El silencio de la democracia y el rugido de las aguas

Nuestra herida democracia se construyó sobre silencios, el de los pañuelos blancos que increparon al poder cuando la mayoría tenía miedo; el que a la hora en la que el sol se escondía tras las montañas de Catamarca, en una mezcla de marcha cívica y procesión, rugía sin palabras por el crimen de María Soledad; el que levantó las maquinas fotográficas en recuerdo de José Luis Cabezas. El silencio que calla para no gritar. Cuando las palabras no dicen porque gritan y lastiman, mejor el silencio para no ahondar peligrosamente esas trincheras que algunos intentan construir. El silencio también es una expresión de sabiduría. Porque, como dice el refranero popular, a los bueyes se los une por los cuernos y a los hombres, por las palabras. Pero cuando las palabras matan porque amenazan, cuando lastiman, agreden, odian, mejor hacer silencio.  Continuar leyendo

Miedos

Tanto invocamos la muerte en el discurso público con agresiones verbales -insultos y descalificaciones personales- que naturalizamos en tiempos de paz democrática las palabras de odio propias de los tiempos de guerra. Convivimos con espías al servicio de la muerte simbólica de la reputación de aquellos que osan ejercer sus derechos a decir, opinar, criticar y oponerse a un gobierno que se apropió del Estado como un botín de guerra, y nos alineó de manera irresponsable en la dialéctica amigo-enemigo del nuevo orden mundial.

Frente a una muerte real, dramática, misteriosa como la del fiscal Alberto Nisman, nos quedamos sin palabras. Enmudecidos por la inevitabilidad de aquello con lo que nos amenazamos: el futuro. Paralizados por el temor y la desconfianza.

Temor porque caminamos peligrosamente hacia nuestro verdadero enemigo: nosotros mismos.

Temor porque no erradicamos la violencia política, ese infernal círculo político parecido a sí mismo en su matriz de impunidad y mentira.

Miedo porque los jueces no puedan hacer justicia por todos nosotros y garantizar procesos jurídicos, libres de extorsiones, para que la verdad y la justicia no desaparezcan en farsas jurídicas de impunidad.

Y, sobre todo, miedo a que un gobierno acorralado en su propio relato que ve conspiraciones por todos lados y pone las culpas afuera sin asumir nunca sus responsabilidades, nos termine arrastrando en su propia insensatez.

Tal como advirtió Hermann Broch en las vísperas del nazismo, de todos los sufrimientos que los seres humanos somos capaces de provocarnos, la guerra es solo el más absurdo, ya que el primer legado de la insensatez es la violencia. Y cuánta insensatez hay en la muerte del fiscal Nisman. Una bala en la sien le impidió informar a los diputados en el Congreso Nacional sobre las investigaciones que sustentaron su gravísima denuncia “por encubrimiento” del atentado contra la Presidente, el canciller Héctor Timerman, el diputado Andrés Larroque, el piquetero Luis D´Elía y el líder de Quebracho, Fernando Esteche.

Una muerte que se proyectó igualmente y de manera simbólica sobre el Parlamento ya que silenciado terminó siendo una parodia de sí mismo.

Debimos ser convocados de urgencia a sesiones extraordinarias -las que dominaron la vida legislativa de 2014- para que el Parlamento sea el lugar donde dialogan las fuerzas políticas de un país como caja de resonancia de lo que hoy vive nuestra sociedad: el desamparo y el desasosiego. En cambio, el Congreso se convirtió en sede de una mera lectura de comunicados como expresión de la impotencia política por ese tiro en la sien de la democracia.

Cuanto más nos alejamos de los tiempos del terrorismo de Estado menos audible se hace aquel grito del “nunca más” que como consigna de esperanza inauguró la democracia. Fuimos más lejos que nadie en la condena de la dictadura, lo que no significa, hoy lo sabemos, que el Estado terrorista se haya reconvertido en un auténtico Estado de derecho democrático.

Vivimos como normal que nuestros teléfonos estén “pinchados” o que se hagan “operaciones” de prensa. La nefasta herencia de los tiempos de oscuridad que tiene en la voladura de la mutual de la comunidad judía, AMIA, la brutal metáfora de lo que supimos conseguir: la impunidad, el autoritarismo y el asesinato político. Menos aún democratizamos la cultura política que no termina de salir de su estadio más primitivo, el de la confrontación y el trueque.

La venta del trigo a la otrora Unión Soviética a cambio de los votos que en los foros internacionales condenaron a nuestro país por la violación de los derechos humanos durante la dictadura, parece ser un cruel antecedente del canje de la impunidad  del atentado de la AMIA por el petróleo de Irán ya en democracia. Es el pragmatismo exaltado como virtud política, que cancela el debate público. Así sucedió con la desafortunada imposición del “Memorandum de entendimiento con Irán”, legalizado en el Congreso por la mayoría oficialista, deslegitimado por el rechazo de las víctimas, por las organizaciones judías y por la oposición política. Eso es fruto de una práctica autoritaria, personalista de las decisiones, tomadas entre cuatro paredes, que favorecieron el crecimiento de los aventureros que se arrogan ser portavoces de lo que nadie ve ni escucha, ya que la comunicación presidencial depende más de la isla de edición de los propagandistas de su gobierno y su persona que de aquellos que debieran ser su mayor preocupación: los argentinos.

