Morir de hambre o volar por los aires

“Los laosianos son sucios y comen perro”. Con esa estigmatización fueron recibidos por la sociedad argentina de 1980 los refugiados de Laos que llegaron a nuestro país bajo auspicio de Naciones Unidas. Luego de haber “pacificado” forzosamente al país a base de muertos, desaparecidos y la instalación de un programa económico liberal, el régimen necesitaba desesperadamente un lavado de cara internacional. La oportunidad llegó desde el Sudeste Asiático: recibir algunos contingentes de laosianos que, hasta entonces, se encontraban viviendo en precarias condiciones en los campos de refugiados de Tailandia. Eran en su mayoría ex militares o combatientes anticomunistas que habían actuado bajo las órdenes de Estados Unidos en la Guerra de Vietnam.

Los laosianos llegaron a nuestra tierra con promesas de trabajo y vivienda. Las propagandas oficiales del gobierno aludían a este hito humanitario con épica: “Buscaron con el riesgo de sus vidas trabajo, paz y libertad. La Argentina les dará trabajo, paz y libertad”. Más allá de los bombos y platillos, no existió ningún plan para integrarlos a la sociedad argentina. Pronto fueron encerrados en un predio de Posadas, Misiones, con una fuerte custodia militar. Sin que les hayan enseñado el idioma, provenientes de una cultura totalmente distinta, no se los trató como refugiados sino como parias sociales.

Mientras tanto Laos se encontraba en la más absoluta destrucción como consecuencia de la Guerra de Vietnam. Este país asiático fue arrastrado a la guerra por los Estados Unidos, a pesar de que durante todo el conflicto se mantuvo como país neutral. Durante 9 años (1964-1973), el país del norte arrojó, en el más absoluto secreto, más de dos millones de toneladas de bombas sobre Laos, convirtiéndolo en el territorio más bombardeado en la historia de la humanidad (más bombardeado aún que Alemania o Japón durante la Segunda Guerra Mundial).

Las consecuencias de este acto criminal duran hasta hoy: el 25% de los campos en condiciones de producir se encuentra contaminado por explosivos sin detonar. Esto generó y genera una bola de nieve de consecuencias nefastas. En ciertas regiones fuertemente contaminadas las familias no se animan a trabajar los campos por el riesgo que implica hacerlo. La probabilidad de morir en una explosión es muy grande. Entonces, muchos ex-campesinos, sobre todo los más jóvenes, han encontrado una forma desesperada de ganarse el pan: usan detectores de metales para encontrar las bombas, las desarman y venden el metal como chatarra.

Los dos dólares que se pagan en el mercado negro por un kilo de cobre exceden por mucho el salario medio diario en Laos, donde el 70% de la población vive con menos de USD $1,25 al día. En una buena jornada de recolección, los cazadores de chatarra pueden sacar hasta 10 kilos de cobre de la tierra, mientras que en un mal día los espera una muerte instantánea o quedar discapacitados de por vida. Aunque suene increíble, cada día muere en Laos una persona por estas explosiones y otros tantos quedan heridos. Lamentablemente, no son pocos los laosianos que deben tomar la durísima decisión entre sobrevivir sin ningún tipo de contención económica o arriesgarse a volar por los aires.

A diferencia de su vecino, Vietnam, que hoy goza de una situación económica favorable, Laos jamás pudo recuperarse del trauma de la guerra. Es un país tan pobre que debe esperar de la caridad internacional (programas de ayuda) para poder reconstruir sus ciudades, hospitales, caminos y puentes. Trabajar los campos es un riesgo para la vida, la poca industria que existe es un obsoleto recuerdo de la época soviética y el recurso más valioso que explota es la madera de sus bosques nativos, que son esquilmados y contrabandeados a través de las fronteras por empresarios vietnamitas y chinos. La situación es crítica: desde 1997 al presente se han perdido al menos el 25% de los bosques del país.

Las esperanzas de que las cosas se encaucen son escasas. Desde hace unos años Estados Unidos destina una ayuda insignificante para la limpieza de los campos laosianos: al ritmo actual, se prevé que recién quedarán libres de explosivos dentro de cien años. Mientras tanto, Laos seguirá arrastrándose por el barro de una guerra que terminó hace casi 40 años y que, a pesar de ello, todavía se cobra una nueva víctima a diario.

