Un hombre irrepetible

Personalmente conocí a Lincoln en Barcelona. Me había pedido un reportaje para El País de Madrid (donde colaboraba, además, con una página de ajedrez) y no faltó el amigo que me dijera: “Cuidado con este, que no solo es blanquísimo, sino que es medio anarquista o algo así”. Desde ya que el reportaje fue excelente e inicié, desde entonces, lo que terminó siendo una gran amistad y, por encima de ello, me ganaron un enorme respeto y admiración a la personalidad singularísima de este hombre irrepetible.

Alternaba una bohemia nochera con una enorme capacidad de trabajo, que está recogida en miles de artículos y una docena de libros, algunos tan caudalosos como los cinco tomos de Orientales o los cuatro de Caudillos y Doctores. A lo que debe añadirse una obra erudita sobre Mozart, una notable sobre el cine del medio siglo anterior y otros trabajos históricos. Últimamente, venía publicando en El Observador una serie de biografías de personajes, la mayoría desaparecidos, para la memoria colectiva contemporánea, a la que le imponía mirarse en el espejo de esos hombres de nuestro pasado.

Su memoria era de prodigio. En esas charlas que tanto le gustaban, podía recitar de memoria minutos y minutos, sin perder una línea, de innumerables poetas. Su labor de profesor, admirado profesor, se extendía más allá de las clases y su casa era un ir y venir de muchachos en busca de consejos, libros o lecciones sobre temas tan variados como los de sus obras. Continuar leyendo

La voluntad pacificadora de Uruguay está en juego

A la hora que escribo estas líneas, jueves al mediodía, no hay novedades en el caso de la denuncia sobre sevicias y tratamientos degradantes que afectó a 28 detenidas por la dictadura. Este expediente judicial se vio claramente cambiado de rumbo por la aparición fantasmal de Héctor Amodio Pérez, el tupamaro que vivía escondido en el exterior luego de haber sido liberado por la dictadura en misteriosas condiciones.

Da la impresión de que él ni idea tenía de lo que iba a ocurrir cuando vino con un pasaje marcado de retorno para dos días después de la presentación de su libro. El hecho, sin embargo, es que sus viejos compañeros, hoy en el poder, lanzaron su andanada contra él y la Justicia resolvió ubicarse entre la espada y la pared.

Lamentablemente, el país sigue enredado en las ominosas historias de aquellos años en que un grupo mesiánico intentó, por medio de la violencia, derribar las instituciones del país. Entraron a la cárcel repudiados por la gente y salieron bendecidos por los malos tratos que les infligió arbitrariamente la dictadura. Es uno de los peores legados del nefasto período de facto. Lo malo es que la voluntad pacificadora que el país tuvo al salir de él (y que tanto éxito tuvo, como que hemos vivido en paz y democracia estos años) se cuestiona todos los días. Ahora circulan las venganzas como moneda corriente y se sigue manteniendo vivo lo que solo debería ser materia de análisis histórico. Continuar leyendo

La lucha continúa

Se había clausurado la etapa dictatorial y el país retomaba el sendero constitucional del que nunca debió apartarse.

En aquel momento convivían la esperanza y los temores. La libertad reconquistada, la prensa expresándose libremente, los partidos funcionando, llamaban a la alegría, al reencuentro con lo mejor del país.

Al mismo tiempo, las acechanzas eran enormes. El PBI había caído un 15% en los tres años anteriores, luego de la ruptura de la famosa “tablita”, en noviembre de 1982 y la consecuente devaluación. La deuda externa equivalía a tres años y medio de exportaciones, en una América Latina que vivía una generalizada crisis financiera. El salario real había caído un 30%. La mayor parte de la banca privada estaba técnicamente quebrada y podía generar en cualquier momento una catástrofe.

A este panorama había que añadirle los riesgos propios de la transición. La dirección tupamara estaba aún presa y se extendía por el país un reclamo de amnistía. Habían entrado a la cárcel como réprobos, pero el maltrato sufrido les bendecía ahora con una actitud indulgente de la ciudadanía. Por otro lado, la situación militar vivía las tensiones propias del abandono del poder y la clara distancia entre los comandantes en jefe que habían acordado la salida y quienes rodeaban al Tte. Gral. Alvarez y mascullaban enojos. Muchos de ellos estaban convencidos de que el retorno político se haría inviable y que el sindicalismo y otras fuerzas radicales retornarían al país al clima de tensiones que había alfombrado el camino al golpe de Estado.

