Cuando el absurdo no tiene límites

Marcelo Romero

El fiscal de Casación Javier de Luca, integrante de la agrupación judicial ultrakirchnerista Justicia Legítima, será recordado como el magistrado del Ministerio Público que cerró definitivamente la denuncia del malogrado Natalio Alberto Nisman, cuando dictaminó en contra de seguir investigando la hipótesis delictiva sostenida procesalmente por sus colegas Gerardo Pollicita y Germán Moldes.

Sin embargo, las citas periodísticas respecto del fiscal militante no se detuvieron en aquella decisión cancelatoria de la investigación intentada por otros tres fiscales de la nación.

Hace algunos días, De Luca volvió a ser noticia. Dijo el fiscal que: “Es inhumano exigir una conducta diferente al cónyuge del adicto que intenta ingresar estupefacientes para su pareja. Como se dijo, se la pone en la disyuntiva de acceder al pedido del adicto o poner en peligro la relación, lo cual muchas veces significará perder la principal fuente de ingresos en el medio libre”.

Es decir, ingresar drogas a un establecimiento carcelario para suministrárselas a un interno es un acto de amor, no un delito.

¿De dónde surge semejante disparate? ¿Cuáles son los fundamentos del dictamen fiscal? Aparentemente, de la interpretación que realizó el fiscal militante de un libro de 1968, escrito por Elías Neuman y Víctor Irurzún, La Sociedad Carcelaria -que cita en su presentación-, equiparando la conducta de la imputada a la del encubrimiento, que, en el caso de los cónyuges, no es punible (art. 277, inc. 4.° del Código Penal).

Es de imaginar la inmensa algarabía que habrá causado en las usinas abolicionistas argentinas -tanto universitarias como de posgrado- el dictamen del fiscal De Luca.

¡Finalmente, aparece un perseguidor público que no se entromete en las “conductas privadas de los hombres”! Amén de criticar -elípticamente- la requisa de los oficiales penitenciarios a los visitantes en las cárceles.

Es de imaginar, también, el beneplácito de los funcionarios que miran para el costado respecto del flagelo de la droga y su directa incidencia en el aumento delictual y en el incremento exponencial de la violencia en casi todas las formas de comisión criminal. Incluidas las conductas prohibidas en las cárceles, por supuesto.

Pero nada de eso importa, según parece.

Es bien sabido el problema que tienen los abolicionistas con el Código Penal, con la cárcel, con la Policía, con el servicio penitenciario. Es decir, con el sistema penal todo (o con el aparato represivo, según la moderna terminología progre).

Los magistrados judiciales que adhieren a esta seudodoctrina tienen un problema adicional: Juraron defender una ley que quieren destruir. Están en un callejón sin salida. Son sacerdotes ateos. Deportistas que odian el entrenamiento y las competencias.

Como -todavía- no se atreven a solicitar lisa y llanamente la derogación del Código Penal, de los Códigos Procesales Penales, de los Códigos de Ejecución Penal, la destrucción de las cárceles, las alcaldías y los calabozos de las comisarías, optan por “interpretar” las normas represivas como un grupo de adolescentes, rebeldes y sin causa (¿sin causa?).

Los discípulos de Raúl Zaffaroni se reproducen rápidamente. Los delincuentes festejan estas nuevas olas. Los que no delinquen observan azorados el triunfo de un abolicionismo absurdo en fiscalías, tribunales y universidades.

¿Existirá un límite a toda esta locura? ¿O habrá que esperar a que todos estos muchachos, lectores tardíos de Michel Foucault, terminen de leer su obra y comprenderla?