De la rebeldía a la obsecuencia

No resulta fácil de entender, pero es algo reiterado de observar. Las organizaciones revolucionarias nacieron para encauzar la rebeldía y terminaron siendo las que educaron para transitar el camino de la obsecuencia. Miles de seres nacieron soñando la revolución y terminaron persiguiendo la libertad. Quizás la imagen atroz de Ramón Mercader y su sueño revolucionario que termina asesinando a Leon Trotski refleje la metáfora de ese camino a la traición de los principios por los cuales se imaginaba luchar. Ese camino fue ayer reivindicado por los que adherían a la ortodoxia comunista, ese camino fue enfrentado por Albert Camus y reivindicado tantas veces por Sartre. Recuerdo su prólogo a “Retrato de un aventurero”, ese donde describía que el esclavo al asesinar al amo también mataba al esclavo que había en él. En el prólogo describe cómo el aventurero dejará paso al anónimo militante , como un final que termine con el individuo libre para ser ocupado por ese anónimo participante del ser colectivo. Para mi gusto, una liberación que convoca a una nueva esclavitud.

Desde el Partido Comunista a las organizaciones guerrilleras, desde cada intento de tomar el poder para gestar la revolución, desde cada una de esas experiencias se forjó el fracaso y la frustración, en cada una de ellas el militante devino en burócrata y el rebelde se amoldó al obsecuente. Cómo olvidar la manera en que las organizaciones enfrentaban al supuesto “amiguismo”, a las relaciones personales y hasta las familiares como una limitación a la relación del militante con su organización. La clandestinidad comenzó siendo una necesidad, luego se utilizó como una razón para impedir las disidencias y terminó siendo una manera de perseguir al mismo derecho a pensar. Absurdo resulta recordar que el socialismo engendraría una justificación para acabar con la libertad, que en cada uno de los países donde se imponía lograba una excusa para evitar que la sociedad eligiera libremente sus autoridades. Como si para gestar la justicia se hiciera necesario limitar la democracia. Años justificando las masacres del camarada Stalin, hasta que fue quedando demasiado en claro que la Nomenklatura era tan opresora o todavía más que los mismos capitalistas a los que intentaba combatir.

Milito en política desde el año 63, fui dirigente estudiantil y testigo de cómo la violencia se imponía entre los cristianos y los marxistas, de cómo la guerrilla aparecía como el único camino hacia la revolución, de cómo matar se convertía en la decisión obligada y luego, las consecuencias ni siquiera merecían una autocrítica. Aquella decisión de la violencia tenía su origen en la experiencia cubana, miles de mi generación se formaron militarmente en la isla; miles entregaron sus vidas sin siquiera ser una amenaza para el poder constituido. Es duro asumir que el heroísmo no suele estar acompañado por la lucidez, aquellos héroes son dignos de respeto, sus sobrevivientes sólo lo son cuando asumen la obligación histórica de la autocrítica.

El kirchnerismo es un pragmatismo sin límites morales ni éticos, sin una concepción de la política económica ni la ubicación internacional. Tuvo la decisión de cederle un espacio de poder a los viejos militantes de fracasadas revoluciones y ellos defendieron este absurdo aquelarre como si estuviera guiado por un sentido justiciero. El resentimiento expresa a los capitalistas fracasados que son peores que los exitosos; ambos son dos caras de la misma moneda. Menem fue la frivolidad, los Kirchner, la ambición, acompañada del resentimiento; ambos fueron la negación del peronismo; ambos fueron la conducción de una década perdida. En muchos, demasiados, la ambición de poder se impuso al sueño de justicia, los beneficios personales sustituyeron a los sueños de la justicia colectiva. El egoísmo fue mayor al que decían intentar sustituir.

