Garantizar la dignidad y la igualdad de oportunidades

La situación laboral actual en Argentina se encuentra inmersa en un contexto macro de desaceleración de la actividad económica, caída del consumo e inversión; sumado a la pérdida de valor real del salario a causa de la inflación. En ese escenario, durante el año 2014, la tendencia negativa del mercado de trabajo registrada desde el año 2007, continuó acentuándose. La proporción de personas ocupadas con relación a la población económicamente activa (PEA) total ha retornado a niveles similares al año 2007.

Aunque se muestre sólo un leve aumento del índice de desocupación que lo ubicó para el 2014 en 7,3%, ello se explica en base a la presencia del llamado “desempleo oculto”. El mismo se produce por la falta de oportunidades laborales que acaba por desalentar la búsqueda de trabajo. Este fenómeno llevó a muchos desocupados a abandonar la PEA y engrosar el segmento de inactivos. Así, se computa alrededor de medio millón de personas menos en la PEA en 2014 que en 2007 quienes se retiraron del mercado laboral, encontrándose en situación de “trabajador desalentado”.

Complementariamente, se deben considerar los programas asistenciales laborales (Plan Jefes y Jefas o Argentina Trabaja) que se computan como personas ocupadas.

Ahora bien, el Estado ha intentado suplir la tendencia contractiva del mercado laboral privado, generando nuevos empleos públicos. Así, aproximadamente 8 de cada 10 de los nuevos puestos generados en el año 2014 fueron en el ámbito público. Este análisis deriva entonces en la pregunta sobre cuáles son los segmentos sociales más afectados por estas restricciones del mercado laboral. Allí aparecen los jóvenes (18-24 años), para quienes 6 de cada 10 puestos de empleo conseguidos son precarios e informales. Aquí vale destacar que si la vida laboral comienza en el ámbito de informalidad luego será más difícil cambiar el rumbo.

Por su parte, el segmento de jóvenes pobres “Ni Ni” inactivos (que no estudia, ni trabaja, ni busca trabajo) ascendió entre el  2003 y el 2013, en un 14,7%. 

Existe un vínculo directo entre el desempleo juvenil y la exclusión social, por ello es que esta problemática trasciende el ámbito laboral para configurarse en un reto socioeconómico  para el logro de la sustentabilidad social y económica de nuestra sociedad.

En este punto, la educación cobra un rol central. En Argentina, aproximadamente 135.000 alumnos abandonan la escuela secundaria cada año. De los 3.3 millones de jóvenes censados en el año 2010, el 21,6% no terminó la secundaria, siendo éste un requisito básico para el acceso a un empleo formal. Una buena educación brinda cantidad de herramientas necesarias para la vida laboral: además de la instrucción formal, comprende la incorporación de las llamadas “habilidades blandas”, que abarca capacidades como comunicación e interacción, trabajo en equipo, comprensión de consignas y motivación, entre otras.

Hoy se ha entendido que la decisión de incrementar el presupuesto educativo no es suficiente, sino que hay que revisar la política educativa en su integralidad y la consecuente asignación de recursos, para obtener mejores resultados vinculados a la calidad y equidad. 

En suma, la estrategia de expansión del empleo público, asociada a criterios clientelares de ingreso y promoción, con baja productividad, sumado a la precarización laboral derivada del insuficiente crecimiento de la economía y a las debilidades de calificación de los recursos humanos, antes mencionadas, constituyen condiciones reproductoras de la brecha de desigualdad, que hoy muestra a casi un tercio de compatriotas privados del bienestar básico.

Recuperando la transparencia y las capacidades del Estado debemos planificar nuestro modelo de desarrollo económico y social, ubicando a la educación como uno de los instrumentos estratégicos para garantizar igualdad de oportunidades, logrando una transición exitosa de los jóvenes desde la escuela al mundo laboral, con empleos formales, productivos y dignos.

Vaca muerta, cada vez más enterrada

Como si se empecinara en continuar desaprovechando oportunidades, el Gobierno nacional avanza con desafortunadas decisiones que atentan contra la posibilidad de volver a crecer y generar un proceso de desarrollo virtuoso.

La amenaza presidencial de aplicar la Ley Antiterrorista a una empresa en crisis, felizmente luego descartada; el impulso de la reforma de la ley de Abastecimiento con regulaciones excesivamente intervencionistas e intimidatorias, y el envío del proyecto de ley al Congreso que certifica el default de la deuda externa, constituyen señales que desalientan las inversiones que tanto necesitamos para aumentar nuestra capacidad productiva y generar empleo, como para recuperar el autoabastecimiento energético, palanca fundamental para el desarrollo económico. Ello además en un contexto de marcado deterioro de las variables macroeconómicas que se verifican desde 2007, a partir del crecimiento de la inflación, del déficit fiscal y el cepo cambiario.

La desacertada política energética nos llevó al insoportable nivel de importaciones, que se estima para este año en aproximadamente U$S  14.000 millones  (en 2013, según datos oficiales la importación fue de U$S 11.415 millones, un 23 % mayor que el año anterior). El Gobierno intenta justificar el déficit energético con el aumento de la demanda, pero lo cierto es que partir de 1998 comenzó a caer la producción de petróleo y en 2004 la de gas y mientras había solvencia económica y fiscal. No les interesó promover la exploración y aumentar la producción, sino por el contrario cubrían las necesidades con crecientes importaciones, a través de contratos reservados y poco transparentes.

Aunque no por convicción, sino por necesidad fiscal y por el descubrimiento del área de hidrocarburos no convencionales de “Vaca Muerta” y re estatización mediante de YPF, el Gobierno desesperadamente buscar mejorar la capacidad de producción de gas y petróleo. No obstante, con el esfuerzo propio de YPF y la asociación con Chevrón, en condiciones excepcionales, que podríamos calificar “a medida”, solo se ha comenzado a explotar el área de aproximadamente el 1% de toda la formación, para la que se estima una inversión total de U$S 200.000 millones, unos U$S 10.000 millones si lo proyectamos en 20 años. A ello debemos sumarle la necesidad de aumentar la inversión para continuar explorando y explotando los recursos convencionales, teniendo en cuenta que aún el 90 % de las cuencas sedimentarias están sin explorar.

Como se podrá comprender, son cuantiosas las inversiones que necesitamos, públicas y privadas y especialmente externas, para alcanzar el nivel de producción energética que nos permita recuperar el autoabastecimiento. De manera entonces, que resulta imperioso normalizar las variables de la macroeconomía y actualizar el marco regulatorio con una nueva ley de hidrocarburos, que respetando el derecho de las provincias propietarias de los recursos, promueva una política nacional que genere reglas claras productivas, tributarias y presupuestos mínimos medioambientales, y especialmente con una visión intergeneracional, prevea la reinversión de la renta en la diversificación de la matríz energética, actualmente dependiente en un 86% de los hidrocarburos.

Todo ello solo se podrá lograr si el Gobierno recupera la sensatez, con una mirada puesta en el mediano y largo plazo, abandonando estrategias demagógicas y buscando construir consensos para definir una auténtica política de Estado en materia energética, algo que por las últimas actitudes oficiales parece cada vez más lejano y la “Vaca Muerta”, cada vez más enterrada.