La desmesura kirchnerista

Toda revolución exige a veces alterar los límites de las normas establecidas, aunque no todo lo que sale de quicio se puede justificar como voluntad transformadora. En cada discurso presidencial aparece reiterado el dogma exigiendo la obediencia de los dominados, siempre apoyado en la excusa de transitar un tiempo fundacional. Investigar el pasado de estos alegres renovadores sirve para llegar a la conclusión que, mientras los excesos los acompañan desde siempre, el aporte progresista es más un decorado para disfrazar ambiciones que un sueño de un mundo mejor para todos. Las mejorías personales y sectoriales de la burocracia imperante están por lejos por encima de los logros para el conjunto de la sociedad. Más aún, el crecimiento patrimonial de la burocracia es anterior y permanente mientras los logros para la sociedad son positivos pero en todos los casos sirvieron más para justificar clientelas que para mejorar futuros.

La distancia entre los discursos dogmáticos y cerrados de la Presidente y jefa absoluta del supuesto modelo y la coherencia con una pretendida lógica de la izquierda y el progresismo es infinita. Para poder imaginar que la palabra presidencial marca un rumbo hay que partir de la base de que quienes lo aceptan lo hacen a cambio de un beneficio. Para mi convicción personal, los seguidores se dividen entre los oportunistas de todos los gobiernos, los extraviados recuperados y los inocentes de cualquier proyecto. No acepto que entre los seguidores de supuestas izquierdas las cosas vayan más allá que el espacio del cálculo. La Presidente cobija bajo sus dogmas grupos cuyas ideologías no hubieran llegado jamás por el camino electoral a formar parte del poder. Y entonces, antiguos gestores de soñadas revoluciones terminan convertidos en simples justificadores de desmesuras ajenas, obligados a una forma de lealtad que ni siquiera se puede permitir la crítica constructiva. Un discurso que convierte el capricho en dogma y un grupo de supuestos intelectuales que lo explican, desarrollan y justifican solo a cambio de un cobijo en el espacio del poder. A los veinte los marcó la rebeldía, ya de grandes son capaces de justificar lo que jamás hubieran imaginado soportar. De jóvenes, el poder como sueño transformador; de grandes, como consuelo de errores de juventud y el triunfo de la ambición.

Entre los vivos que se enriquecen con los negocios que permite el Estado y los acomodos que pudieron distribuir entre parientes y seguidores, entre esos extremos del bienestar personal, se extiende la bandera del supuesto modelo. Los jueces y sus historias pueden ser discutibles, los robos del oficialismo ingresan al espacio de lo concreto visible e inocultable. Los caprichos presidenciales devenidos en dogmas iluminadores del futuro y el vicepresidente transitando el delito, entre esos dos extremos se extiende la bandera de la complicidad. Los menemistas se beneficiaban demoliendo el Estado, los kirchneristas fueron mucho más lejos y se enamoraron de los beneficios que aporta usurparlo. El Estado como un gran cobijo para los que adhieren al supuesto modelo, la persecución y el daño para todos aquellos que no nos dejamos imponer el cuento irracional del relato. El oficialismo se llevó a su servicio a todos los que se vendían por dineros y prebendas; nunca la corrupción utilizó con tanta solvencia el disfraz de benefactor de la sociedad.

Viejos estalinistas y supuestos revolucionarios atacando a los jueces solo para defender delincuentes que al caer podían desnudar complicidades. Algunos enemigos seleccionados entre los que opinan libremente, demasiados aliados elegidos entre los que saquean el país pero pagan coimas y no cuestionan el modelo. Leyes de medios para eliminar las libertades, asociarse a empresas extranjeras saqueadoras solo a cambio de coimas y complicidades.
El modelo nacional y popular permite a los ladrones perseguir a los jueces, ataca a la burguesía que no se les rinde no para eliminarla sino tan solo para substituirla. Aplauden el discurso de la Presidente al margen de lo que diga, la obediencia cuando se degrada en alcahuetería entrega su derecho a todo tipo de crítica.

Y soñaban quedarse para siempre. La democracia es para ellos un simple vicio burgués. Finalmente, de los que nos gobiernan, conocemos de sobra sus excesos y desprecio por la democracia. Terminaron siendo más definidos por la desmesura de sus errores que por sus pretendidas virtudes. Los gobiernos cuando duran demasiado terminan desnudando sus limitaciones. Está a la vista.

