El ejército burocrático que dejó el kirchnerismo

Perón solía decir que “las instituciones no son ni buenas ni malas, dependen de los hombres que las integran”. Y ese concepto nos sirve y mucho para entender la relación de la sociedad con la política, en su mayor parte integrada por individuos que son virtuosos para hacerse del cargo pero sin mérito alguno como para convencer a la sociedad de su derecho a ocuparlo. El sistema fue deteriorando la imagen de los distintos lugares que permite ejercer la democracia. Los personalismos de los jefes fueron imponiendo la obediencia como virtud esencial para ocupar los cargos, así se fueron degradando ante la imagen de la sociedad los Gobernadores y los Intendentes, los Legisladores y los Ministros. Lentamente, la virtud esencial del funcionario se convirtió en la lealtad al mandamás de turno y la pasión por el aplauso ocupo el lugar del talento. Finalmente, no se entendía si cada uno reivindicaba sus coincidencias con el que mandaba o entendía que su humillación frente a la voluntad ajena era una virtud en sí misma.

En esa cadena de obediencias y obsecuencias, los cargos parecían arrastrar el prestigio de sus portadores en lugar de ser motivo del honor de los mismos. Los funcionarios llevaban la obediencia a niveles donde entregaban su misma dignidad, la obediencia de los diputados y senadores dejaba sin sentido la misma institución parlamentaria. Durante la Ley de Medios fui invitado a emitir mi opinión en el honorable Senado, consulté a algunos Senadores sobre su derecho a modificar parte de la ley; me respondieron que carecían de poder para ejercer su opinión. Me negué a hacer uso de la palabra. Carecía de sentido hacerlo si ya nada podía ser modificado y resultaba lastimoso escuchar a representantes del pueblo expresar sin vergüenza alguna su obediencia al poder de turno. Luego venía la eterna pregunta: ¿qué los obliga a semejante humillación personal? Quedaba flotando la duda de que el Estado era testigo de algunas debilidades de los Legisladores y los amenazaba con hacerlo público. Ese sistema fue utilizado hasta el cansancio, los servicios de informaciones eran testigos de algunos negociados y lograban que la amenaza de denunciarlos convirtiera al personaje en un voto cantado obediente al poder de turno.

En nuestra sociedad la política se convirtió en un camino al enriquecimiento económico con el consecuente deterioro de la imagen del funcionario. Los negocios se fueron imponiendo a las ideas, para algunos -demasiados- pensar en política terminaba siendo una molestia al pragmatismo impuesto por los grandes negocios. No era ya la discusión sobre la Justicia distributiva que cambie el perfil de la sociedad, era tan sólo la desmesura de las ambiciones que imponían una concepción del poder donde el Estado terminaba siendo un instrumento para la concentración económica que justificaba su existencia a partir de realizar una distribución de pequeñas rentas para la sobrevivencia de los caídos por el mismo ejercicio de dicha concentración.

En ese patético panorama, los beneficios de ocupar algún lugar eran vistos como el principal objetivo para salvarse de la jungla de los abandonados a sus propios esfuerzos. Así el Estado se fue convirtiendo en una enorme “Arca de Noé”, donde quienes lograran abordarla estaban salvados de los riesgos de las aguas violentas que implicaba la dura realidad.

Nada dejaba más al desnudo su desprecio por la democracia que la desesperación por ocupar cargos y funciones más allá de los mismos límites que marcaban el tiempo de sus votos. Hasta algunos se dirigían a sus posibles votantes convencidos de que imponer sus voluntades aportaba más votantes por miedo que el mismo intento de la convicción de la razón.

Los empleos estatales se multiplicaron al infinito, en paralelo a los impuestos que debían pagar los agonizantes sectores productivos para sostener semejante ejército burocrático. La mayoría de los edificios públicos no resistiría el peso de sus supuestos empleados si intentaran ocuparlos al unísono. Así las cosas, toda voluntad burocrática ocuparía el lugar de la izquierda y todo cuestionamiento a los mismos el oscuro lugar de las derechas.

Ahora está naciendo una nueva etapa. Es mucho lo que estamos superando, al menos la demencia y la obsecuencia dejara de pertenecer al campo del progreso. Son muchos los cambios y el mero hecho de salir de la confrontación entre enemigos que se odian a la convivencia entre adversarios que se respetan, con eso solo ya ingresamos a un futuro más promisorio. Pero no podemos olvidar que cerca estuvimos en caer en lo peor, que esa memoria nos obligue a hacernos cargos de nuestra responsabilidad política. Es imprescindible.

Concentraciones enfermizas

En una sociedad que no logra encontrar su rumbo, el Estado se convierte en la principal fuente de riquezas, y en consecuencia, en un distribuidor de injusticias. Y en sus pliegues se va instalando una burocracia infinita, una nueva clase social que no vive las angustias del resto, de los que están sometidos a las inclemencias de capitalismo. La misma burocracia genera puestos de trabajo basados en supuestas necesidades políticas o en simples prebendas personales o familiares.  Cuando se retire, el Kirchnerismo nos va a dejar como legado una enorme cantidad de empleados que son en rigor los miembros del partido gobernante. Un oficialismo rentado que se lleva para sí buena parte de las riquezas que debiera haber canalizado hacia los necesitados. Como en tantos proyectos para combatir la pobreza, la burocracia se lleva una parte muy superior a la que llega a los destinatarios. Estos terminan siendo una excusa para que vivan los que dicen ocuparse de ayudarlos.

