Relatos Salvajes: la violencia y la injusticia del vivir argentino

Pablo Olivera Da Silva

Un doloroso reflejo de las dificultades por asumir a la democracia como una forma de vida, capaz de mediar en los conflictos cotidianos y derramar sus beneficios hacia el sistema político.

No es casualidad el éxito de taquilla de la película de Damián Szifrón, Relatos Salvajes, pero tampoco resulta ser, en la opinión de experimentados críticos de cine, la mejor película argentina de todos los tiempos. Es seguro, la mejor del director y la que, merecidamente irá a competir por el premio a mejor película extranjera en los Premios Oscar de la academia de Hollywood.

Pero, ¿dónde está la clave del éxito de esta película que reúne seis relatos donde priman las soluciones extremas, la pérdida del control y la violencia que anida en cada ser humano? Animarse a dar respuesta a este interrogante es intentar explicar desde la sociología, el impacto que tienen las prácticas sociales que cada espectador identifica en todas y cada una de las historias que se narran. Por supuesto que ello trae consigo la eterna discusión acerca de la acción individual versus la práctica social que repiten grupos sociales por costumbre, cultura o imitación.

La sociedad argentina, más por idiosincrasia y reflejo de sus exponentes culturales, ostenta la identificación mundial por su soberbia, la pasión de masas (futbolera, musical, etc.), la viveza criolla, entre otras más o menos compartidas dentro y fuera de nuestro territorio. Nos identifican por el tango, por Maradona o por Messi (y ahora por Francisco), o por nuestra tendencia a creernos los mejores en todo lo que hacemos.

Ese estándar autoinfligido, que no es unánime pero que puede observarse siempre presente en los grandes centros urbanos de todo el país, nos hace cargar con una exigencia mayor a la hora de comportarnos como respetuosos de los derechos de nuestro prójimo. Esta tendencia al individualismo que se vio acrecentada en los últimos tiempos, quizás es producto de nuestra incapacidad de comportarnos democráticamente en la construcción de consensos básicos para las cosas cotidianas.

La viveza criolla, que no es otra cosa que la práctica individualista al extremo del perjuicio objetivo de terceros (casi siempre difusos), se hace carne en cuestiones tan básicas como en no levantar la caca de las mascotas en la vía pública, dejar estacionado el auto en doble fila o en una rampa de discapacitados, hacerse el distraído o dormido en el transporte público para no ceder el asiento, comprar repuestos automotores o celulares de dudosa procedencia, hacer de la oficina donde se trabaja una librería o de artículos gratuitos desde bolígrafos, papel, fotocopias, etc., dibujar la contabilidad para pagar menos impuestos o la más grave de todas las vivezas criollas, robarse los votos del partido contrario para torcer la voluntad política, sin importa que sea de un compatriota o de miles de ellos.

La contrapartida de estas prácticas sociales individualistas y extendidas es la desconfianza en el prójimo y la tendencia creciente a abandonar la construcción colectiva de una ciudadanía que ejerza sus derechos y asuma sus obligaciones. Todo lo que se deja de hacer, afecta al entramado y constructo social en el que se asientan instituciones (o estructuras legales) que fueron pensadas para que fueran asumidas por gente idónea – único requisito constitucional para ejercer cargos públicos. Es decir, el abandono del rol del ciudadano permite que se profundicen las injusticias que debieran evitarse gracias a los dispositivos jurídicos y sus estructuras de aplicación desde las funciones genuinas del Estado, visibles en la prestación de servicios esenciales como la Salud, la Educación, o la Justicia.

Vivir en un Estado de vigilancia, beligerancia o a la defensiva por el temor a ser estafado, resulta ser muy extenuante pero lo cierto es no queda otra. ¿O sí? Digamos que la solución al problema es quizás tan simple como hacer lo que uno quiere que le hagan o no hacer lo que a uno no le gusta que le hagan. Ese ejercicio individual de aplicar la regla de oro de casi todas las civilizaciones suele funcionar siempre que el sistema de valores de los individuos sea homogéneo y se priorice la convivencia antes que el “sálvese quien pueda“, o el “no te metás”.

El asunto es poder darnos cuenta de que si premiamos a los delincuentes con minutos de fama, o intentamos justificarlos sociológicamente desde la lucha de clases, sin darle importancia a la libertad individual de ellos para decidir el curso de sus propias vidas, no estamos teniendo en cuenta que nuestras palabras pueden resultar una ofensa para quienes, a pesar de todo en contra, no eligen el camino de la delincuencia. Sin importar si es por temor a la ley o por convicción moral de hacer lo correcto, ajustado a una axiología que pondera la convivencia social por sobre el imperio del consumo del querer ser (wanna be).

Es aquí cuando empiezan a tallar en la cuestión aquellos emergentes propios de sociedades en donde el entramado social fue destruido, donde el imperio de la ley ha dejado de ser hegemónico y donde la democracia como forma de vida no ha podido arraigarse en todas y cada una de las prácticas sociales que realizamos cotidianamente.

En el año 1984, el gran politólogo argentino Guillermo O’Donnell, escribió un texto académico muy interesante titulado “¿Y a mí qué #!%”=#”! me importa? En él, el autor abordaba la cuestión de las desigualdades sociales, la jerarquía combatida pero asumida y la conducta autoritaria de los argentinos en cuestiones tan básicas como dar o no prioridad de paso en la vía pública, pero también en el cuestionamiento permanente a la autoridad y su contrapartida en la incapacidad de la construcción de consensos necesarios para lidiar con la conflictividad humana. Nada tan básico podía ser tan contundente para anticipar lo que vendría.

No hemos podido aún alcanzar una institucionalización sostenida de nuestro sistema político porque aún no hemos resuelto nuestra insociable sociabilidad que nos enfrente en un cíclico retorno a prácticas violentas y antidemocráticas en donde la discusión es incapaz de conducir a soluciones consensuadas. Estamos muy preocupados en imponer nuestra verdad antes que escuchar al otro, o ponerse en sus zapatos. Somos conscientes de esta grieta recién cuando traspasamos el límite de la civilidad y amagamos con aplicar la violencia, sea del tipo que sea.

La vida de los argentinos está plagada de relatos salvajes y ese es la gran noticia. Es la razón por la que la película ha sido vista por millones, aclamada y festejada por su humor cínico que no hace otra cosa que sacar una radiografía de una sociedad que aplaude de pie el verse reflejada en su tendencia a perder toda racionalidad y civilidad.

Observamos atónitos cómo podemos imaginarnos el estar a segundos de perder la cordura e involucrarnos en hechos que nos pondrían tras las rejas por atentar contra la ley o esperar que la solución final sea la que nos deje, al menos por un instante, con la razón de nuestro lado. Sin importar que en ello se nos vaya la vida.