La secta

En la radio el taxista escuchaba a un joven dirigente de La Cámpora. Me llamó la atención el despliegue de su mundo de certezas. Explicaba la lucha entre el espacio del bien y la virtud ocupado por el Gobierno y el deterioro que esa virtud sufría al ser erosionada por el espacio del mal refugiado en los medios monopólicos. Era una verdad que no soportaba fisuras. Cuando el periodista lo interrogó acerca del lugar de la autocrítica, respondió que no le gustaba la palabra. Que ellos no la necesitaban. Y a la pregunta de por qué habrían perdido votos , la respuesta fue que siempre en las elecciones legislativas se pierde pero en las nacionales se recuperan. Y que mucha gente se dejaba llevar por los medios hegemónicos y que por esa causa dudaba de la coherencia del modelo.

Me bajé del taxi en silencio, no me pareció que sirviera para algo generar algún comentario. Recordé los tiempos en que las dictaduras nos acusaban de “idiotas útiles” a los que dudábamos de sus virtudes. Se me ocurrió que las convicciones que no soportan la duda albergan el temor en el inconsciente, perciben que les queda el dogma o la traición. Son los que van por todo y no soportan la duda o la fisura que implica recuperar el espacio de la libertad.

Siempre recuerdo la frase genial de Albert Camus: “Debería existir el partido de los que no estén seguros de tener razón, sería el mío”. Y me pregunto de donde surgió esta sarta de verdades de fanáticos que no aguantan al que piensa distinto, al que se atreve a dudar. Desde ya, nunca fue el peronismo el que eligió el camino del fanatismo y las certezas, de haberlo hecho no hubiera durado ni siquiera una década. El General nos indicaba no ser “ni sectarios ni excluyentes”. Pero en este caso, en el kirchnerismo, este fanatismo implica un injerto tardío de un pensamiento tan ajeno a su desarrollo como al ejercicio del gobierno. Formé parte de los cuatro años de la presidencia de Néstor Kirchner y a nadie se le hubiera ocurrido referirse a un supuesto modelo ni a nada que se le parezca. El pragmatismo ocupaba el espacio de la virtud y de la debilidad. En el gobierno siguen los mismos ministros de esos tiempos, solo que ahora con pretensiones de ortodoxias ideológicas y eternidades.

Los dogmas implican siempre la degradación de las ideologías. La secta es una manera de separarse de la sociedad, de forzar un espacio que los salve de las dudas que acechan a todo ciudadano común. Y la secta implica una manera de selección, consolida el fanatismo de los leales de la misma manera que expulsa a todos aquellos que no comulgan con el fanatismo. La secta selecciona una sola clase de adherentes, los fanáticos. La secta implica un desarrollo del sueño de ir por todo, sueño que siempre termina en la pesadilla de la minoría en camino hacia la nada. La secta oficialista es un espacio ocupado por la burocracia y sus prebendas, por los funcionarios y empleados y sus beneficios. Esa dura manera de explicar que son los dueños del espacio del bien y las virtudes, esa rígida forma de auto definirse, en ella subyace el germen de su propia perdición.

Y la enorme injusticia que implica que esta gente imagine que por el solo hecho de no estar con ellos todos ocupamos el espacio de los medios monopólicos, las oligarquías y los imperialismos. El sectarismo es una desviación tan lógica en el fanatismo como imposible en el espacio de la razón. El fanatismo implica una enfermedad de la democracia, un intento de destruir la necesaria relación entre adversarios por la enfermiza confrontación entre enemigos. Y lo que es peor, esa división que el gobernante le impone a la sociedad lastima la integración y termina sembrando violencia en el conjunto de la sociedad. Gobernar imponiendo divisiones y rencores es una falta absoluta de responsabilidad democrática. Considerarse dueños de la verdad implica siempre y en todos los casos una limitación mental que encierra a la víctima en el reducido espacio de la mediocridad. Y aplaudir todo discurso que exprese la Presidente es en principio una falta de respeto al que aplaude tanto como una baja consideración del respeto al aplaudido.

Todo pensamiento que no soporta la duda es porque no soporta la confrontación con la realidad. Nunca se habló tanto del relato como ahora que el gobierno decidió vivir en su espacio. Nunca se imaginó tamaño poder a los medios de comunicación como cuando el gobierno actual decidió gastar fortunas que deberían ayudar a los necesitados en un desmesurado aparato de apoyo al relato estatal. Cuando uno solo puede ser defendido por medios propios, no es porque sólo confronta con los supuestos medios hegemónicos, sino porque esencialmente duda del criterio y la sabiduría del votante. Es cuando un gobierno dejó de expresar a sus votantes. Es cuando comenzó a confrontar con la misma realidad. Y ese es el tiempo del fin del relato y el necesario cambio democrático.