Francisco no puede hacerse cargo de la oposición

El Santo Padre volvió a recibir a la Presidenta, y una caterva de opositores puso el grito en la Tierra, desesperados por no lograr que en Roma se encontrara el buscado jefe de la oposición. Un montón de opinadores llenos de odio hacia la Presidenta imaginaban que el Papa nos devuelva la dignidad a los que no logramos y ni siquiera intentamos organizarnos y nos arme un partido que sirva de alternativa viable. O sea, tenemos la bronca pero necesitamos que alguien la convierta en propuesta. Y ni se nos ocurre pensar que este talentoso sacerdote llegó a Papa por no ser ni parecido al resto de los ciudadanos beligerantes.

El papa Francisco se anima a denunciar el genocidio Armenio después de visitar Turquía, se anima a rezar en el Muro de los Lamentos acompañado de un Musulmán y un Judío, se atreve a provocar el acercamiento histórico de Cuba con los Estados Unidos y a tantos otros gestos que asombran a la humanidad. Sin embargo, algunos se enojan porque no le dió una mano al partido opositor. Algunos no entienden que si el Cardenal Bergoglio llegó a convertirse en el papa Francisco es simplemente porque no piensa ni actúa parecido a ellos; de haberlo hecho, hubiera logrado todo lo contrario a lo que admiramos en él.

Si la política nacional no tiene partidos organizados es simplemente porque cada uno se cree dueño de un pensamiento original y ni se preocupa en sumarse a otros para actuar juntos. El individualismo nos ha enfermado y en consecuencia somos dueños de quejas personales pero sin sentirnos responsables de forjar respuestas colectivas. El peronismo está devaluado y usurpado por los ambiciosos; el no peronismo apenas trata de engendrar alternativas. Nadie se asume obligado a participar de esfuerzos colectivos, salimos todos a las marchas. Es por un rato. Luego, de vuelta a la soledad, a lo nuestro. Lo colectivo tiene la impronta de lo que en él depositamos. El kirchnerismo dejó al desnudo el egoísmo y la indignidad de demasiados, de los que pensaron que defendiendo la democracia podían llegar a perder alguna prebenda, algunos pesos y entonces, eligieron hacerse los distraídos. Y están los otros, los que viven cuestionando a los que roban y a los que gobiernan sin hacer absolutamente nada, sin siquiera participar en un grupo de resistencia a la degradación kirchnerista que estamos viviendo.

No somos capaces de aflojar nuestros fanatismos para intentar construir un relato común. Vivimos con el cuento de que alguna vez fuimos grandes y alguno tuvo la culpa de nuestros fracasos. Unos, le echan la culpa al peronismo; otros, a la dictadura; También al golpe del treinta, los militares y hasta a los civiles. Cada uno arrastra su frustración y la convierte en resentimiento. Pero gestar alternativas es otra cosa: es comprometerse en serio, debatir y proponer, elegir al mejor o al menos malo, pero dejar de criticar desde fuera para asumir la propia responsabilidad.

El Santo Padre asombra al mundo, por suerte podemos decir que tenemos un Papa. Algo nuestro merece la admiración del mundo. Claro que su Santidad no es un logro colectivo. Llegó donde llegó a pesar de nosotros, del Gobierno y de la oposición. Y ambos bandos parece que lo necesitan, quieren que baje al barro de sus peleas, de sus luchas sin rumbo ni sentido, de nuestra cotidiana y enfermiza falta de grandeza. Cuando surgió como Papa, los seguidores del poder -un sector de la rama boba que se cree pensante y otro sector de la secta que parasita el fanatismo- ambos lanzaron al mundo su grito contra el Santo Padre. Hasta un idiota de dudoso pasado tenía escrito un libro en contra. Fue uno que tenía el pasado de difícil defensa y salió a cuestionar al Santo Padre. Pero el Papa fue como el tango, primero triunfó en el mundo para luego merecer la admiración ciudadana. Y ahora, desde el otro bando, viene la idea de enseñarle a odiar. Justo al Papa, resulta un tanto excesivo.

Los guerrilleros creían que el más revolucionario era el que enfrentaba al ejército con las armas y todavía no se hicieron la autocrítica. Muchos imaginan debilitar al oficialismo porque gritan como energúmenos sin siquiera ponerse a pensar cómo deben actuar para construir entre todos una oposición responsable.