Para quienes hoy tienen 45 años, esto es historia antigua. Quienes hoy andan por los 55 años, ni siquiera tienen mayores vivencias de la dictadura comenzada en febrero de 1973. Es el fluir natural de la historia. Lo que hoy saben de aquel pasado neblinoso, es vago e impreciso. Tienen claro que el país sufrió una dictadura, que de ella se salió en paz y que llevamos ya cinco gobiernos democráticos, tres colorados, uno nacionalista y ahora tres del Frente Amplio. De esa historia han oído versiones diversas y el oficialismo educativo les ha hecho creer a muchos que los tupamaros lucharon contra la dictadura, cuando su empeño fue para sustituir la democracia por una revolución a la cubana.

Escuchan hablar de la desgracia de las personas desaparecidas bajo la dictadura, de reclamos de juicio a militares, pero no se les recuerda que a quienes trajeron la violencia al país también se les amnistió. Se actúa como si la ciudadanía, en dos oportunidades, con 20 años de distancia, no hubiera ratificado la amnistía militar, simplemente por una voluntad de paz.

Estas generaciones de que hablamos han abierto los ojos a la vida cívica con un país pacificado y una democracia funcionando. Quizás ello les quita perspectiva para valorizar el esfuerzo del país en estos años, a partir de aquel primer gobierno que tuvo que administrar legítimos reclamos sociales y acompasarlos al imprescindible crecimiento de una economía malherida. Bueno es recordarlo, entonces, para entender cuánto hay que cuidar las instituciones, la legalidad, el clima de convivencia, un debate público vivo pero respetuoso.

Si el país perdió un día la libertad fue porque antes había perdido la tolerancia. Hay una inexcusable responsabilidad de quienes creyeron que había llegado la hora de la revolución y se lanzaron a una aventura desestabilizadora, que produjo el efecto exactamente opuesto al buscado: en lugar de una revolución cubana vino una dictadura militar de derecha. También hubo responsabilidad, incuestionable, de los mandos militares que, luego de derrotar ese intento desestabilizador, mesiánicamente se creyeron llamados a asumir el gobierno por la fuerza, para preservar al país de la violencia guerrillera y de lo que ellos juzgaban demagogia de los partidos políticos.

Nadie de buena fe puede dudar del éxito uruguayo de estos 30 años. Nadie fue excluido de la transición y baste pensar que preside el gobierno alguien que estaba preso en aquel tiempo, procesado por los jueces de la democracia y no por la dictadura. 

Es indudable el progreso material de todos estos años. Desgraciadamente, hemos retrocedido como sociedad en la educación, en la legalidad, en la inclusión social, porque aunque se hagan malabares con los números está claro que hoy existen entre nosotros barrios emancipados de toda autoridad, ganados por el delito y los jóvenes están peor preparados que nunca para la sociedad del conocimiento.

El sistema político funciona. La economía ha crecido. La sociedad, sin embargo, adolece de innúmeras fracturas. Es difícil hablar de “los uruguayos” con generalidad, cuando vemos en el fútbol tribus urbanas desatadas y en la calle un delito cada vez más cruel. Mientras que desde las alturas se dice que la política está por encima de las leyes.

La complacencia no puede llevar al país a bajar los brazos. Simplemente eliminando la repetición en las escuelas y en los liceos no vamos a mejorar el rendimiento de los alumnos. Legalizando la marihuana no vamos a combatir mejor la droga. Legitimando el patoterismo sindical no vamos a mejorar la productividad del país. Llevando los fiscales a la Presidencia de la República no vamos a ofrecer mejores garantías a los ciudadanos.

30 años entonces… pero la lucha continua.

El Frente Amplio es peronista, no batillista

La analogía entre Batllismo y Frente Amplio es profundamente equivocada, salteándose las profundas diferencias filosóficas e ideológicas entre ambas formaciones políticas. En cambio, cada vez más, el Frente Amplio se aproxima a la práctica histórica del peronismo.

Dejándose llevar por una prédica que viene realizando el Frente Amplio desde hace algún tiempo, algunos calificados periodistas han establecido un paralelo entre el Batllismo y el Frente Amplio, a partir de que éste se ha convertido en un partido cuasi hegemónico, que ha logrado ganar tres elecciones seguidas. El éxito electoral del Frente Amplio es obvio y, en ese sentido, puede entenderse que se establezca una comparación con lo que fueron los tiempos de mayoría batllista, antes y después de la dictadura. Si vamos a la sustancia, en cambio, nada tiene que ver el Frente Amplio con lo que fue —y sigue siendo— el Batllismo, sustantivamente distinto al corporativismo de raíz peronista hacia el cual se ha deslizado el oficialismo uruguayo.