Vender la vida por unas monedas

La primera vez que escuché hablar de los gurkas tenía doce o trece años. Había caído en mis manos una copia de “Los chicos de la Guerra”, aquél libro de Daniel Kon publicado en 1983, apenas terminada la guerra de Malvinas, que recogía testimonios de soldados argentinos. Los relatos hablaban de gurkas sanguinarios, que avanzaban drogados escuchando sus walkman y no les importaba volar por los aires pisando una mina. Se mataban entre ellos, y se reían. Se reían de la muerte, se reían también cuando cortaban cabezas de conscriptos con sus cuchillos curvos. Esas fuertes imágenes quedaron grabadas en el inconsciente colectivo argentino.

Hoy sabemos que los gurkas tuvieron una participación menor, que entraron en combate la última semana tomando posiciones ya ganadas por el Ejército Británico y que sufrieron una sola baja. Los relatos sobre su monstruosidad recién aparecen en la última parte del conflicto, como buscando una justificación moral para el derrumbe de la campaña argentina, aunque el sociólogo Vicente Palermo afirma que podría haberse tratado de una maniobra psicológica. De una u otra manera, la figura del gurka aterrorizaba a los pibes que peleaban en Malvinas y son varios los historiadores que afirman que fue una razón de peso en el desenlace del conflicto.

Pero, ¿quiénes eran los gurkas y que hacían en las Malvinas? Los gurkas son combatientes nepaleses que han acompañado a los ingleses en sus distintas aventuras bélicas a través del globo. Constituyen hoy el último ejército mercenario del mundo. En Pokhara, una pintoresca ciudad a los pies del Himalaya, existe un Centro de Reclutamiento Británico donde se seleccionan cada año los chicos de entre 17 y 20 años que formarán parte de los batallones gurka del British Army.

Se presentan un promedio de 20.000 aspirantes para unas 200 vacantes. Convertirse en soldado gurka es un gran honor en Nepal y una de las pocas posibilidades de escapar a la pobreza extrema que azota a este país asiático. Se trata de un pequeño terreno montañoso encerrado entre la India y China, uno de los países más pobres del mundo, tan pobre como Haití o Ruanda. La mayoría de la gente sobrevive con menos de un dólar al día. Por ello, quedar seleccionado para el ejército británico es como ganarse la lotería, un premio que asegura el futuro económico de toda la familia. Así lo viven los padres, tíos y primos, que se apiñan contra las rejas de entrada al Centro de Reclutamiento esperando los resultados de las pruebas. Es una postal de la desesperación: padres festejando que sus hijos hayan sido seleccionados para matar y morir por una patria extranjera.

Los colimbas que pelearon en la guerra de Malvinas fueron reclutados también entre los 17 y los 20 años. Eran chicos que cumplían su obligación de marchar a las Malvinas por la decisión de un militar trasnochado, mientras que los nepaleses se veían y se ven obligados a ir a la guerra para salvarse de la miseria. Distintas circunstancias, pero el mismo destino forzoso. Probablemente un gurka de Katmandú tenía más en común con un colimba correntino que con un oficial inglés de Cambridge. Quizá por esta razón en Nepal no son pocos los que simpatizan con nuestro país y lo admiran por haber combatido a Inglaterra. Tanto es así que por las calles de Katmandú no se ven más que camisetas de la Selección Argentina.

Aunque el Congreso de Nepal dictó en 2012 una recomendación instando a terminar con el reclutamiento de mercenarios, calificándolo de “vestigio colonial inaceptable”, esta historia está lejos de su final. Existe un acuerdo internacional tripartito del año 1947, que obliga a Nepal a proveer de soldados gurkas a Inglaterra y la India. Este tratado no tiene límites temporales, y parece difícil imaginarse que Inglaterra prescinda de sus servicios en el futuro cercano, más aún cuando se encuentra en guerra en Afganistán. Además, parte de los gurkas que los ingleses reclutan en Pokhara son “cedidos” a Singapur y Brunei, amparados también en un tratado internacional.

De todos modos, por más esfuerzos el Congreso de Nepal realice para prohibir los reclutamientos, mientras las condiciones económicas de la población sigan siendo tan malas, cada año se presentarán miles de jóvenes gurka al Centro de Reclutamiento Británico para disputarse el honor de vender sus vidas por unas monedas.