El ejército burocrático que dejó el kirchnerismo

Julio Bárbaro

Perón solía decir que “las instituciones no son ni buenas ni malas, dependen de los hombres que las integran”. Y ese concepto nos sirve y mucho para entender la relación de la sociedad con la política, en su mayor parte integrada por individuos que son virtuosos para hacerse del cargo pero sin mérito alguno como para convencer a la sociedad de su derecho a ocuparlo. El sistema fue deteriorando la imagen de los distintos lugares que permite ejercer la democracia. Los personalismos de los jefes fueron imponiendo la obediencia como virtud esencial para ocupar los cargos, así se fueron degradando ante la imagen de la sociedad los Gobernadores y los Intendentes, los Legisladores y los Ministros. Lentamente, la virtud esencial del funcionario se convirtió en la lealtad al mandamás de turno y la pasión por el aplauso ocupo el lugar del talento. Finalmente, no se entendía si cada uno reivindicaba sus coincidencias con el que mandaba o entendía que su humillación frente a la voluntad ajena era una virtud en sí misma.

En esa cadena de obediencias y obsecuencias, los cargos parecían arrastrar el prestigio de sus portadores en lugar de ser motivo del honor de los mismos. Los funcionarios llevaban la obediencia a niveles donde entregaban su misma dignidad, la obediencia de los diputados y senadores dejaba sin sentido la misma institución parlamentaria. Durante la Ley de Medios fui invitado a emitir mi opinión en el honorable Senado, consulté a algunos Senadores sobre su derecho a modificar parte de la ley; me respondieron que carecían de poder para ejercer su opinión. Me negué a hacer uso de la palabra. Carecía de sentido hacerlo si ya nada podía ser modificado y resultaba lastimoso escuchar a representantes del pueblo expresar sin vergüenza alguna su obediencia al poder de turno. Luego venía la eterna pregunta: ¿qué los obliga a semejante humillación personal? Quedaba flotando la duda de que el Estado era testigo de algunas debilidades de los Legisladores y los amenazaba con hacerlo público. Ese sistema fue utilizado hasta el cansancio, los servicios de informaciones eran testigos de algunos negociados y lograban que la amenaza de denunciarlos convirtiera al personaje en un voto cantado obediente al poder de turno.

En nuestra sociedad la política se convirtió en un camino al enriquecimiento económico con el consecuente deterioro de la imagen del funcionario. Los negocios se fueron imponiendo a las ideas, para algunos -demasiados- pensar en política terminaba siendo una molestia al pragmatismo impuesto por los grandes negocios. No era ya la discusión sobre la Justicia distributiva que cambie el perfil de la sociedad, era tan sólo la desmesura de las ambiciones que imponían una concepción del poder donde el Estado terminaba siendo un instrumento para la concentración económica que justificaba su existencia a partir de realizar una distribución de pequeñas rentas para la sobrevivencia de los caídos por el mismo ejercicio de dicha concentración.

En ese patético panorama, los beneficios de ocupar algún lugar eran vistos como el principal objetivo para salvarse de la jungla de los abandonados a sus propios esfuerzos. Así el Estado se fue convirtiendo en una enorme “Arca de Noé”, donde quienes lograran abordarla estaban salvados de los riesgos de las aguas violentas que implicaba la dura realidad.

Nada dejaba más al desnudo su desprecio por la democracia que la desesperación por ocupar cargos y funciones más allá de los mismos límites que marcaban el tiempo de sus votos. Hasta algunos se dirigían a sus posibles votantes convencidos de que imponer sus voluntades aportaba más votantes por miedo que el mismo intento de la convicción de la razón.

Los empleos estatales se multiplicaron al infinito, en paralelo a los impuestos que debían pagar los agonizantes sectores productivos para sostener semejante ejército burocrático. La mayoría de los edificios públicos no resistiría el peso de sus supuestos empleados si intentaran ocuparlos al unísono. Así las cosas, toda voluntad burocrática ocuparía el lugar de la izquierda y todo cuestionamiento a los mismos el oscuro lugar de las derechas.

Ahora está naciendo una nueva etapa. Es mucho lo que estamos superando, al menos la demencia y la obsecuencia dejara de pertenecer al campo del progreso. Son muchos los cambios y el mero hecho de salir de la confrontación entre enemigos que se odian a la convivencia entre adversarios que se respetan, con eso solo ya ingresamos a un futuro más promisorio. Pero no podemos olvidar que cerca estuvimos en caer en lo peor, que esa memoria nos obligue a hacernos cargos de nuestra responsabilidad política. Es imprescindible.