La guerra privada y la sociedad rehén

escribe Carolina Mantegari
Editora del AsísCultural

“Los otros muertos”, de Carlos Manfroni y Victoria Villarruel, intenta representar, con suerte relativa, el reverso cultural del “Nunca Más”. Pero induce a tratar, por definitiva vez, el trillado “género literario de los ’70″ (según la acertada concepción de Pablo Avelluto). El calificativo “trillado” nos pertenece.
No obstante, la guerra privada de los años ’70 parece ser literariamente inagotable. Equivalente -para la producción literaria de Francia- a la ocupación alemana de los ’40. Fenómenos que cuesta superar.
En nuestro caso, un conjunto de textos gravitantes permitieron reflejar aquella guerra privada. Desde el punto de vista, parcial y testimonial, de la militancia. O del humanitarismo, el refugio adoptado por los intelectuales que primero fueron militantes y después se entregaron a la aventura de testimoniar las peripecias del combate.
Se asiste entonces a una multiplicidad de textos. Reiterativos e innumerables. A los efectos de diseñar un balance con algún rigor sólo quedan cinco o seis libros indispensables para entender la época, siempre desde el enfoque de la militancia, objetivamente tendencioso. El abanico puede abrirse con el clásico “Ezeiza”, de Horacio Verbitsky, o con “Recuerdo de la Muerte”, de Miguel Bonasso, o con los densos tomos de autoayuda revolucionaria que reflejan “La Voluntad”, de la dupla Anguita-Caparrós. Habría que incluir también el menos divulgado “Monte Chingolo”, de Gustavo Plis-Sterenberg, que trata la etapa desesperada del ERP y el suicidio del ataque entregado. Y sobre todo “La buena historia”, novela de José Amorim que pasó literalmente inadvertida.
Se trata de títulos liminares que fueron complementados por un par de excelentes biografías. Como “Todo o Nada”, de María Seoane, dedicada a la peripecia de Roberto Santucho, y especialmente “Galimberti” de la dupla Cavallero-Larraqui. Debieran rescatarse también, para tener una idea más acabada del delirio, las Memorias de Gorriarán Merlo, que resultan más nutritivas que las justificaciones literarias de Roberto Perdía. Sin desdeñar tampoco otros productos menos ambiciosos, y bastante bien fundamentados. Como el meticuloso trabajo que indaga en el período clave del diario “Noticias”, de Gabriela Esquivada. O “Doble condena”, de Alejandra Vignolles, con un sobrio y ajustado relato sobre la epopeya de Roberto Quieto.

Excesos de la represión y de la reparación

Esta literatura parcial sobre los ’70 no tuvo una relevante vocación por la autocrítica. Pero sirvió como base anticipatoria de la onda oportunamente reivindicativa que el kirchnerismo venía a instaurar. Con una penitencia explícita hacia los excesos de la represión que derivaría, penosamente, en los excesos de la reparación.
Incluso La Cámpora (hoy tratada por Sandra Russo en “Fuerza propia”), organización que apuesta por la continuidad del kirchnerismo, mantiene también un origen expresamente literario. Es “El presidente que no fue”, acaso el texto menos afortunado de Bonasso, que supo instalar la nostalgia por la revolución que pudo haber ocurrido. Si Perón (la presencia inmanente que revolotea en todas las obras), al circunstancial Cámpora, le hubiera permitido continuar con la presidencia prestada en 1973.
La moda literaria de los ’70 se extendía, en consonancia con la política emblemática que implementaba Néstor Kirchner, que descolgaba cuadros mientras reponía los rencores de la problemática que el menemismo, en su error, creyó haber superado por decreto.
En simultáneo, y por acumulación, la onda alcanzó la extraña monotonía del agotamiento. Hasta registrarse un cierto desencanto por la cantinela monocorde de la denuncia. Y un cansancio por la reiteración esquemáticamente testimonial de los dolores que abrumaban, e iban a construir la necesidad de una réplica.
Los que no se sentían representados por la facilidad interpretativa, y que atendían -seamos justos- las razones del otro bando. Y a los que no se podía cargar con la incómoda estampilla de “genocidas”.
Consecuencias previsibles de la desigual guerra privada. Desatada, en los setenta, entre las organizaciones radicalmente revolucionarias y las institucionales fuerzas armadas que descendieron históricamente hasta utilizar la imperdonable metodología similar. El espanto del terrorismo faccioso fue superado, al fin y al cabo, por la virulencia del terrorismo estatal.
Las espectaculares acusaciones violentamente recíprocas de ambos contendientes dejaron afuera al enorme sector de la sociedad, que quedaba en carácter de rehén. La sociedad que los padecía a ambos. Con ciudadanos que pagaban impuestos y se disponían, a pesar de todo, a trabajar y hacer lo suyo, a disfrutar de los atributos que les garantizaba el preámbulo, amar y tolerar el peso de los días mientras sonaban los estampidos. Y que iban a ser sindicados como cómplices por no escuchar los gritos anulados de las torturas, por no tomar oportuna consciencia de las desapariciones. Es precisamente la sociedad rehén, de la guerra privada, la que aguarda, hasta hoy en vano, su respectivo tratamiento literario.

