El problema no es Tinelli, es la corrupción del Estado

Los medios existen, están de moda, definen todo; considerarse progresista y culto implica oponerse a sus oscuros designios. Tenemos un Gobierno convencido de que éstos debilitan el talento y la genialidad de sus acciones. Una gestión perfecta que es deformada por los medios, instrumentos de los ricos contra los revolucionarios justicieros. Hay una carrera que estudia a los medios de comunicación; no me parece el mejor camino hacia su comprensión. Los estudiantes leen demasiado sobre una realidad que imaginan conocer, teorías de todo tipo. Es llamativo: los que estudiamos política terminamos de asesores de los que la hacen, algo así como estudiar de crítico de arte, cosa de poder conocer a los artistas. Con los medios pasa lo mismo, los que dicen estudiarlos jamás los terminan de entender. Y casi nunca los llegan a manejar. Cuando Néstor Kirchner grito “¿Que te pasa, Clarín?”, quería decir “A este Gobierno no le gustan los disidentes”.

A Marcelo Tinelli, cuando asumimos, Néstor Kirchner lo ayudó a comprar una radio. Nos invitó al acto de lanzamiento y fuimos todos al festejo, a acompañar a ese Marcelo que hoy parece la expresión del mal. Los Kirchner recordaban el final de De la Rúa, y entonces era importante acercarse a Tinelli. Guardo más recuerdos de esa época, pero solo me refiero a lo público, lo otro es lealtad al pasado, aun cuando ellos no lo merezcan, me siento obligado por mi propia historia. Y había que ayudar también al otro comunicador importante a quedarse con una radio, a Pergolini. Eran tiempos de construcción de poder. Luego vendrían los de convocar a delatores e intrigantes, pero esa es otra historia. Y un detalle importante: ni Tinelli ni Pergolini pudieron sostener económicamente las radios que el Gobierno los ayudo a adquirir, ambos las terminaron vendiendo. No es lo mismo escribir novelas que ser el dueño de la editorial.

Los medios no siempre tienen poder, y nunca cuando van contra la historia. Los medios son parte del poder, son parecidos al Gobierno: cuando acompañan al pueblo, aciertan; cuando lo enfrentan, suelen conocer el fracaso. Por más que los restos del estalinismo autóctono imaginen derrocar al enemigo, ser perseguidos por los gobiernos le asegura a los medios su momento más glorioso. Gastaron fortunas en medios estatales solo para convertir a sus detractores en dueños absolutos de la audiencia. Hasta para odiar hay que tener talento, y a estos les falta demasiado. Si fuera cierto el poder de los medios, no hubieran sido necesarios los golpes de Estado. Los medios son conservadores y nunca lograron imponer un Gobierno de ese signo. Los medios influyen, pero no tanto. El Estado, cuando intenta ocultar, se delata; cuando impone el fútbol la noche de los domingos muestra demasiado la herida que le deja el que les pega. A veces los medios se convierten solo en una enorme lupa que aumenta la visión de los detalles, convierten la percepción colectiva en constancia real. Pero la percepción es anterior, se concreta con la denuncia de los medios, pero ya estaba vigente en la conciencia de la sociedad.

Si el enemigo es Tinelli y la fuerza propia tiene su avanzada en 6,7 y 8, cualquier inocente nos puede adelantar el resultado. Si uno dice que no ve televisión, la va de culto y genera signos de admiración. Todos somos admiradores de la cultura, demasiados nos critican la “tinellización” de la sociedad. Para mi humilde opinión, la decadencia es la imagen de un parlamento con obedientes imponiendo propuestas que pocos entienden. No es Tinelli el que nos pega el golpe bajo, la sociedad tiene derecho a la distracción, lo que la degrada es el conjunto de instituciones en las que nadie cree. La corrupción no se inicia en el entretenimiento. El humor nos rescata de la violencia que nos impone el sectarismo de la mediocridad. Nuestro problema no está en el circo ni en la vigencia de la mujer barbuda, nosotros transitamos el grotesco en el espacio donde las instituciones deberían convocar al talento y la idoneidad. Estamos viviendo una corrupción que es hija dilecta de la obsecuencia y la mediocridad.

La idea de terminar con el opositor y convertirse en único dueño de la opinión se impone en todos los regímenes donde algún personaje se queda con el poder y decide que la democracia y la libertad son una molestia. Los discursos por cadena oficial no dejan espacio para los que dudan, la Presidente impone un criterio que dice referirse a los cuarenta millones de habitantes cuando se solo se refiere a los definidos millones de obedientes.

El debate sobre Tinelli es infinito, no porque el personaje de para tanto, sino por eso que nos quiere enseñar la Presidenta de que todo tiene que ver con todo. Y sin duda hay dos idiomas y dos mundos, los medios oficialistas y los otros, los privados. Y ese cuento de que los ricos son los privados y los pobres los del estado, ese cuento esta vencido, todos sabemos qué hace rato que los más ricos son los que gobiernan. Tinelli sirve para alegrarles un rato la vida a la mayoría, esa que además de un subsidio está necesitada del sueño de un mejor mañana.

