luchar contra estos yihadistas. Él anhela destruir a la oposición moderada a Assad, de modo que sólo permanezca el EI como alternativa al régimen damasceno, para forzar de ese modo a Occidente a una elección clara. Tal es así que durante las primeras 48 horas de bombardeos solamente ha atacado campamentos de rebeldes entrenados por la CIA. Y lo ha hecho inmediatamente después de haberse reunido con Obama, en el primer encuentro formal tras la marginación mundial que siguió a la aventura bélica rusa en Ucrania.

Putin sabe que Obama es un líder fláccido. Un estadista que advierte: “Assad debe irse” y que indica que el uso de armas químicas es una “línea roja”, pero hace muy poco por una u otra cosa. Putin sabe que Obama es un hombre fácil de embaucar, de hacerle creer que recompensar el mal comportamiento de Irán, por ejemplo, hará, contra todo pronóstico, que Teherán mejore su inconducta. Putin sabe que Obama quiere irse de Medio Oriente y pretende aprovechar cada centímetro de espacio cedido gratuitamente por Washington en la región más estratégica del globo. Putin sabe que cuenta aun hasta entrado el 2017 para pasar por arriba a los Estados Unidos hasta que este presidente parta. La anexión de Ucrania, la intervención en Siria y la negociación con Irán pueden haber sido sólo las entradas de la cena que Vladimir está preparando. Mientras, Obama ni siquiera es un comensal invitado.