La otra mirada

La literatura de la réplica, o de la reacción, dista de ser necesariamente reaccionaria.
Si se rastrean sus orígenes, debiera citarse al periodista Carlos Manuel Acuña, con su irregular “Por amor al odio”. Un texto militante pero al revés, plagado de indignaciones básicas. Fue el que permitió inferir la existencia de un mercado amplio y disponible, que aguardaba, en condiciones de consumir otra interpretación de los mismos hechos.
Aquí se impone rescatar los libros iniciales de otro periodista, Juan Bautista Yofre, siempre signado por el encanto del enigma. Con textos exitosos como “Nadie fue” y “Fuimos Todos”, hasta llegar a “El Escarmiento”, el ensayo más logrado de la serie que se eleva como indispensable para indagar los fundamentos de la otra versión.
Conjuntamente con la obra de Yofre, debiera rescatarse también la literatura de Ceferino Reato. En especial la “Operación Traviata”, que alude al inconcebible asesinato de José Rucci, que Montoneros aún no tuvo la franqueza ética de asumir, aunque a esta altura sea innecesario. Con “Traviata”, Reato produce un enfrentamiento tácito entre intelectuales desconfiados que se sospechan, más que un debate teórico inspirado en la diferente interpretación política. Categorías que complementa con “Disposición Final” donde se alude a entrevistas del autor con el General Videla. Y sobre todo al espantoso asunto contable de los muertos. Si fueron 7 mil o los canonizados 30 mil.
La noción del arrepentimiento ético -que deriva en hecho literario- es aportada por Héctor Leis. A través del intenso “Testamento de los ’70″. En Leis, el deseo catártico de esclarecimiento se presenta como una reconfortante autocrítica, aunque, en el fondo, aquí nadie quiera ya discutir, ni corregir más nada.
Para cualquier estudio medular, el texto de Leis podría tomarse como una continuidad de “Montoneros, la soberbia armada”, de Pablo Giussani, publicado hace treinta años atrás. Durante el esplendor de “la democracia recuperada”. Años de Alfonsín.

Es entre esta franja de la reacción, desde el otro ángulo, otra campana o mirada, donde debiera situarse también a Carlos Manfroni. Con el efectismo explícito de su opus “Montoneros, soldados de Massera”. Aquí Manfroni brinda la información, siempre atractiva, a veces indigerible, que convoca a consolidar las manías conspirativas que infortunadamente cautivan.
En dupla con Victoria Villarruel, ahora Manfroni insiste con esta onda literaria de la revisión. Con la réplica lícita que reclama por el respeto hacia sus propios muertos, los “civiles del terrorismo”, con quienes la historia considera que “está en deuda”. “Los otros muertos” se inicia con el razonamiento típico de los revisionistas que reclaman la imposible equiparación. E incluye, en su primera parte, las selectivas historias de fácil conmoción, que ilustran la obviedad del propósito. Como la del asesinado ex ministro Mor Roig, que desacomoda hasta a los radicales. Y se cierra con la lista anunciada de las 1.094 víctimas. El reverso cultural del “Nunca Más”. Con los muertos que no tuvieron, al menos hasta hoy, el menor espacio moral para que florezca ningún tipo de reconocimiento. Editó Sudamericana, 319 páginas.

 

Cortázar y la primavera del 83

Doble efemérides. A 100 años del nacimiento y 30 de su muerte

Podría reconstruirse la motivación real del regreso furtivo de Julio Cortázar a Buenos Aires, durante la primavera de 1983.
Volvía para despedirse. O volvía para facturar su recortada importancia personal, en el marco de la indiferencia popular y oficial que lo degradaba.
La Argentina estaba por estrenar la democracia nueva. Recuperada, como consecuencia del gigantesco fracaso político y la derrota militar.
El intelectual, ya en la frontera de los 70 años, interrumpía la perplejidad del “exilio”, o la solemne circunstancia de la voluntaria emigración. En la búsqueda lícita del romántico reconocimiento.
Pudo haberse entristecido, pero aún nadie puede certificarlo. Los contactos se redujeron al diálogo precipitado con determinados colegas que estaban probablemente en otra onda. Sin graves deseos de retomar la magnitud de las discusiones pendientes. O indagar en las clarificaciones que derivaron en una polémica justamente olvidada con Liliana Heker.
El radical Raúl Alfonsín, con sus 55 años, conmovía al recitar de corrido el preámbulo. Había triunfado sobre el peronista Ítalo Luder, y se preparaba para asumir la presidencia. Para despedir a la Comisión Liquidadora del Proceso Militar. La “Dictadura” se había suicidado en la dolorosa tergiversación de Malvinas, a los efectos de reproducir las bases inexorables de “la democracia de la derrota”. Como la calificaba el aún lúcido ensayista Alejandro Horowicz.
Las capas medias exhibían la algarabía contagiosa de la victoria. Con el agregado aderezo de la agitación de los intelectuales eufóricos. Ejercían la fascinación por la maravillosa experiencia de haberle prodigado al peronismo la primera paliza fundacional. Pronto, los artesanos del lugar común atribuirían, más adelante, la caída, a la banalidad intuitiva del caudillo expresionista Herminio Iglesias. Por haber acercado su encendedor al infortunio del ataúd de fantasía, en el epílogo de la concentración popular más intensa que se tenga memoria.
Pero Jorge Luis Borges fue quien mejor sintetizó la ideología subyacente en aquel momento sublime de “esperanza y de cambio”. En la selectiva reunión de “los intelectuales con el presidente electo”, en el hotel de la calle Carlos Pellegrini, un entusiasta Borges le dijo al impactado Alfonsín, con tierna franqueza “Gracias a su triunfo, doctor, volví a creer en la democracia”.
Poco costaba traducir políticamente el mensaje explícito de Borges:
“Nunca creí en la democracia porque siempre ganaban los peronistas. Como usted les ganó, ya puedo creer”.

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