El peronismo implicó una confrontación cultural, se enfrentó como enemigo hasta el golpe del 55. Perón viene a abrazar la unidad nacional en su retorno. La guerrilla no expresa a los trabajadores, tuvieron su propia violencia durante la dictadura, jamás en la democracia. Los peronistas creen en el voto y la democracia, sus enemigos en la violencia y la confrontación. La Presidenta expresa a los enemigos del peronismo, hoy son los mismos que los enemigos del país.

Los rebeldes de ayer, que son obsecuentes de hoy, son la negación del peronismo y de la misma militancia socialista, progresista o como la quieran llamar. La rebeldía es una forma de vida, las burocracias son la muerte de la militancia y la negación de la misma dignidad. El peronismo fue una expresión productiva de la clase trabajadora; de eso, hoy no queda ni el recuerdo en el gobierno que sólo se expresa en la oposición. Perón retornó para reivindicar la democracia, eso que hoy el kirchnerismo cuestiona. Es hora de respetar su legado o al menos dejar de usar su nombre como seductor de votantes. Que asuman y encarnen sus propios odios, al menos que sepan retirarse con dignidad.

Concentraciones enfermizas

En una sociedad que no logra encontrar su rumbo, el Estado se convierte en la principal fuente de riquezas, y en consecuencia, en un distribuidor de injusticias. Y en sus pliegues se va instalando una burocracia infinita, una nueva clase social que no vive las angustias del resto, de los que están sometidos a las inclemencias de capitalismo. La misma burocracia genera puestos de trabajo basados en supuestas necesidades políticas o en simples prebendas personales o familiares.  Cuando se retire, el Kirchnerismo nos va a dejar como legado una enorme cantidad de empleados que son en rigor los miembros del partido gobernante. Un oficialismo rentado que se lleva para sí buena parte de las riquezas que debiera haber canalizado hacia los necesitados. Como en tantos proyectos para combatir la pobreza, la burocracia se lleva una parte muy superior a la que llega a los destinatarios. Estos terminan siendo una excusa para que vivan los que dicen ocuparse de ayudarlos.

En otras épocas los sindicatos definían el momento de la sociedad, el Cordobazo era impulsado por la industria automotriz, los metalúrgicos fueron vanguardia cuando la sociedad se forjaba industrial. Menem y Cavallo, cuando destruyeron el ferrocarril, entre otras cosas hicieron fuertes a los camioneros. En el presente, el cargo estatal es el camino más corto para la estabilidad laboral.  Los gremios de empleados públicos pueden ser fuertes en cantidad pero nunca vanguardia de transformación. Los estatales terminan siendo más débiles en salario a cambio de mayor tranquilidad en el empleo. Ser oficialista da más seguridades que la de ser eficiente o esforzado.

La energía vital de una sociedad está en su capacidad productiva, y su desarrollo social en la distribución que ese capitalismo logre. Cuando dejamos venir los supermercados los tomamos sin asumir su costo social, los centenares de almacenes que caían en su avance. Cuando recorremos Europa tomamos conciencia de que esa enfermedad no los invadió a ellos, que defendieron sus pequeños comercios como parte de su calidad de vida. Ahora hasta los bares caen en manos de cadenas capitalistas. Y las farmacias y hasta los quioscos son presa fácil de la concentración.  Los taxis han sido un recurso familiar, ahora son demasiados los que convirtieron a sus choferes en inquilinos. Cada avance de la concentración de capital es un paso en la decadencia de la sociedad. El capitalismo, cuando no encuentra limites en las instituciones, termina convocando al estallido social, incitando y desarrollando a la izquierda que lo confronta.

Los economistas se ocupan de la renta pero ignoran las leyes sociales. Los estatistas como el gobierno actual desarrollan concentraciones enfermizas como la de los medios propios, el juego o la obra pública. Los grandes capitales son necesarios cuando así lo exige la producción, como es el caso de la energía, pero el pequeño comercio familiar no puede ni debe caer en manos de capitales de supuestos inversores que se comportan como destructores de la trama social. Entre la desmesura del Estado y la concentración de los privados, los ciudadanos vamos quedando reducidos a la situación de meros sobrevivientes de un capitalismo más adicto a las mafias que a las instituciones.

