Toda marcha es política

Pablo Olivera Da Silva

Desde el lanzamiento de la convocatoria hecha por fiscales para una marcha del silencio para la jornada de hoy, en homenaje al fallecido fiscal Alberto Nisman, se ha instalado en los medios de comunicación un debate curioso que pone de manifiesto la gran confusión que existe en torno a la política y lo político.

Lo interesante es que semejante confusión debería haber sido zanjada desde chicos, en el instante en que cada individuo entiende de qué se trata ser ciudadano o, al menos, qué es lo que significa ser un sujeto de derecho. Hoy podemos ver que instrucción cívica es una materia que no ha sido aprehendida en un mínimo necesario para que cada uno haga su aporte para mejorar la democracia en vez de relegarla a una instancia más distante y automática, es decir, al mero formalismo de acudir a votar cada dos años.

Hace unas décadas, el gran politólogo argentino ya fallecido, Guillermo O’Donnell desarrolló una categoría política en torno al tipo de democracias jóvenes que venían de dictaduras, en Latinoamérica y Europa del Este. Se refirió a varios casos incluyendo el argentino y concluyó que lo que vivimos es una democracia delegativa: pobre en calidad institucional, sin un sistema de partidos políticos consolidado, sin rendición de cuentas ni acceso a la información extendido, principalmente por parte de un muy fuerte Poder Ejecutivo, donde la fundamental carencia es la falta de responsabilidad cívica de nuestra sociedad toda.

He aquí nuestra gran falencia: la adolescencia de valores democráticos en nuestra vida cotidiana que nos lleva a convivir, y a sobrevivir, en una interminable sucesión de “Relatos Salvajes”. Como pueblo, nos es imposible reconocernos. Preferimos aferrarnos a pertenencias limitadas, facciosas, como el amor a la pelota, las prácticas ociosas o la ideología kitsch, paradójicamente vaciada de contenido y fuertemente iconográfica.

Estas prácticas sociales individualistas y extendidas implican la desconfianza en el prójimo y la tendencia creciente a abandonar la construcción colectiva de una ciudadanía que ejerza sus derechos y asuma sus obligaciones. Todo lo que se deja de hacer, afecta al entramado y constructo social en el que se asientan instituciones (o estructuras legales) que fueron pensadas para que fuesen ejercidas por gente idónea – único requisito constitucional para ejercer cargos públicos.

Es decir, el abandono del rol del ciudadano permite que se profundicen las injusticias que debieran evitarse gracias a los dispositivos jurídicos y sus estructuras de aplicación desde las funciones genuinas del Estado, visibles en la prestación de servicios esenciales como la salud, la educación, o la justicia.

La democracia no puede ser entendida como una forma de gobierno, sino como parte de nuestra cotidianeidad, nuestra forma de relacionarnos los unos con los otros, nuestra forma de vida en el sentido puro del término. Es la República, forma de gobierno constitucional, que debiera exigirse en su cumplimiento total y cabal a todo candidato a ocupar el sillón de Rivadavia. Volviendo a O’Donnell, las democracias delegativas tienen un bajo nivel de accountability o control horizontal, a diferencia de las democracias republicanas donde los poderes (o funciones) se autolimitan y ninguno está por encima del otro.

“La Democracia en América”, escrita por Alexis de Tocqueville en el siglo XIX, uno de los proto-sociólogos de la humanidad, es una radiografía de una sociedad norteamericana joven y pujante. Una visión de una sociedad acostumbrada por las circunstancias a asociarse cotidianamente, donde la unión hace la fuerza. Una enseñanza de la vida democrática que llevó para que Europa aprendiera de sus virtudes como la que más visiblemente se explayó: la igualdad de oportunidades.

Y ahora, yendo al meollo de la cuestión: toda marcha es política. Toda manifestación pública que demanda, pide, reclama, con pancartas, con divisas o sin ellas, en silencio o a los gritos, es política. Porque así se entiende toda reunión de personas que peticionen por algo, o como en este caso, homenajeen la memoria de un fiscal que murió trabajando en el marco de una causa que aún no ha llegado a impartir Justicia, es decir, que continúa impune: el atentando a la AMIA el 18 de julio de 1994. Un atentado a la democracia, contra el pueblo argentino, más allá de las especulaciones o líneas de investigación que hablan de un ajuste de cuentas mafioso contra el entonces presidente Carlos Menem.

Una marcha que pide el esclarecimiento de la muerte del fiscal, la atención a la denuncia que presentó días antes de su fallecimiento y también un minuto de silencio que le fue negado oficialmente, así como un día de luto, una bandera a media asta o, ni siquiera, un sentido pésame a la familia.

Marchar, peticionar, movilizarse y reclamar está garantizado en nuestra constitución gracias a la inclusión de los Pactos Internacionales sobre Derechos Humanos en la Constitución Nacional de 1994, curiosamente, el año en que volaron la AMIA. Exactamente el artículo 20 de la Declaración Universal de Derechos Humanos expresa: “Toda persona tiene derecho a la libertad de reunión y de asociación pacíficas.” Es decir, es un derecho humano con rango constitucional. Toda marcha es política.

¿Dónde está la confusión en el debate público? En la diferencia entre política y lo político. Entre lo político y lo partidario. Todo lo que acontece acerca de cuestiones que nos interesan a todos y otras variantes, es político y por ello la Política debe intervenir para generar amplios consensos que impliquen acuerdos democráticos hacia una mejora incremental de las condiciones de vida de una sociedad.

Es lo político lo que genera conflicto, tensión y lógico disenso. Es la política la que debe hacer el esfuerzo, con argumentos y herramientas legales, para llegar a grandes consensos. Sin fraternidad en el disenso es imposible que lo político encuentre el camino. Si la estrategia a seguir por una facción política es la división de la sociedad entre amigos y enemigos (tomando a Carl Schmidt y luego a la pareja Ernesto Laclau y Chantal Mouffe), entonces es imposible que la política de un país sea universal o alcance tales consensos.

La política estará condicionada a la facción gobernante que impondrá su voluntad a través de su mayoría circunstancial en el Congreso y cualquier cambio o debate que se impulse desde las minorías parlamentarias, necesariamente naufragará en la impotencia, profundizando el deterioro institucional y frenando el avance democrático y republicano que permita el control del propio poder, desde el poder.

Nuestra realidad nos pide unión y fraternidad en el disenso para que el fanatismo político no triunfe y para que ningún sociópata, o grupúsculo de ellos, intente escribir un nuevo capítulo fraticida en nuestra Historia, testigo de tantos baños de sangre por nuestra incapacidad de entendernos los unos a los otros, de escuchar y de dejar peticionar o simplemente, hacer un profundo silencio.