El desvanecimiento de la historia

El 19 de abril, fecha emblemática de nuestra historia, está desvanecida. El sistema educativo le da cada vez menos valor a las celebraciones patrias y ya ni la prensa se ocupa como lo hacía antes, cuando eran tradicionales las crónicas históricas.

En nuestra generación, el suplemento dominical de El Día y los especiales de El País, despertaban el interés por el pasado, trataban de evocar con estilo periodístico los grandes momentos. Los Cuadernos de Marcha, en su momento, ofrecieron también, en un nivel más académico, enfoques de temas históricos importantes, con autores de plural extracción.

A la actual deserción ha contribuido un conjunto de factores. Por un lado, opera una tendencia historiográfica, que llega a los profesores más jóvenes, con una actitud despectiva para lo que consideran una versión heroica del pasado, en beneficio de los factores sociales y económicos, que no deberían ser contradictorios con la exaltación de los mojones de la construcción nacional. Por otro, hubo tanto abuso de las celebraciones históricas en la época de la dictadura que aún se mantiene viva una cierta reacción. También se advierte una tendencia al “presentismo”, que desprecia la mirada hacia atrás, sin entender, como decía el gran Marc Bloch: “La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado”. Continuar leyendo

Relato y adoctrinamiento

Un texto de enseñanza no es lo mismo que un ensayo académico. Aquel, a diferencia de este, debe aspirar a la imparcialidad dentro de los principios filosóficos que informan nuestro orden institucional.

Recientemente, en el prestigioso Liceo Juan XXIII se realizó un acto público presidido por numerosas autoridades religiosas y de la educación para presentar un libro titulado La ignorancia de la ley no sirve de excusa, escrito por un profesor y un grupo de alumnos de la institución. Es una obra amplia, de más de seiscientas páginas, que se define como un “texto de estudio para la asignatura Derecho y Ciencia Política”.

Es muy importante partir de esa base. No se trata de un ensayo, producido en el vasto espacio de la libertad de expresión del pensamiento, sino de un texto dirigido a alumnos, a los que debe respetarse en su formación moral y cívica. La imparcialidad debe presidir, entonces, la exposición de los temas a partir, naturalmente, de la asunción inequívoca de los principios liberales que consagra nuestra Constitución de la República.

Es un trabajo serio, doctrinario, cuyos autores merecen todo el respeto a su esfuerzo. Por lo mismo es que nos permitimos establecer algunos puntos de vista discrepantes que, a nuestro juicio, hieren la necesaria imparcialidad del manual de estudio, lo que podríamos denominar laicidad en un sentido amplio, más allá de lo religioso. Se dice en el texto, con razón: “Un país laico debe garantizar el acceso a esos derechos básicos sin hacer distinciones entre creencias políticas, religiosas o filosóficas”. Sin embargo, se asume la peligrosa tesis de que ese respeto a opiniones diversas “no significa que el docente entre en una neutralidad ideológica, es decir, en no tomar partido por ideas o valores determinados. Lo que debe hacer es respetar el derecho del otro de pensar diferente”. Continuar leyendo

La voluntad pacificadora de Uruguay está en juego

A la hora que escribo estas líneas, jueves al mediodía, no hay novedades en el caso de la denuncia sobre sevicias y tratamientos degradantes que afectó a 28 detenidas por la dictadura. Este expediente judicial se vio claramente cambiado de rumbo por la aparición fantasmal de Héctor Amodio Pérez, el tupamaro que vivía escondido en el exterior luego de haber sido liberado por la dictadura en misteriosas condiciones.

Da la impresión de que él ni idea tenía de lo que iba a ocurrir cuando vino con un pasaje marcado de retorno para dos días después de la presentación de su libro. El hecho, sin embargo, es que sus viejos compañeros, hoy en el poder, lanzaron su andanada contra él y la Justicia resolvió ubicarse entre la espada y la pared.

Lamentablemente, el país sigue enredado en las ominosas historias de aquellos años en que un grupo mesiánico intentó, por medio de la violencia, derribar las instituciones del país. Entraron a la cárcel repudiados por la gente y salieron bendecidos por los malos tratos que les infligió arbitrariamente la dictadura. Es uno de los peores legados del nefasto período de facto. Lo malo es que la voluntad pacificadora que el país tuvo al salir de él (y que tanto éxito tuvo, como que hemos vivido en paz y democracia estos años) se cuestiona todos los días. Ahora circulan las venganzas como moneda corriente y se sigue manteniendo vivo lo que solo debería ser materia de análisis histórico. Continuar leyendo

La lucha continúa

Se había clausurado la etapa dictatorial y el país retomaba el sendero constitucional del que nunca debió apartarse.

En aquel momento convivían la esperanza y los temores. La libertad reconquistada, la prensa expresándose libremente, los partidos funcionando, llamaban a la alegría, al reencuentro con lo mejor del país.

