La sociedad perdió una gran oportunidad para debatir

1. El código como espejo de la sociedad. Dictar un Código Civil es diseñar una sociedad, es una política fundamental que debería reflejar al derecho como resultado de la política democrática. Un Código necesita tanto de la mejor técnica legislativa como de la mejor política democrática.

La relación entre Constitución, Democracia y Códigos siempre fue difícil. Los Códigos y sus reformas históricamente fueron sancionadas en contextos no democráticos o de dictaduras, sin política democrática ni contrapuntos posibles, sin debate ni legitimidad social.

2. Contextos políticos y codificación. No es secreto que estamos ante un Código mediado por las tensiones entre el Gobierno y los autores del anteproyecto. Sin ese contexto, no podemos entender cabalmente el nuevo Código y sus tormentas políticas. En ningún momento se tomó seriamente la discusión de fondo sobre el articulado, nunca se analizó apropiadamente el contenido del Código, sus bases ideológicas y teóricas -eso se delegó en los “técnicos” y “juristas”- sino que se evaluó la relación, a veces cercana y a veces difícil, entre el Gobierno y la Corte Suprema.

Algunas decisiones de la Corte y una mejoría en sus relaciones institucionales pueden haber auspiciado su impulso y final sanción. Recordemos que el Anteproyecto de Código se presentó a comienzos del 2012, llegó al Congreso en agosto del mismo año después de la reforma en el Poder Ejecutivo y se comenzó a tratar legislativamente en Noviembre del 2013 luego -para poner un hito azaroso del año pasado- del fallo, de lo que se conoce como, “Ley de Medios” contra Clarín.

3. Forma y fondo en el Código Civil. El Código tiene aspectos positivos que son parte de su proceso de actualización. No son producto de un cambio jurídico revolucionario sino de una evolución gradual y en el tiempo, de la política y del pensamiento social sobre el derecho civil y comercial, en todos sus espacios y operadores, jueces, abogados, políticos, académicos, etc. La actualización es una buena razón para ser optimista por la reforma y apoyarla pero también es una razón modesta, moderada por sus problemas políticos y los debates abiertos.

Por un lado, esos aspectos positivos, se deben menos a talentos legislativos y/o técnicos que a la decisión política de actualizar un texto legal clásico pero obsoleto, repleto de visiones anacrónicas, contradicciones manifiestas, lagunas injustificables y mutilado por reformas parciales. Por el otro lado, los aspectos problemáticos del nuevo Código son mucho más difícil de justificar y defender tanto en términos técnicos como políticos, especialmente en los tiempos que corren, tiempos de democracia y derechos humanos. La debilidad en la protección del consumidor, una selectividad protección y regulación sobre las propiedades de las clases más altas, la posibilidad de precarización laboral bajo ciertas formas contractuales, la negativa a proteger el derecho al agua y ciertas omisiones vinculadas a la regulación de los servicios públicos, la compatibilización de las políticas de derechos humanos y la definitiva constitucionalización del derecho privado son sólo algunas conflictivas aristas; además de los ya clásicos problemas señalados: la personería jurídica de la Iglesia Católica y el origen de la vida (Artículo 19).

Este nuevo Código reproduce problemas de legitimidad y deliberación democrática que eran propios de los viejos Códigos del Siglo XIX.

Una sociedad compleja merece una debate democrático para limar sus diferencias, para acercar posiciones, para crecer colectivamente en el diálogo. Si bien ningún Código, una norma ya muy compleja, puede pretender unanimidad, el debate político abierto e inclusivo -como el que tuvimos con el matrimonio igualitario y tantos otros- nos hace avanzar colectivamente en el desacuerdo.

Se perdió una gran oportunidad –el tiempo y las decisiones políticas dirán si se subsana- donde oficialismo y oposición tienen ambos diferentes grados de responsabilidad, para dar al nuevo Código un debate profundo y democrático sobre el modelo de país que, sin duda, el Código reflejará.

