La monarquía lumpen

Martín Guevara

De entrada debo decir en honor a la verdad, que al adquirir la doble nacionalidad española, fui conminado a jurar lealtad a España y al Rey en un acto solemne, y antes de aceptar hacerlo por la parte que correspondía a la monarquía medité profundamente sobre lo que iba a hacer: los actos no son gratuitos, atan a las personas a determinadas consecuencias, y a pesar de lo anacrónico y hasta disparatado que consideraba el procedimiento de la cópula y posterior fecundación del óvulo como único requisito para establecer la jefatura de Estado, y de lo injusta que me parecía históricamente dicha institución, convine hacerlo, porque ciertamente pude, tras escarbar mucho en razones que me socorriesen en mi cometido, encontrar virtudes en Juan Carlos Borbón Dos Sicilias, en su papel como una instancia supra partidista, en una España que no tenía ni mucho menos aún resuelto su horrible pasado reciente de dolor, sangre y lágrimas. Y por supuesto, nobleza obliga, también porque jurar la lealtad a su Alteza no es que conviniese a mis intereses más íntimos, sino que me agenciaba en aquel entonces una situación de normalidad en un país que crecía a un ritmo fabuloso y donde se encontraba más manteca pegada en el techo que toda la que había sobre la mesa en el resto del mundo.

A raíz de ello, cada vez que he emitido mis criterios acerca del absurdo de que los Borbones sean objeto de tanta obsecuencia y temor institucional y hasta popular, mis compañeros de trabajo, mi mujer, como mis amigos y mi propia conciencia me recordaban en sorna mi solemne promesa.

Y es cierto que no me siento nada confortable emitiendo criterios lacerantes, envenenados, destinados a dañar más que a ayudar a mejorar, aunque me gustaría públicamente al menos ser todo lo critico que soy en privado, pero bueno, es mi cruz, en ello involucré mi palabra y mi honor, así que debo convivir con el lenguaje descafeinado, sugestivo, y aterciopelado que suele acompañar las criticas a estos “locos desclasados” en las revistas semanales de chismes y cotilleos.

Hoy la infanta Cristina responde ante todo un Juez donde los haya que firmaba todo documento que su marido le ordenaba firmar sin leer su contenido ya que se fiaba de él. No sabía nada, no sospechaba nada, gastaba dinero de una tarjeta a espuertas pero no tenía ni idea de donde salía. Esto último podría ser más creíble teniendo en cuenta su crianza, pero hay que decir que el Estado gastó una nada despreciable cantidad de dinero en avispar a estos críos y situarlos, como mínimo, dentro de la media nacional en instrucción y conocimientos generales. Hoy en día, en el ámbito del poder político español, se está haciendo frecuente que mujeres de relevancia expresen a la justicia que aunque convivían y hacían uso de las prebendas obtenidas a merced de la incursión de sus esposos en negocios no todo lo transparentes que sería deseable, ellas no sabían nada en absoluto, que no tenían ni remota idea de donde provenía el dinero, como en el caso de la Ministra de Sanidad Ana Mato que veía pasar Jaguars por su garaje y números en su cuenta corriente sin preguntarle al marido de donde provenían. Flaco favor al feminismo le hacen estas muchachas. Aunque lo llamativo más allá de eso, es que si la sociedad en su conjunto por deferencia consiente y acepta tan disparatada versión ¿cómo se explica que a renglón seguido no se les destituya fulminantemente de todo cargo que requiera el concurso de la más mínima cantidad de materia gris?

La infanta arguye que el marido la engañó; es de suponer que a  renglón seguido de cualquier engaño conyugal de ese calibre lo menos que sucede en una pareja ordinaria es una separación tajante y una querella por más de un daño y perjuicio, pero si encima se trata de una traición a la jefatura de Estado ¿cómo se entiende que Cristina Borbón una vez que se enteró del presunto tinglado que tenía montado el bueno de Iñaki a costa de su influencia Real continuase viviendo bajo el mismo techo, incluso se mudasen juntos varias veces y se hiciesen arrumacos en público, si declara que esto la hizo sentirse profundamente engañada? En todo caso esto no hablaría mal de su lealtad personal, pero por cierto no deja demasiado bien parada la versión de su más que oportuna amnesia selectiva.

Al saber hoy que ha manifestado un montón de evasivas poco nobles, confieso que me ha dado algo de pena. No es que sienta alguna pasión especial por esa monarquía a la que juré lealtad, pero sí me habría gustado cierta “realeza”, algo de altura a última hora, que dejase plantados a sus abogados, a las estrategias, a las mentiras, y que se irguiese en sí misma, que recuperase ese tono, esa veta de magnanimidad tanto en la felicidad como en la adversidad que se les supone en las grandes odas a los monarcas, o simplemente a las personas de coraje y bondad que tienen el derecho y hasta la obligación de equivocarse para encontrar su más intimo camino.

Casi siempre estoy del lado de los pecadores, de los que se sientan en el banquillo de los acusados, es algo que no puedo evitar, al día siguiente de que un ser despreciable encuentra su desgracia y su semblante cambia, y todos los abandonan, ya nadie le ríe sus chistes, sus hombros se curvan hacia abajo, el mentón se esconde sobre la nuez de la garganta, su mirada deja de traspasar vivaz el iris de su pupila y se centra taciturna en su inmenso y desconocido interior, en ese momento dejo de sentir el sentimiento que profesaba el día anterior, cierta veta de conmiseración, de identificación, de solidaridad me embarga, pero sólo cuando el sujeto demuestra que llegó al final del precipicio, que está en cierto modo feliz de haber perdido todo, que tiene más energía para volar a un nuevo comienzo que para continuar sorteando heces y deshechos en la senda de su condena.

Siento que la institución perdió una oportunidad de oro para en cierto resarcirse de algunos últimos tropiezos, y para por el mismo precio dejarnos el sabor de boca de un verdadero cuento de hadas, brujas y princesas.