En otras épocas los sindicatos definían el momento de la sociedad, el Cordobazo era impulsado por la industria automotriz, los metalúrgicos fueron vanguardia cuando la sociedad se forjaba industrial. Menem y Cavallo, cuando destruyeron el ferrocarril, entre otras cosas hicieron fuertes a los camioneros. En el presente, el cargo estatal es el camino más corto para la estabilidad laboral.  Los gremios de empleados públicos pueden ser fuertes en cantidad pero nunca vanguardia de transformación. Los estatales terminan siendo más débiles en salario a cambio de mayor tranquilidad en el empleo. Ser oficialista da más seguridades que la de ser eficiente o esforzado.

La energía vital de una sociedad está en su capacidad productiva, y su desarrollo social en la distribución que ese capitalismo logre. Cuando dejamos venir los supermercados los tomamos sin asumir su costo social, los centenares de almacenes que caían en su avance. Cuando recorremos Europa tomamos conciencia de que esa enfermedad no los invadió a ellos, que defendieron sus pequeños comercios como parte de su calidad de vida. Ahora hasta los bares caen en manos de cadenas capitalistas. Y las farmacias y hasta los quioscos son presa fácil de la concentración.  Los taxis han sido un recurso familiar, ahora son demasiados los que convirtieron a sus choferes en inquilinos. Cada avance de la concentración de capital es un paso en la decadencia de la sociedad. El capitalismo, cuando no encuentra limites en las instituciones, termina convocando al estallido social, incitando y desarrollando a la izquierda que lo confronta.

Los economistas se ocupan de la renta pero ignoran las leyes sociales. Los estatistas como el gobierno actual desarrollan concentraciones enfermizas como la de los medios propios, el juego o la obra pública. Los grandes capitales son necesarios cuando así lo exige la producción, como es el caso de la energía, pero el pequeño comercio familiar no puede ni debe caer en manos de capitales de supuestos inversores que se comportan como destructores de la trama social. Entre la desmesura del Estado y la concentración de los privados, los ciudadanos vamos quedando reducidos a la situación de meros sobrevivientes de un capitalismo más adicto a las mafias que a las instituciones.

La ambición de ganancia no es el único motor del progreso. Desde ya que es más lógico en su desarrollo que las prebendas de la burocracia, pero una sociedad que crece en justicia necesita detener la desmesura de su Estado y la concentración de sus privados.  Mucho más una sociedad como la nuestra, donde el poder del Estado genera y distribuye más riquezas que el agro y la industria juntos.

La sociedad necesita viviendas, pero eso implica un esfuerzo de mediano plazo. El gobierno, entonces, decidió fomentar la fabricación de automotores por ser un logro de más rápido resultados. Claro que, como carecemos de rutas y estamos en deuda con la energía y los combustibles, lo automotriz iba sin duda a terminar en frustración, en huelgas y fracasos. Pero los ayudó a pasar un veranito consumista.  Lo demás no les parecía importante.  Y gastaron fortunas en generar una prensa propia, un relato rentado y oficial donde no pudieran penetrar las fisuras de la realidad. Como tomar una foto del pasado y quererla convertir en espejo del presente. El Kirchnerismo no fue un modelo de sociedad sino tan sólo de autoritarismo. Un enorme Estado que construyó un aparato político en torno a sus prebendas. Termina con un final parecido al menemismo tan odiado. Otra nueva frustración: salimos de la inflación y el miedo al dólar en el primer gobierno de Néstor, retornamos en el de Cristina.  Tanto aplaudir el haber salido del drama de la deuda para terminar retornando a ella.  Tanto cacarear con una Suprema Corte digna para intentar el grotesco de “Justicia legítima”.

El Kirchnerismo retornó a todos los males de los que decía habernos liberado. Pero hay algo que debemos asumir y aprender: no por cambiar de gobierno, vamos a lograr superar esta triste sensación de fracaso. Necesitamos gestar un proyecto de sociedad, basado en un sólido compromiso político. Sólo la política entendida como madurez tanto de la dirigencia como de los votantes nos puede sacar de la crisis. Y bajarnos de las certezas para acostumbrarnos a las dudas. En especial, a dudar de nuestras propias propuestas. Cuando dejemos de tener salvadores de la patria habrá llegado el momento de asumir que únicamente lograremos salvarla entre todos. Esperemos estar cerca de alcanzarlo.

Cuando la Presidenta convoca a la unidad, queda claro que la imagina como una sumisión a su proyecto. La unidad es tan necesaria como la de asumir que la verdad no tiene dueño. Lo demás es poco democrático, y en este caso esa imposición no se disimula ni siquiera en el discurso. La unidad es necesaria, pero para ser válida necesita integrar a las demás visiones. La convocatoria  actual es nada más ni nada menos que una simulación del autoritarismo. En rigor, cuando la Presidenta convoca a la unidad está reiterando un simple llamado a profundizar la fractura.