La ambición de ganancia no es el único motor del progreso. Desde ya que es más lógico en su desarrollo que las prebendas de la burocracia, pero una sociedad que crece en justicia necesita detener la desmesura de su Estado y la concentración de sus privados.  Mucho más una sociedad como la nuestra, donde el poder del Estado genera y distribuye más riquezas que el agro y la industria juntos.

La sociedad necesita viviendas, pero eso implica un esfuerzo de mediano plazo. El gobierno, entonces, decidió fomentar la fabricación de automotores por ser un logro de más rápido resultados. Claro que, como carecemos de rutas y estamos en deuda con la energía y los combustibles, lo automotriz iba sin duda a terminar en frustración, en huelgas y fracasos. Pero los ayudó a pasar un veranito consumista.  Lo demás no les parecía importante.  Y gastaron fortunas en generar una prensa propia, un relato rentado y oficial donde no pudieran penetrar las fisuras de la realidad. Como tomar una foto del pasado y quererla convertir en espejo del presente. El Kirchnerismo no fue un modelo de sociedad sino tan sólo de autoritarismo. Un enorme Estado que construyó un aparato político en torno a sus prebendas. Termina con un final parecido al menemismo tan odiado. Otra nueva frustración: salimos de la inflación y el miedo al dólar en el primer gobierno de Néstor, retornamos en el de Cristina.  Tanto aplaudir el haber salido del drama de la deuda para terminar retornando a ella.  Tanto cacarear con una Suprema Corte digna para intentar el grotesco de “Justicia legítima”.

El Kirchnerismo retornó a todos los males de los que decía habernos liberado. Pero hay algo que debemos asumir y aprender: no por cambiar de gobierno, vamos a lograr superar esta triste sensación de fracaso. Necesitamos gestar un proyecto de sociedad, basado en un sólido compromiso político. Sólo la política entendida como madurez tanto de la dirigencia como de los votantes nos puede sacar de la crisis. Y bajarnos de las certezas para acostumbrarnos a las dudas. En especial, a dudar de nuestras propias propuestas. Cuando dejemos de tener salvadores de la patria habrá llegado el momento de asumir que únicamente lograremos salvarla entre todos. Esperemos estar cerca de alcanzarlo.

Cuando la Presidenta convoca a la unidad, queda claro que la imagina como una sumisión a su proyecto. La unidad es tan necesaria como la de asumir que la verdad no tiene dueño. Lo demás es poco democrático, y en este caso esa imposición no se disimula ni siquiera en el discurso. La unidad es necesaria, pero para ser válida necesita integrar a las demás visiones. La convocatoria  actual es nada más ni nada menos que una simulación del autoritarismo. En rigor, cuando la Presidenta convoca a la unidad está reiterando un simple llamado a profundizar la fractura. 

La secta

En la radio el taxista escuchaba a un joven dirigente de La Cámpora. Me llamó la atención el despliegue de su mundo de certezas. Explicaba la lucha entre el espacio del bien y la virtud ocupado por el Gobierno y el deterioro que esa virtud sufría al ser erosionada por el espacio del mal refugiado en los medios monopólicos. Era una verdad que no soportaba fisuras. Cuando el periodista lo interrogó acerca del lugar de la autocrítica, respondió que no le gustaba la palabra. Que ellos no la necesitaban. Y a la pregunta de por qué habrían perdido votos , la respuesta fue que siempre en las elecciones legislativas se pierde pero en las nacionales se recuperan. Y que mucha gente se dejaba llevar por los medios hegemónicos y que por esa causa dudaba de la coherencia del modelo.