El Santo Padre tiene hoy una enorme influencia, si la sabemos entender. Está por encima de los creyentes y los ateos, maneja los tiempos de los que se hacen cargo de sus responsabilidades, nos convoca a la pobreza, a la humildad y a la sabiduría. Es quizás hoy la persona más respetada e importante del mundo. ¿No será demasiado pedirle que se haga cargo de la oposición? Estamos tan enfermos y metidos en nuestras pasiones que no queremos que nadie pueda escapar de esta cárcel de egoísmo y pequeñez. A veces pienso que el papa Francisco llegó tan lejos porque pudo aprender a salir de la cárcel que nosotros nos armamos con los defectos que imaginamos que son virtudes. Admiremos al Santo Padre, agradezcamos que haya surgido de nuestra sociedad y aceptemos que supo lograrlo a pesar nuestro.

El Gobierno anhela la eternidad

Cada tanto el Gobierno encuentra un encuestador maleable, al alcance de las caricias a las que acostumbra el poder. Y ese medidor de sensaciones impone números del colesterol bueno y los triglicéridos que son propios de jóvenes deportistas. Y las caras alegres que producen esos datos son capaces de instalar un gimnasio de alta competitividad en el geriátrico. Mientras tanto, del otro lado de la vida, se instala el miedo a que eso que imaginan, o mejor dicho, imaginamos como el Mal, se convierta  en permanente. Es que el verdadero sueño del oficialismo es la eternidad en el gobierno, que – casualmente- se corresponde con nuestras pesadillas.

Esta semana le dediqué unos minutos de atención a una entrevista que Fantino le hacía a José Pablo Feinmann, con quién durante un tiempo pasado fuimos amigos. Fantino hacía de estudiante de filosofía y Feinmann de profesor; recorrían la biblioteca universal para explicar que la Presidente era un genio. Luego, leí en La Nación una columna de Luis Alberto Romero contra el nacionalismo. Me quedó la sensación amarga de que estos pensadores dicen lo que sienten sin asumir el lugar que ocupan en la sociedad. Y sumo a Lilita Carrio, que aporta ideas siempre y cuando no se le ocurra  enojarse con los hombres.

Al escucharlo a Feinmann imaginé que él había quedado del lado de los ganadores, y que debía estar convencido que los disidentes no éramos otra cosa que oligarquías universales. Algo parecido a lo del Juez Zaffaroni que opina, simplemente, que si gana la oposición, puede venir el caos. Un Juez de la Suprema Corte que dice alegremente que la democracia puede conducir al caos. Romero se la agarra con el nacionalismo, pero no con sus exageraciones sino, casi diría, con su mera existencia. Y Carrió considera que los que no la acompañan son de dudosa pertenencia.

Tuve la dicha de poder dialogar con el Papa Francisco, hablamos unos minutos de aquellos que intentan interpretar sus gestos en el pequeño esquema de oficialistas y opositores. La vida nos regaló en suerte un hombre de los más importantes del mundo  y nosotros lo queremos reducir al nivel de nuestros rencores. Se me ocurre que intentamos ser figuras públicas sin renunciar a nuestros caprichos privados, como si pudiéramos expandir nuestro egoísmo, convertirlo en mirada colectiva e imponerlo, que de algo así se trata.

Eso siento frente a los discursos de la Presidente, que no intenta otra cosa que sumarme a su idea, que ni imagina la necesidad de ampliar su concepción para abarcar la de otros, no me quiere convencer sino que tiene el poder y decide imponerme su mirada. Ella ocupa el espacio del Bien y el resto somos parte del Mal, la oligarquía, empleados de los fondos buitres, todo eso y mucho más. No entendemos su verdad, podemos -como dice Zaffaroni- caminar hacia el caos, o no haber leído todos los libros de filosofía que leyó Feinmann, para entender que la Presidenta que yo apenas soporto es lo más grande que dio la sociedad.

Cuando el retorno del General Perón y su abrazo con Ricardo Balbín, muchos de estos señores opinaron que la salida estaba en la boca del fusil. La historia demostró que la única salida estaba en el contexto de la democracia. Ellos ni siquiera asumieron la obligada autocritica, y nos siguen dando clase de sectarismo cuando ya casi nadie respeta sus ideas.