Legalidad y legitimidad en la protesta social

La tormenta del default de la deuda y las negociaciones con los bonistas llevó a un segundo plano ciertos conflictos sociales, en ascenso y en íntima conexión, vinculados a despidos y suspensiones en diferentes sectores de la industria. A esos conflictos laborales, que parecen aumentar como expresión de la puja distributiva, se suman ciertos recurrentes conflictos territoriales y episodios represivos observados a diferentes niveles en Neuquén, Córdoba, Entre Ríos y Formosa en estos últimos tiempos.

En especial, el conflicto de los despidos en LEAR -que incluyó despidos a delegados sindicales que el Poder Judicial ya ordenó restablecer a la Empresa y al SMATA- trajo a la luz algunas viejas/nuevas declaraciones del Secretario de Seguridad, Sergio Berni, sobre el ejercicio del derecho a la protesta. Sus dichos merecen análisis, especialmente, dado la respuesta represiva y la violencia institucional expresada por la Gendarmería la semana pasada.

El secretario de Seguridad suele repetir en sus discursos que el derecho a la protesta cortando una calle “es un delito federal”. Tales dichos ignoran la Constitución, la práctica social y las mismas instituciones de la democracia:

-El derecho a la protesta está protegido por la Constitución Nacional. Está vinculado especialmente, en los casos de conflicto obrero, al derecho a huelga (Art. 14 y 14 bis), pero en general se reconoce el derecho peticionar a las autoridades (Art. 14), a la libertad de expresión, al principio republicano de gobierno (Art. 1) y a la soberanía popular (Art. 32), o a formas especiales de protección del orden institucional (Art. 36) y a nuevas formas de participación política propias de la democracia. El derecho a la protesta es un derecho constitucional. Derechos laborales, igualdad de la mujer o tantos otros derechos que hoy consideramos básicos no existirían sin el derecho a la protesta.

-Toda sociedad acepta y ejerce el derecho a la protesta. Desde la Sociedad Rural hasta las clases medias urbanas, de la mano de partidos políticos opositores, ejercen el derecho a la protesta y cortan calles en sus actos políticos. La protesta es una práctica social que toda la sociedad ejerce, sin distinción de clase o color político. A pesar de eso, el secretario de Seguridad parece solamente estar concentrado en amenazar a los trabajadores, perseguir conflictos laborales y sectores de bajos recursos disidentes. Sus expresiones contra militantes, Diputados electos o movimientos sociales específicos son tan recurrentes como selectivas. Toda persecución selectiva de carácter político, partidaria y/o clasista es evidentemente inconstitucional e ilegal, y debe ser repudiada.

-La Secretaría de Seguridad carece de facultades judiciales. No puede determinar qué es una protesta ni quién puede protestar. Berni suele decir que hay una intencionalidad política o una “asociación ilícita” en el actuar de los manifestantes y que los que protestan son “delincuentes” y así “justifica” su accionar represivo. La legalidad de una protesta sólo puede ser determinada por el Poder Judicial con las garantías constitucionales y el derecho a la defensa que el mismo secretario parece olvidar recurrentemente. Ante la duda, la Constitución presume que la protesta es legal y legítima.

Por todo ello, los excesos discursivos de Berni parecen tener peligrosa correlación y coherencia con su decisión política de reprimir de forma violenta y criminalizar la protesta. Su retórica es nociva pero sus acciones se han vuelto ilegales dado que suele violar no sólo derechos constitucionales sino genera víctimas y violencia innecesaria, en lugar de mayor negociación político y diálogo entre las partes, y forja antecedentes explosivos en un escenario de mayor puja por empleos y salarios.

El discurso público de Berni es brutal en una democracia: vincula “militante social” con “terrorista”, llama a los que ejercen la protesta “activistas violentos” y al mismo tiempo ignora que hay un derecho a la libertad de expresión, al derecho de huelga y a peticionar ante las autoridades legítimas. Ese discurso criminaliza el ejercicio de los derechos políticos de una democracia, que incluye pero va mucho más allá del voto y de las elecciones.

