Algunas claves para un nuevo modelo de seguridad pública

Mario Juliano

Los últimos veinte años de la vida pública argentina han estado signados por los problemas derivados de la inseguridad, tema excluyente en los reclamos ciudadanos, que ha permanecido inalterable en la agenda de las prioridades.

Los justos reclamos de los vecinos que ven afectados sus bienes y su integridad son recibidos con preocupación por los encargados de asegurar la vida y la propiedad de las personas, pero los hechos demuestran que no existe una mejoría en este tramo del derecho a un estándar de vida con ciertas seguridades y previsibilidad.

La principal reacción del Estado frente a la exigencia ciudadana de más seguridad ha sido el incremento de los efectivos policiales, más patrulleros para recorrer el territorio, equipamientos más sofisticados y la masiva instalación de cámaras de seguridad. Sin embargo, la cuantiosa inversión de dineros públicos a estos fines no parece haber arrojado los resultados esperados. El virtual copamiento policial de la vía pública no parece ser suficiente para contener los hechos de violencia que aquejan a una buena parte de la población. Los casi cien mil efectivos de la Policía de la provincia de Buenos Aires son una prueba elocuente de ello.

Probablemente haya llegado el momento en que la clase dirigente comience a elaborar propuestas en materia de seguridad pública que, sin excluir el aporte policial para la prevención y la represión del delito, no se agoten en ese recurso. Y en este sentido, nuevamente, al igual que en materia penitenciaria y de sustancias estupefacientes, existen experiencias regionales exitosas que nos pueden dar una pauta sobre los caminos a seguir. Tal el caso de Porto Alegre y Curitiba, en Brasil, el municipio de Aguascalientes, en México, o el paradigmático caso de Medellín, en Colombia, que, de ser una de las ciudades más violentas del mundo, hace poco más de diez años se ha transformado en un modelo de convivencia ciudadana e integración social que es ejemplo para el mundo entero.

Simplemente me propongo insinuar (con las limitaciones que supone una columna periodística) algunas pautas que nos permitirían ver a la seguridad pública como un asunto que no debe ser estrictamente policial.

Pero antes algunas aclaraciones: a) no existen sociedades con cero delito. Pretender la supresión de conductas en conflicto con la ley es una utopía irrealizable. Pero sí puede aspirarse a convivir “con una sensata cantidad de delito”, parafraseando al criminólogo noruego Nils Christie; b) no hay soluciones mágicas, ni en este ni en la mayoría de los temas sociales. Lo que hay son políticas púbicas, sostenidas en el tiempo, que marcan tendencias en una dirección determinada.

Ahora sí, a las propuestas.

 

Disponer de datos confiables

Es imposible incidir sobre la seguridad ciudadana si ignoramos la realidad, si no estamos en condiciones de conocer con exactitud la magnitud de los fenómenos sobre los que queremos intervenir. Las políticas en materia de seguridad de los últimos años han estado caracterizadas por las reacciones espasmódicas frente a episodios relevantes. Un crimen, un secuestro, una violación, han generado modificaciones en el Código Penal y la adopción de medidas que, como las sucesivas declaraciones de emergencia, a poco de andar, se mostraron ineficaces para atender el problema al que se dirigían.

Es imprescindible contar con datos confiables a través del tiempo, emanados de organismos técnicos e independientes, que nos permitan conocer con exactitud la dimensión de los problemas. Estadísticas, datos duros, relevamientos de campo y, sobre la base de su lectura e interpretación, promover políticas orientadas a torcer esos fenómenos. Datos que deben ser de público acceso, para contar con lecturas e interpretaciones diversas, que enriquezcan la comprensión de la realidad.

En este sentido, varios Observatorios de la Seguridad que funcionan en distintos puntos del país constituyen una base importantísima de experiencia adquirida para desarrollar esta política pública de contacto con la realidad.

 

Integrar ciudades

Los conglomerados urbanos contemporáneos se caracterizan por la existencia de dos realidades bien marcadas: una parte de la ciudad con acceso a los servicios propios de la vida moderna (agua, luz, cloacas, gas, alumbrado público, pavimento, etcétera), con las necesidades medianamente satisfechas (trabajo, salud, educación, esparcimiento), y otra parte de la ciudad que vive al margen de esas condiciones, que en realidad sobrevive y se desenvuelve por fuera de las pautas sociales que marca la parte incluida. Dos ciudades en tensión permanente, virtualmente irreconciliables. La primera, adoptando recaudos para protegerse de las agresiones de la segunda, y esta última, mirando de soslayo los bienes y los servicios que se encuentran muy lejanos de su alcance. Dos culturas y formas de vida diferentes, muy difíciles de conciliar.

Mientras se mantenga el antagonismo entre estas dos realidades, será muy dificultoso pensar en buenos niveles de seguridad pública. Entendiendo por seguridad pública el derecho a que no nos agredan en nuestras personas y nuestros bienes, pero también en el derecho a una vida digna.

Las experiencias exitosas a que hacía alusión se han caracterizado por integrar ambas realidades, tender puentes, recrear las redes de solidaridad y comunicación y comprender que el destino común no puede ser diseñado desde el individualismo.

Ciudades integradas implica tratar a todos los ciudadanos de la misma manera, comenzando por aquellos que tienen más necesidades. Llevar la urbanización (servicios, acceso a los derechos) desde afuera (desde las periferias) hacia adentro (al centro de las ciudades).

 

Optimizar los recursos humanos

Los recursos materiales necesarios para concretar ciertos niveles de igualdad en el trato son escasos, principalmente para los países como el nuestro y del resto de la región. No sobra el dinero para restablecer derechos y el que existe suele ser incorrectamente invertido y asignado, cuando no se desvía por los canales informales de la corrupción.

Sin embargo, existe un enorme potencial humano, de cientos de organizaciones y personas solidarias que, en forma silenciosa y cotidiana, desarrollan labores de promoción de la comunidad en sitios desaventajados. Tal el caso de comedores comunitarios, trabajadores sociales, educadores, sociedades de fomento y múltiples expresiones comunitarias. Pero estos valorables esfuerzos suelen estar desconectados y dispersos.

Es labor del Estado (y, principalmente, de los estados municipales) convocar a estos actores sociales a los fines de coordinar sus esfuerzos, evitar superposiciones y compartir las experiencias acumuladas para optimizar sus respectivas labores e incluso llegar a suplir la ausencia de recursos públicos.

 

Apuntar a la participación ciudadana

La transformación de la realidad debe ser una empresa común, en la que se vea involucrada la población. No existe posibilidad de afrontar cambios sociales de magnitud (como lo es la construcción de niveles aceptables de seguridad pública) si las finalidades y las estrategias no son compartidas por los destinatarios de esa acción.

La dirigencia política debe acordar una verdadera política de Estado en esta materia, seria y razonable, y convocar a todos los ciudadanos a llevarla adelante. Deben recrearse los foros comunitarios, donde todas las voces sean oídas y donde también aprendamos a escucharnos.

Los ejes precedentes implican una reconcepción del concepto de seguridad pública, donde el opuesto de inseguridad no es la seguridad, sino la convivencia.