Bob Marley y Pablo Escobar no son lo mismo

En los últimos años se instaló un lobby político y cultural al servicio de la despenalización del consumo de marihuana. Muchos vimos esos debates que se hacen en la tele, en que se juntan dos posiciones extremas: un pibe versus un padre, un hippie contra un conservador. Una discusión hermosa y apasionante donde se ponen en boga dos derechos constitucionales, por un lado la libertad personal y por el otro el de la salud pública.

De esta manera, como en tantas otras situaciones de nuestra discusión pública, se arman nuestros Boca-River. Así se desnaturaliza el eje, y la atención se centra en quién parece más inteligente o menos marginal.

Paralelamente creció exponencialmente el narcotráfico.

En estos meses distintos actores nacionales han deslizado declaraciones en favor de la despenalización y comenzaron a esgrimir la idea de que despenalizando la marihuana se reduce el narcotráfico. No hay ninguna evidencia empírica que demuestre esa hipótesis.

El Secretario de Seguridad de la Nación declaró que “la lucha contra el narcotráfico a nivel mundial fracasó” y que por eso se debía avanzar hacia una legalización completa de las drogas. La premisa es falsa. Tan es así, que la Junta internacional de fiscalización de estupefacientes, dependiente de la ONU, utilizó como ejemplo la “tendencia peligrosa” adoptada por Uruguay, siendo que las medidas internacionales conjuntas sobre las que se trabaja han mostrado resultados positivos en el control de la cosecha de plantaciones de coca y adormideras para la producción de heroína, en donde por primera vez en 15 años se logró disminuir la cantidad de plantaciones, cuestión que no sucedía desde 1999.

En este sentido, que Uruguay haya despenalizado el consumo no ha contribuido a nuestra discusión. No contribuye porque si bien hablamos el mismo idioma, vemos los mismos programas de televisión y estamos cerca, somos países bien diferentes, con condiciones muy distintas y por ende con problemas propios de esas condiciones. No tenemos el mismo sistema educativo, ni los mismos niveles de pobreza, ni la misma extensión territorial, ni la misma solidez institucional, ni las mismas fuerzas de seguridad, ni el mismo problema con la corrupción. Las condiciones económicas, culturales y sociales que requiere el narcotráfico no tienen nada que ver con que se pueda fumar porro en una plaza. Además el narcotráfico no está en Argentina para poder vender droga a los argentinos.

Lo primero que se debe entender es que el narcotráfico es un negocio internacional que comercia en dólares. Argentina durante algunos años tuvo un tipo de cambio desdoblado y un salario mínimo vital y móvil extremadamente débil en dólares -280 dólares mensuales-. Esto, más una debilidad institucional estructural que implica fuerzas de seguridad sobrepasadas, legislaciones indulgentes y un estado desinteresado, generó un combo que derivó en que se consuman 400.000 dosis diarias de paco aproximadamente –según datos de la Sedronar para el año pasado-. Ejércitos de pibes, esclavizados mediante la adicción y una contención social perversa que genera un “sentido de pertenencia” hacia las narcobandas que deriva en un cóctel explosivo que el Estado no logra desmantelar.

Hay una tara argentina en pensar que podemos resolver problemas estructurales con el boletín oficial. La ley es una herramienta al servicio de la resolución de problemas pero para ser efectiva requiere que las fuerzas políticas delimiten un objetivo social respecto a la droga en sus dos dimensiones: consumo personal, y comercialización para el financiamiento de actividades criminales.

La despenalización de la marihuana, en este contexto, es una irresponsabilidad al servicio del consumo clase-media que no tiene nada que ver con la lucha contra el narcotráfico.

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