Gastaron millones en inventar una televisión para los pobres, dicen que compraron dos millones de “Decos”, que solo 300 mil están conectados. Tantos millones para no ocupar ni siquiera el uno por ciento del mercado. La televisión paga sigue siendo más del noventa por ciento de la vigente. Pero eso es ineficiencia, luego hay algo mucho peor, en la gratuita todos los canales son subsidiados, y no llegan a diez. Y la exagerada dilapidación de dinero en el “Fútbol para Todos” les ha permitido a los cables ganar fortunas evitando un gasto. Siempre dejan en claro que son más ineficientes que corruptos, todo un logro.

Como regalo progresista el Gobierno les otorga a los necesitados un sistema de televisión gratuita que no incluye a la producción privada. Me parece un exceso. Encima del dolor de ser pobre le imponen el castigo de ver solo canales oficialistas. A mí me parece demasiado.

La secta

En la radio el taxista escuchaba a un joven dirigente de La Cámpora. Me llamó la atención el despliegue de su mundo de certezas. Explicaba la lucha entre el espacio del bien y la virtud ocupado por el Gobierno y el deterioro que esa virtud sufría al ser erosionada por el espacio del mal refugiado en los medios monopólicos. Era una verdad que no soportaba fisuras. Cuando el periodista lo interrogó acerca del lugar de la autocrítica, respondió que no le gustaba la palabra. Que ellos no la necesitaban. Y a la pregunta de por qué habrían perdido votos , la respuesta fue que siempre en las elecciones legislativas se pierde pero en las nacionales se recuperan. Y que mucha gente se dejaba llevar por los medios hegemónicos y que por esa causa dudaba de la coherencia del modelo.

Me bajé del taxi en silencio, no me pareció que sirviera para algo generar algún comentario. Recordé los tiempos en que las dictaduras nos acusaban de “idiotas útiles” a los que dudábamos de sus virtudes. Se me ocurrió que las convicciones que no soportan la duda albergan el temor en el inconsciente, perciben que les queda el dogma o la traición. Son los que van por todo y no soportan la duda o la fisura que implica recuperar el espacio de la libertad.

Siempre recuerdo la frase genial de Albert Camus: “Debería existir el partido de los que no estén seguros de tener razón, sería el mío”. Y me pregunto de donde surgió esta sarta de verdades de fanáticos que no aguantan al que piensa distinto, al que se atreve a dudar. Desde ya, nunca fue el peronismo el que eligió el camino del fanatismo y las certezas, de haberlo hecho no hubiera durado ni siquiera una década. El General nos indicaba no ser “ni sectarios ni excluyentes”. Pero en este caso, en el kirchnerismo, este fanatismo implica un injerto tardío de un pensamiento tan ajeno a su desarrollo como al ejercicio del gobierno. Formé parte de los cuatro años de la presidencia de Néstor Kirchner y a nadie se le hubiera ocurrido referirse a un supuesto modelo ni a nada que se le parezca. El pragmatismo ocupaba el espacio de la virtud y de la debilidad. En el gobierno siguen los mismos ministros de esos tiempos, solo que ahora con pretensiones de ortodoxias ideológicas y eternidades.

Los dogmas implican siempre la degradación de las ideologías. La secta es una manera de separarse de la sociedad, de forzar un espacio que los salve de las dudas que acechan a todo ciudadano común. Y la secta implica una manera de selección, consolida el fanatismo de los leales de la misma manera que expulsa a todos aquellos que no comulgan con el fanatismo. La secta selecciona una sola clase de adherentes, los fanáticos. La secta implica un desarrollo del sueño de ir por todo, sueño que siempre termina en la pesadilla de la minoría en camino hacia la nada. La secta oficialista es un espacio ocupado por la burocracia y sus prebendas, por los funcionarios y empleados y sus beneficios. Esa dura manera de explicar que son los dueños del espacio del bien y las virtudes, esa rígida forma de auto definirse, en ella subyace el germen de su propia perdición.

Y la enorme injusticia que implica que esta gente imagine que por el solo hecho de no estar con ellos todos ocupamos el espacio de los medios monopólicos, las oligarquías y los imperialismos. El sectarismo es una desviación tan lógica en el fanatismo como imposible en el espacio de la razón. El fanatismo implica una enfermedad de la democracia, un intento de destruir la necesaria relación entre adversarios por la enfermiza confrontación entre enemigos. Y lo que es peor, esa división que el gobernante le impone a la sociedad lastima la integración y termina sembrando violencia en el conjunto de la sociedad. Gobernar imponiendo divisiones y rencores es una falta absoluta de responsabilidad democrática. Considerarse dueños de la verdad implica siempre y en todos los casos una limitación mental que encierra a la víctima en el reducido espacio de la mediocridad. Y aplaudir todo discurso que exprese la Presidente es en principio una falta de respeto al que aplaude tanto como una baja consideración del respeto al aplaudido.

Todo pensamiento que no soporta la duda es porque no soporta la confrontación con la realidad. Nunca se habló tanto del relato como ahora que el gobierno decidió vivir en su espacio. Nunca se imaginó tamaño poder a los medios de comunicación como cuando el gobierno actual decidió gastar fortunas que deberían ayudar a los necesitados en un desmesurado aparato de apoyo al relato estatal. Cuando uno solo puede ser defendido por medios propios, no es porque sólo confronta con los supuestos medios hegemónicos, sino porque esencialmente duda del criterio y la sabiduría del votante. Es cuando un gobierno dejó de expresar a sus votantes. Es cuando comenzó a confrontar con la misma realidad. Y ese es el tiempo del fin del relato y el necesario cambio democrático.