Ante todo, el Batllismo es “democracia liberal” y el Frente Amplio no puede decirlo cuando su Presidente acuñó ya el siniestro concepto de que “la política predomina sobre lo jurídico”, ampliamente publicitado cuando el Mercosur suspendió arbitrariamente al Paraguay y habilitó el ingreso de Venezuela. Como ha dicho el Dr. Hebert Gatto en reciente artículo, “está claro que pese a las mutaciones ideológicas que atravesó la izquierda, es su fuerte antiliberalismo el que aún la domina”, lo que pone “en juego diferentes valoraciones sobre el individuo, las clases sociales, el constitucionalismo, las garantías de los derechos y las formas futuras de convivencia económico-social”. 

La catarata de leyes inconstitucionales, votadas deliberadamente bajo esa condición, ratifica la idea de que el Estado de Derecho no es un valor a cuidar para el frentismo. Nada debería sorprender cuando, al lado de dirigentes demócratas, militan comunistas y tupamaros, que si bien hoy actúan bajo los códigos, lo hacen por interesada resignación y no por una convicción claramente asumida. El modo abusivo en cómo han empleado su mayoría parlamentaria es reveladora de esa estirpe autoritaria que alienta en vastos sectores frentistas.

Ello se refleja también, inequívocamente, en nuestra política exterior, arrastrada hacia la devoción a la dictadura cubana y a la cripto-dictadura venezolana, que todos los días pisotea las más fundamentales libertades. Por cierto, el Uruguay mantuvo siempre relaciones diplomáticas con regímenes contrarios a su sistema, en una línea de pluralismo ideológico que no contaminó los vínculos formales de nuestra República. Con Cuba y Venezuela, nuestro gobierno ha actuado, más allá de ese rumbo, adhiriéndose a sus prédicas liberticidas; se han declarado hermanados y han defendido aun las disparatadas disposiciones del Presidente Nicolás Maduro. En esa misma línea, se ha enterrado la clásica defensa de la existencia del Estado de Israel para sumarse del peor modo al coro de sus enemigos.

En otro terreno fundamental, es evidente que las corporaciones sindicales ejercen el verdadero poder en la estructura frentista. Los episodios en la administración de la salud, la vivienda, la educación o el voto parlamentario impuesto a sus legisladores por el SUNCA en la conocida ley de responsabilidad empresarial, son testimonio irrefutable de esa subordinación política a la imposición gremial. La actitud del Batllismo fue históricamente distinta, porque respetó el valor del sindicalismo sin que desde el gobierno se le contaminara políticamente. En los tiempos en que el Batllismo estaba en el gobierno y manejaba los resortes de la política social, siempre consideró que el Estado debía ser el árbitro entre el capital y el trabajo y que éticamente el partido de gobierno debía abstenerse de cooptar a la dirección gremial. No hay duda de que Batlle y Ordóñez podía haberlo hecho en su tiempo, pero su política fue explícitamente la de no interferir en la vida gremial.

Por esta razón, el gobierno frentista es perfectamente comparable con el peronismo histórico y el kirchnerismo actual, que asientan su poder en el manejo de una poderosa estructura gremial que ejerce un poder de hecho y es administradora de fondos públicos. Si algo faltara, como definición, basten las recientes expresiones de la Senadora Topolanski, que afirmó en reportaje a Brecha que “las mayorías que no se consiguen en el Parlamento, se consiguen con la gente en la calle”.

En el ámbito de la concepción democrática, el Batllismo rechazó la lucha de clases como motor de la historia y sostuvo siempre que la democracia, con el voto ciudadano, era el camino para que los más pudieran influir en el rumbo del país. Por el contrario, el Frente Amplio se ha alejado de esa línea de conciliación social y ha estimulado con rencores la división de la sociedad. En ese sentido, son ejemplares las palabras del Presidente Mujica en su reciente audición, llamando al odio entre pobres y ricos, como si nuestra sociedad no fuera una gran congregación de clases medias, con minoritarios extremos a sus dos puntas, que no desfiguran la igualdad ante la ley que es código histórico de nuestra nacionalidad.

Son demasiado profundas estas diferencias para deslizarse hacia esa comparación equivocada. El Frente Amplio es cada día más peronismo y menos socialdemocracia y, más allá de la retórica, así lo dicen los hechos.