Maquiavélico Raúl

Martín Guevara

Durante muchos años se estudiarán los movimientos magistrales de cintura en política internacional tanto de Fidel como de Raúl Castro, cual obra de Nicolás Maquiavelo. Pero Raúl, si cabe, consigue incluso más con muchísimo menos, sentando cátedra en materia de pragmatismo desde su época al frente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR).

Lo que sea que haya permanecido en una posición semierguida durante estos cincuenta y largos años, lo que quiera que sea que tras la ruina tan proverbial de la revolución ha mantenido al cubano unido al menos frente al caos, en cada poro de ello ha estado residiendo de algún modo Fidel “Guarapo” Castro, ya fuese por el aura de divinidad que supo procurarse en torno a su persona.

La mayoría de los cubanos nacieron con él ya como el big brother absoluto, que todo lo sabe y todo lo observa, pero además como el padre de la patria, que subió a la sierra con doce hombres maltrechos y bajó con el pueblo victorioso detrás (sin detenernos demasiado en detalles, como todos esos compañeros, colegas y seguidores traicionados que sacrificó en el camino). O bien por el temor que infunde; ni siquiera su hermano Raúl, que es su sangre, podría hacer nada con la oposición de Guarapo. Ni siquiera él.

Ya en el año 2006, Raúl tenía la convicción de eliminar la tristemente célebre libreta de abastecimiento, de ir soltando las amarras del mercado. Dio el pistoletazo de salida con puestos de mercadillo libre campesino y la liberación de los taxis particulares, los “boteros”. Incluso con claros resultados tuvo que detenerlo y echarlo para atrás, por la no satisfacción de su hermano, conocida por el público en una de las reflexiones que vuelca periódicamente en el pasquín Granma.

No se trata sólo de la oposición de Fidel, es de la casi totalidad de los cuadros anquilosados que tienen mucho que defender, demasiado que perder en sus nichos de poder e infinitas culpas que solventar, si se abre seriamente el juego político a los cambios democráticos.

Y aun no siendo nada fácil, Raúl, entre fiesta y fiesta, sorprendió a más de uno. Con su templanza llevó el gobierno mucho mejor que lo que la mayoría había imaginado, para los intereses suyos personales y familiares, primero que todo, de las clases dominantes, luego y por último, para la vida cotidiana del pueblo cubano, que, en honor a la verdad, la mejoró sensiblemente con respecto del hermano, aunque ello no represente mayor mérito.

Se lo observaba detenidamente desde varios ángulos y desde algunos, sin catalejo. Él no se llevaba particularmente bien con Hugo Chávez y se temía cierta frialdad con el “surtidor del pan”, entonces hizo movimientos magistrales para estudiosos de la cintura política, de lo práctico, e incluso de la impudicia, con fines estratégicos.

Porque no se trata sólo de hasta qué punto él hubiese estado dispuesto a renegar, a desistir, a claudicar como estandarte y autor material e intelectual de la dictadura del proletariado, a olvidar y lograr hacer olvidar su papel como activo represor de gays, artistas, periodistas, escritores, rockeros y cualquier mínima expresión de simpatía por el enemigo imperialista, para lo cual ya hay que tener un cinismo a prueba de todo, sino que también, y he ahí lo difícil, la cuestión era: ¿Cómo hacer para encontrar nuevos surtidores del pan para su sempiterno jineteo institucional sin que le recordasen quién era y lo que representaba?

Pues lo hizo maravillosamente, mientras Nicolás Maduro, una vez usado y exprimido, va cayendo en desgracia, la perla del Caribe no sólo volvió a estar de novia con el imperialismo insaciable del norte, sino que, de amante vespertina, se ha buscado nada más ni nada menos que a la Francia de los derechos y de la libertad.

Las dos democracias más antiguas del planeta, los dos referentes de libertad, se reparten, más que disputan, el amor de la perla y ella, ufana, así como susurraba en ruso y luego en tono venezolano, ha vuelto a suspirar en inglés y a gemir en el francés de Fouché, no en el de Danton.