Sin embargo, el miedo liberado por la muerte del fiscal Nisman puede ser otra oportunidad para que la desconfianza, la resignación y el cinismo no nos aíslen y nos lleven a desentendernos de las cuestiones públicas. Allí donde el poder es arrogante y los ciudadanos se aíslan,  la política queda en manos de los aventureros.

Sobre todo, debemos evitar que el odio nos destruya como sociedad. Al final, no hay nada más laborioso que la paz y la democracia porque se construyen cada día. Si es que definitivamente queremos disfrutar el derecho humano no escrito a vivir sin miedos.

El balbuceo cívico

Primero fue el verbo, dice la Biblia, y el poeta agregó: “aún la atmósfera tiembla con la primera palabra, elaborada con pánico y gemido”. Como en el poema de Neruda, nuestras primeras palabras democráticas cargan con los miedos y el llanto dejados por el autoritarismo y treinta años después apenas configuran un balbuceo cívico, ya que el lenguaje público está dominado por los agravios y las descalificaciones personales, como si no pudiera despojarse de aquella atmósfera de maltrato y desconfianza de los tiempos en que nos desquiciamos como país. Tal vez, el gran cadáver que nos dejó la dictadura fue la política. Nació muerta, asesinada por la prédica autoritaria de que es algo sucio, y ensuciada por los que hicieron de los negocios públicos botines privados. ¿Cómo explicar, entonces, que en las vísperas de las tres décadas de la recuperación democrática no hemos sido capaces de construir un diálogo cívico, inherente a la vida con los otros. Si la democracia es el único sistema que legitima el conflicto ya que la libertad pone en movimiento intereses y derechos, ¿cómo resolver esas diferencias sin compartir un idioma común? El lenguaje público, el que se escucha en los medios, ya sea el de los dirigentes o de la gente, suena vulgar, altisonante, como si lo único que supiéramos hacer fuera gritar o insultar. Ese desprecio hecho de palabras desnuda nuestro atraso cultural político. Sesenta años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, como en la Europa de entonces, los argentinos tenemos una concepción “confusa” de la democracia. Tal como lo observó  Sartori, al igual que sucedió tras el nazismo, la democracia, lejos de convertirse en un ideal común apareció como una “distorsión terminológica “que desembocó en la ‘ofuscación’”.  Tal como lo hizo el comunismo, que contraponía su “democracia real” a la “democracia formal o burguesa”, reducida a los partidos y al sufragio, nuestra tradición política, dominada por el peronismo, y la izquierda no democrática, descreen de la democracia. Porque tuve veinte años en los setenta pertenezco a esa generación que antes que decirse democrática se definía revolucionaria. En nombre del socialismo se aceptaba la violencia como forma política cuando la vida y la historia nos demostraron que la idea de que “el fin justifica los medios” desembocó en las mayores tragedias del siglo pasado, llámense nazismo, estalinismo o terrorismo de Estado.

La irresponsable idealización de los años setenta lleva a que se ignore que hoy existe unanimidad en torno a la idea que vincula a la democracia con los valores universales, consagrados por la Declaración de los Derechos del Hombre. El respeto a la libertad ajena y el derecho de cada uno a formarse su opinión con libertad, sin tutelas ni imposiciones. De modo que es una contradicción en sí misma invocar los Derechos Humanos y luego negar el derecho de los otros a expresarse. Hay en la idea democrática una  profundidad y una verdad superior que se nos escapa. La democracia no es sólo ir a votar ni alternarse en el poder.  “…Lo esencial de la democracia es que el poder no se identifica con los ocupantes del gobierno. No les pertenece. Es el lugar vacío que los ciudadanos periódicamente llenan con un representante, pudiendo revocar su mandato si no cumple con lo que fue delegado”, escribe Marilena Chauí, una de las intelectuales más brillantes de Brasil, fundadora del PT (Partido de los Trabajadores). De lo que se trata es saber que todas las personas son ciudadanos de derechos. Y cuando esos derechos no son garantizados se tiene el derecho y hasta la obligación de luchar para conseguirlos. Los derechos se conquistan. No son la dádiva de ningún gobernante generoso. Hoy pareciera ser que tenemos una democracia, sin demócratas. Pero como estamos de festejo y bellas palabras, parafraseando a Borges, como somos “la justificación de nuestro muertos”: la democracia no es de nadie, porque es de todos. A cuidarla, entonces.