Al mismo tiempo, las acechanzas eran enormes. El PBI había caído un 15% en los tres años anteriores, luego de la ruptura de la famosa “tablita”, en noviembre de 1982 y la consecuente devaluación. La deuda externa equivalía a tres años y medio de exportaciones, en una América Latina que vivía una generalizada crisis financiera. El salario real había caído un 30%. La mayor parte de la banca privada estaba técnicamente quebrada y podía generar en cualquier momento una catástrofe.

A este panorama había que añadirle los riesgos propios de la transición. La dirección tupamara estaba aún presa y se extendía por el país un reclamo de amnistía. Habían entrado a la cárcel como réprobos, pero el maltrato sufrido les bendecía ahora con una actitud indulgente de la ciudadanía. Por otro lado, la situación militar vivía las tensiones propias del abandono del poder y la clara distancia entre los comandantes en jefe que habían acordado la salida y quienes rodeaban al Tte. Gral. Alvarez y mascullaban enojos. Muchos de ellos estaban convencidos de que el retorno político se haría inviable y que el sindicalismo y otras fuerzas radicales retornarían al país al clima de tensiones que había alfombrado el camino al golpe de Estado.

Para quienes hoy tienen 45 años, esto es historia antigua. Quienes hoy andan por los 55 años, ni siquiera tienen mayores vivencias de la dictadura comenzada en febrero de 1973. Es el fluir natural de la historia. Lo que hoy saben de aquel pasado neblinoso, es vago e impreciso. Tienen claro que el país sufrió una dictadura, que de ella se salió en paz y que llevamos ya cinco gobiernos democráticos, tres colorados, uno nacionalista y ahora tres del Frente Amplio. De esa historia han oído versiones diversas y el oficialismo educativo les ha hecho creer a muchos que los tupamaros lucharon contra la dictadura, cuando su empeño fue para sustituir la democracia por una revolución a la cubana.

Escuchan hablar de la desgracia de las personas desaparecidas bajo la dictadura, de reclamos de juicio a militares, pero no se les recuerda que a quienes trajeron la violencia al país también se les amnistió. Se actúa como si la ciudadanía, en dos oportunidades, con 20 años de distancia, no hubiera ratificado la amnistía militar, simplemente por una voluntad de paz.

Estas generaciones de que hablamos han abierto los ojos a la vida cívica con un país pacificado y una democracia funcionando. Quizás ello les quita perspectiva para valorizar el esfuerzo del país en estos años, a partir de aquel primer gobierno que tuvo que administrar legítimos reclamos sociales y acompasarlos al imprescindible crecimiento de una economía malherida. Bueno es recordarlo, entonces, para entender cuánto hay que cuidar las instituciones, la legalidad, el clima de convivencia, un debate público vivo pero respetuoso.

Si el país perdió un día la libertad fue porque antes había perdido la tolerancia. Hay una inexcusable responsabilidad de quienes creyeron que había llegado la hora de la revolución y se lanzaron a una aventura desestabilizadora, que produjo el efecto exactamente opuesto al buscado: en lugar de una revolución cubana vino una dictadura militar de derecha. También hubo responsabilidad, incuestionable, de los mandos militares que, luego de derrotar ese intento desestabilizador, mesiánicamente se creyeron llamados a asumir el gobierno por la fuerza, para preservar al país de la violencia guerrillera y de lo que ellos juzgaban demagogia de los partidos políticos.

Nadie de buena fe puede dudar del éxito uruguayo de estos 30 años. Nadie fue excluido de la transición y baste pensar que preside el gobierno alguien que estaba preso en aquel tiempo, procesado por los jueces de la democracia y no por la dictadura. 

Es indudable el progreso material de todos estos años. Desgraciadamente, hemos retrocedido como sociedad en la educación, en la legalidad, en la inclusión social, porque aunque se hagan malabares con los números está claro que hoy existen entre nosotros barrios emancipados de toda autoridad, ganados por el delito y los jóvenes están peor preparados que nunca para la sociedad del conocimiento.

El sistema político funciona. La economía ha crecido. La sociedad, sin embargo, adolece de innúmeras fracturas. Es difícil hablar de “los uruguayos” con generalidad, cuando vemos en el fútbol tribus urbanas desatadas y en la calle un delito cada vez más cruel. Mientras que desde las alturas se dice que la política está por encima de las leyes.

La complacencia no puede llevar al país a bajar los brazos. Simplemente eliminando la repetición en las escuelas y en los liceos no vamos a mejorar el rendimiento de los alumnos. Legalizando la marihuana no vamos a combatir mejor la droga. Legitimando el patoterismo sindical no vamos a mejorar la productividad del país. Llevando los fiscales a la Presidencia de la República no vamos a ofrecer mejores garantías a los ciudadanos.

30 años entonces… pero la lucha continua.