Me bajé del taxi en silencio, no me pareció que sirviera para algo generar algún comentario. Recordé los tiempos en que las dictaduras nos acusaban de “idiotas útiles” a los que dudábamos de sus virtudes. Se me ocurrió que las convicciones que no soportan la duda albergan el temor en el inconsciente, perciben que les queda el dogma o la traición. Son los que van por todo y no soportan la duda o la fisura que implica recuperar el espacio de la libertad.

Siempre recuerdo la frase genial de Albert Camus: “Debería existir el partido de los que no estén seguros de tener razón, sería el mío”. Y me pregunto de donde surgió esta sarta de verdades de fanáticos que no aguantan al que piensa distinto, al que se atreve a dudar. Desde ya, nunca fue el peronismo el que eligió el camino del fanatismo y las certezas, de haberlo hecho no hubiera durado ni siquiera una década. El General nos indicaba no ser “ni sectarios ni excluyentes”. Pero en este caso, en el kirchnerismo, este fanatismo implica un injerto tardío de un pensamiento tan ajeno a su desarrollo como al ejercicio del gobierno. Formé parte de los cuatro años de la presidencia de Néstor Kirchner y a nadie se le hubiera ocurrido referirse a un supuesto modelo ni a nada que se le parezca. El pragmatismo ocupaba el espacio de la virtud y de la debilidad. En el gobierno siguen los mismos ministros de esos tiempos, solo que ahora con pretensiones de ortodoxias ideológicas y eternidades.

Los dogmas implican siempre la degradación de las ideologías. La secta es una manera de separarse de la sociedad, de forzar un espacio que los salve de las dudas que acechan a todo ciudadano común. Y la secta implica una manera de selección, consolida el fanatismo de los leales de la misma manera que expulsa a todos aquellos que no comulgan con el fanatismo. La secta selecciona una sola clase de adherentes, los fanáticos. La secta implica un desarrollo del sueño de ir por todo, sueño que siempre termina en la pesadilla de la minoría en camino hacia la nada. La secta oficialista es un espacio ocupado por la burocracia y sus prebendas, por los funcionarios y empleados y sus beneficios. Esa dura manera de explicar que son los dueños del espacio del bien y las virtudes, esa rígida forma de auto definirse, en ella subyace el germen de su propia perdición.

Y la enorme injusticia que implica que esta gente imagine que por el solo hecho de no estar con ellos todos ocupamos el espacio de los medios monopólicos, las oligarquías y los imperialismos. El sectarismo es una desviación tan lógica en el fanatismo como imposible en el espacio de la razón. El fanatismo implica una enfermedad de la democracia, un intento de destruir la necesaria relación entre adversarios por la enfermiza confrontación entre enemigos. Y lo que es peor, esa división que el gobernante le impone a la sociedad lastima la integración y termina sembrando violencia en el conjunto de la sociedad. Gobernar imponiendo divisiones y rencores es una falta absoluta de responsabilidad democrática. Considerarse dueños de la verdad implica siempre y en todos los casos una limitación mental que encierra a la víctima en el reducido espacio de la mediocridad. Y aplaudir todo discurso que exprese la Presidente es en principio una falta de respeto al que aplaude tanto como una baja consideración del respeto al aplaudido.

Todo pensamiento que no soporta la duda es porque no soporta la confrontación con la realidad. Nunca se habló tanto del relato como ahora que el gobierno decidió vivir en su espacio. Nunca se imaginó tamaño poder a los medios de comunicación como cuando el gobierno actual decidió gastar fortunas que deberían ayudar a los necesitados en un desmesurado aparato de apoyo al relato estatal. Cuando uno solo puede ser defendido por medios propios, no es porque sólo confronta con los supuestos medios hegemónicos, sino porque esencialmente duda del criterio y la sabiduría del votante. Es cuando un gobierno dejó de expresar a sus votantes. Es cuando comenzó a confrontar con la misma realidad. Y ese es el tiempo del fin del relato y el necesario cambio democrático.