Todo ilícito en cualquier protesta, de existir, debe ser investigado individualmente por el Poder Judicial y no descalifica el derecho a manifestarse. No se justifica que ningún funcionario político se vuelva un sheriff superior -más allá de tentativas buenas intenciones- por sobre las instituciones, el proceso judicial y sus garantías.

En este contexto es clave mantener tanto las estrategias legales que defienden los derechos constitucionales así como las acciones pacíficas de los actores sociales que alimentaron el músculo de la protesta social para expandir el derecho a expresarse cívicamente, ejerciendo su libertad de expresión y fortaleciendo una de las herramientas más importantes que tiene la democracia: el derecho a la protesta.

El Poder Judicial, actor cada vez más decisivo de la política argentina

Uno de los fenómenos más notables en estos 30 años de democracia fue la creciente judicialización de la política. Esto es, las decisiones centrales de un sistema democrático son tomadas por el poder judicial. Los tribunales y sus sentencias, audiencias públicas, indagatorias y posibles procesamientos se vuelven, de una forma u otra, parte vital del espacio político y, en ciertas especiales ocasiones, su epicentro.

Dos decisiones claves del 2013, como fueron la problemática reforma judicial (que criticamos acá) y la mismísima constitucionalidad de la llamada “Ley de Medios”, tuvieron como respuesta final una decisión de la Corte Suprema. Con toda la relevancia que se le concedió, las instancias judiciales previas y la propia Corte Suprema fueron actores decisivos, en un juego político lleno de tensiones y al mismo tiempo fundamental para nuestro Estado de Derecho.

Hay dos caras recurrentes a la judicialización de la política. Por un lado, la reacción crítica desde “la política” al poder de los jueces. Es cierto, el Poder Judicial no está ni institucional ni democráticamente legitimado para dar muchas de las respuestas definitivas a las que es enfrentado, incluso más allá de su buena voluntad. Sin embargo, por otro lado, tenemos un aspecto que suele olvidarse: la judicialización es una reacción al silencio de la política partidaria. Tantas veces, la judicialización es la contracara de la inacción y la pasividad política.

Mucho del protagonismo de los jueces no es producto únicamente de la propia iniciativa judicial, impulsada por actores sociales, operadores jurídicos o abogados resonantes, sino resultado de la inacción de los demás poderes ejecutivos y legislativos. Temas como la limpieza del Riachuelo, el aborto no punible, la transparencia y el derecho a la información terminan en tribunales por la ausencia de respuestas políticas concretas.

La negación, inacción o violación de los poderes políticos, legislativos y ejecutivos, abren la puerta al protagonismo judicial. Producto del temor a asumir un costo mediático, la inercia legislativa o la simple indiferencia institucional, los poderes políticos producen delegaciones de la decisión, desde la arena política al expediente judicial.

Judicializar la política es una decisión política. A veces directa o indirecta, de un sector o de todos los actores políticos, pero siempre es una decisión que parte de la propia política. En ese contexto de jueces en el centro de la atención pública y de la exposición mediática, uno de los aspectos inevitables de la “judicialización de la política” es su efecto boomerang: la “politización del poder judicial”.

Por último, la judicialización de la política tiene como aspecto positivo que el conflicto político con alta tensión recibe en el canal judicial un proceso más racional y metódico, producto del lenguaje del derecho. Discutir todo conflicto en términos legales debería enfriar la pasión de la política y permite así una racionalización de los conflictos, especialmente en temas polarizados.

También hay aspectos negativos en la judicialización. El lenguaje del derecho suele requerir traductores. Por ende, cuando un problema político entra en una Corte de Derecho se suele generar una barrera de lenguaje con la sociedad, al mismo tiempo que se pierde en legitimidad, publicidad y responsabilidad de las decisiones que se toman.

Más allá de los puntos fuertes y débiles de la judicialización de la política es innegable que, en todas sus formas, es un fenómeno de nuestra cultura política e institucional que llegó para profundizarse.