Agenda coyuntural o agenda para el desarrollo

Pablo Ceballos

En la última década, los argentinos nos hemos acostumbrado a los pronósticos alarmistas y catastróficos. En lo político, numerosos analistas y dirigentes opositores han sostenido vehementemente que el Gobierno encaminaba al país hacia el fin de la República, a la ruptura del Estado de Derecho y a la muerte de la libertad de expresión. En lo social, han sostenido que se aproximaba el fin de la familia al aprobarse el matrimonio igualitario y de igualdad de género. En lo económico, han afirmado que un nuevo colapso se encontraba a la vuelta de la esquina debido a la supuesta “mala praxis” en las decisiones económicas y a la mayor intervención del Estado en el arbitraje de las reglas de juego y en la planificación económica. Nada de ello ha ocurrido, sino que hemos protagonizado un proceso de crecimiento económico con inclusión social, en base a los recursos propios del país, desendeudando a las futuras generaciones de la pesada carga que representaba la deuda pública en moneda extranjera. La sociedad argentina en su inmensa mayoría ha valorado los logros obtenidos en la última década, a tal punto que las opciones opositoras más exitosas electoralmente elogiaron las políticas públicas centrales de ésta década, como los planes de inclusión social, y han evitado un rechazo total a las medidas principales del Gobierno. No tirar todo por la borda fue la consigna.

No obstante, durante todo 2013 y especialmente después de las elecciones hemos escuchado numerosas propuestas de cambio de rumbo económico, provenientes de distintos sectores: Federico Sturzenegger, economista del PRO y recientemente electo diputado nacional, ha propuesto una brusca devaluación del peso del 40%. El ex ministro de Economía Roberto Lavagna ha predicado en favor de un “Rodrigazo”, significando con ello que el Gobierno debía “sincerar” las “variables” de la economía (tarifas de los servicios públicos, tipo de cambio, etc.). Numerosos economistas, aun cuando se oponen a las restricciones para el acceso a divisas, han propuesto la creación de un dólar turista y un dólar financiero. Y todos ellos repitieron a coro, sobre la necesidad de un importante ajuste fiscal, lo que significaría un brusco aumento de las tarifas, o el recorte de gastos, que por conveniencia o hipocresía, no se animan a explicitar dónde y cuánto proponen recortar.

Si el Gobierno optara por algunas de estas recetas, varias veces transitadas en nuestra historia económica, el camino sería el que ya conocemos, y hoy podemos leer en los libros de historia: una brusca devaluación provoca inmediatamente un shock de precios, que luego se traslada a las negociaciones paritarias; un brusco ajuste fiscal reduce el mercado interno y, como estamos viendo en Europa, disminuye la recaudación de impuestos, generando una nueva necesidad de ajuste fiscal, iniciando un círculo vicioso del que es muy difícil salir.

Ninguna de estas medidas reclamadas al gobierno, supuestamente sanas y racionales, apuntan a plantear una agenda de desarrollo económico y equidad social, sino solamente a estabilizar algunas variables macro, como las reservas del Banco Central o los precios al consumidor, pero olvidan y omiten plantear metas de desarrollo armónico del país. Para estabilizar esas variables es fácil la receta: enfriar la economía. Menor gasto público, mayor devaluación, menores salarios, jubilaciones y servicios sociales. En síntesis, un país más chico, con menos empleo pero más estable. ¿A quienes benefician esas propuestas? Si queremos ser un país industrializado, desarrollado y justo, ese no es el camino.

Ante ello, el Gobierno Nacional ha optado, como en los últimos 10 años, por un camino alternativo, que no consiste en anunciar medidas mágicas ni “paquetes” de medidas grandilocuentes, ni el nombramiento de gerentes privados como ministros para caerle simpático a determinados grupos concentrados de la economía. Por el contrario, ha decidido continuar por un camino difícil, pero que enfrenta una verdadera agenda para el desarrollo: la reducción de costos sistémicos para el sistema productivo, mediante una fuerte inversión en ferrocarriles de transporte de pasajeros y de carga, e hidrovías para cargas de larga distancia; el análisis y reformulación de las cadenas de valor productivas, para evitar que los eslabones más débiles de las cadenas (productores y consumidores) paguen el costo de ineficiencias y el esfuerzo sostenido para recuperar el autoabastecimiento energético, con YPF como un jugador fuerte en el proceso, al tiempo que se sostiene la inversión pública en el desarrollo del sistema científico y tecnológico, que al igual que el sistema educativo, requiere décadas para el recupero social de dicha inversión.

Para lograr esos fines, ha resuelto administrar las variables macroeconómicas con prudencia, evitando saltos bruscos: corregir el tipo de cambio sin grandes devaluaciones de un día para otro; cerrar algunos litigios en el CIADI y avanzar en la resolución de la indemnización de Repsol como paso previo para la obtención de financiamiento para el desarrollo del yacimiento petrolero de Vaca Muerta.

Los cambios en el gabinete nacional introducidos por la Presidenta en las últimas dos semanas muestran la decisión de transitar ese rumbo.

Ningún país de la tierra está “condenado al éxito”. La remanida calificación de “países en desarrollo” no es más que un eufemismo para catalogar a “países no desarrollados”, que si no emprenden una dura tarea difícilmente puedan resistirse a sus destinos de eternos productores de materias o mano de obra barata, de productos que se diseñan y consumen en otro lugar.

Es por ello, que una verdadera agenda económica no pasa exclusivamente por el tipo de cambio, o las reservas del Banco Central. Estas variables son importantes, sólo como instrumentos de un proyecto de país, que si quiere incluir a los cuarenta millones de argentinos tiene que plantear el desarrollo industrial, científico y tecnológico. Y ello no se logra sin gasto público y sin una adecuada intervención estatal, que promueva sectores que hoy no tienen el nivel de productividad y eficiencia que el de los países desarrollados, pero que resultan de vital importancia para el futuro del país. Ocuparnos solamente de la evolución de algunas pocas variables macroeconómicas, nos lleva a una visión “contable” del país y nos impide pensar objetivos nacionales de desarrollo e inclusión social en el mediano y largo plazo.