Los espacios verdes y nuestro cerebro

Matías Pandolfi

París es una ciudad donde sucede de todo. Luego de sufrir los ataques terroristas del 13 de noviembre, se empezó a preparar para ser la sede de la XXI Conferencia Internacional sobre Cambio Climático y ante esto algunos ambientalistas comenzaron a hacerse la siguiente pregunta: “¿Cuán verde es París?”. Recientemente, el diario británico The Telegraph ha criticado a esta ciudad por su baja cantidad de espacios verdes. París posee 14,5 m2 de espacios verdes por habitante. Si se la compara con Londres, con sus 45 y Roma, con sus 321 m2 por habitante, claramente está en desventaja. Sin embargo, París supera los mínimos saludables de entre nueve y once m2 por habitante que ONU-Hábitat recomienda.

Frente a este debate que se da entre ciudades europeas en torno a aumentar aún más sus espacios verdes, es válido cuestionarnos qué nos queda a los porteños, con la escasez que nos caracteriza en esa materia. Los números de la Dirección General de Estadística y Censos del Ministerio de Hacienda porteño publicados recientemente muestran que hubo dos momentos de gran crecimiento en la cantidad de hectáreas de verde en la ciudad: entre 1995-1996 y entre 2001-2005. Los datos oficiales evidencian también que la proporción de espacios verdes bajó de 6 a 5,9 m2 por habitante entre 2006 y 2014.

Se ha escrito mucho acerca de la importancia de los espacios verdes para la ecología urbana y la salud humana, pero es poco lo que se sabe acerca del efecto que estos poseen sobre nuestro cerebro y, por ende, sobre nuestra conducta. El mundo que nos rodea ha cambiado de forma vertiginosa en los últimos miles de años, pero nuestro cerebro sigue siendo exactamente el mismo. Es cierto que ya no vivimos en cuevas y que ya no somos cazadores-recolectores, que aquellos que vivimos en las ciudades estamos a salvo de ser atacados por otros animales. Los seres humanos fuimos construyendo estas ciudades que nos permitieron organizarnos y estar a salvo de los predadores, pero estas se han vuelto también peligrosas para nosotros mismos de la mano de la inseguridad.

Algunos trabajos científicos interdisciplinarios recientes muestran que cuanto menos espacios verdes públicos tienen las ciudades peor es la salud de sus habitantes y mayores son sus niveles de delincuencia, crimen y violencia doméstica. Los humanos se estresan mucho ante la pérdida de contacto con la naturaleza. La percepción a través de nuestros sentidos de la mala calidad del aire, del aumento de la temperatura en las ciudades y del incremento de nuestros niveles de ansiedad por no poder acceder a espacios verdes desencadenan en nuestro organismo lo que se conoce como respuesta al estrés. Muchos compuestos denominados neurotransmisores comienzan a circular por nuestro cerebro y activan también la secreción de sustancias que viajan por la sangre, que se conocen como las hormonas del estrés: adrenalina y cortisol. Esas hormonas y los neurotransmisores nos preparan para la lucha o para la huida recordando las respuestas de nuestros primeros tiempos como seres humanos, lejos de las ciudades y a merced de predadores.

Estos procesos llevan a un aumento de la glucosa en sangre, de la presión arterial y de la frecuencia cardíaca, que se hacen más notorios cuanto más intensa es la señal de estrés que recibimos. Esta respuesta al estrés está controlada por la parte más ancestral de nuestro cerebro, que se conoce como cerebro reptiliano y que actúa independientemente de las reflexiones y de las habilidades cognitivas que nos permite la parte más moderna de nuestro cerebro, esa que nos hace tan humanos. ¿Pero por qué no siempre tenemos tan acentuada esa respuesta de lucha y huida que impulsa nuestro cerebro reptiliano? La respuesta está en una molécula denominada serotonina.

En una excelente columna publicada recientemente en Los Angeles Times, el destacado neurocientífico Billie Gordon de la Universidad de California escribió acerca de la serotonina y el contacto con la naturaleza, notablemente preocupado por la falta de espacios verdes y el aumento de la violencia en Los Ángeles. El Dr. Gordon compara a la serotonina con la batería de un celular a la que el estrés cotidiano impuesto por la baja calidad y cantidad de parques y árboles le reduce mucho su energía. A medida que se pierde esa energía, el cerebro reptiliano comienza a tomar el control de nuestras acciones y, cuando esa batería se acaba del todo, los seres humanos podemos quedar en estado de alerta demasiado tiempo. Eso puede generar tendencias agresivas, pérdida del control de los impulsos y una percepción distorsionada del peligro.

Las grandes ciudades siguen creciendo a merced de la construcción indiscriminada, con la consecuente reducción de los espacios verdes públicos. Esto está generando centros urbanos superpoblados y cada vez más alejados de la naturaleza que terminan siendo sumamente complejos para el cerebro humano. Sería muy reduccionista creer que sólo la preservación o la construcción de nuevos espacios verdes solucionarían del todo los temas de violencia urbana. Pero también sería muy necio negar los elementos psicológicos y fisiológicos relacionados con las conductas agresivas y violentas y su forma de mitigarlos.