En busca de la ciudadanía global

Pablo Olivera Da Silva

Imaginemos una caja de cristal. No, mejor no. Lo digo sin eufemismos. A veces la crudeza de las palabras puede despertar al gigante dormido.

Si no fiscalizamos las próximas elecciones en todo el país, con la supuesta paridad que existe en los pronósticos, hay un alto riesgo de que las irregularidades frecuentes de cada elección, en el número inexplorado que sea que existan, pero que seguro es significativo, tuerzan la verdadera voluntad popular.

Si acaso sucediera, lo más probable es que confirmemos un escenario de ruptura total con el concepto de democracia republicana. Simplemente dejaríamos atrás toda esperanza de que la democracia sea una forma de vida en la que nosotros creamos y la ejerzamos. Porque cuando habilitamos el poder total, la ambición hecha carne se organiza y avasalla todo a su paso, imponiendo la hediondez de una política creada para individuos corrompidos, aun bajo extorsión. En su mayoría carentes de empatía social, pero por sobre todo, carentes de un ética rectora de sus conductas. Una organización delictiva que se adueña de la distribución de recursos y los utiliza para perdurar en el poder a través de su uso discrecional, siempre con fines electorales, cortoplacistas. Es el otro extremo del concepto de progreso sostenido, sin relato de ficción, sin bombos ni papelitos.

Estudiemos los ejemplos universales de las democracias que traen consigo mayor libertad e igualdad, producto del desarrollo personal y colectivo de los individuos. En ellos se aprende que la virtud es un ideario de humanidad en el que todos estamos unidos como seres sensibles, capaces de comprender, gracias a la inteligencia racional, que las divisiones que hoy nos separan no son más que construcciones mentales, arbitrarias, en las que nos encarcelamos como colectivos racistas, clasistas, elitistas y tantos otros istas más.

Aprender a vivir en democracia implica, primero, respetarnos y respetar a los demás, repugnar la condición de ser tentados por la corrupción que anida en cada conquista efímera de las malas pasiones. Negarnos a traicionarnos a nosotros mismos, a no ser capaces de defender la regla de oro: “no hagas lo que no te gustaría que te hiciesen”.

Si nos parece válido jactarse de las infinitas vivezas criollas que, con orgullo tribal, nos alejan de la convivencia pacífica, estamos condenados a la máxima polarización e injusticia cotidiana. Simplemente porque el juego del “Sálvese quien pueda” y el “No te metás”, eslóganes del más rancio individualismo conservador y clasista, aún persisten como modelos mayoritarios, pensamientos en los que gran parte de la sociedad acepta con escandaloso silencio, carente de un examen de conciencia cívica, la realidad de una insostenible convivencia autodestructiva.

Nos estamos acostumbrando a ser una sociedad que convive cotidianamente con relatos salvajes.

Si queremos remediarlo, tenemos un camino inmediato que tomar. Aprenderse un curso exprés de ciudadanía, simplemente como fiscales voluntarios entrenados en conocimiento y actitud. Ser hombres y mujeres parte de una revolución pacífica en la que vamos a despertar al gigante dormido de la ciudadanía global.

Suena genial para mí, aunque sé que también puede sonar ridículo o naíf para otros. Creo que es una idea tan sencilla que podría ser viralizada simplemente cumpliendo con la promesa de prestar la debida atención, por el tiempo que dure la instrucción a las formas tácticas para defender a la república de la tiranía de las mayorías. De la condena al pensamiento único y a la persecución de los libres y desprotegidos ciudadanos sometidos a un régimen de gobierno autoritario, faccioso y corrupto.

Momento. Puede que una importante minoría piense que quienes ejercen el gobierno son patriotas que han logrado derechos y progresos destacados para lo sociedad en todo este tiempo en el que tienen el mandato constitucional de hacer. Puede que la emoción, la empatía, el cariño y la idolatría impidan ejercer el derecho a la crítica y al escrutinio fiscal de un ciudadano que defiende a la ciudadanía.

Muchas veces la propaganda ha servido para apuntalar estos efectos emotivos que para tantos de nosotros implica un apoyo político concreto y hasta a veces ser patológicamente militantes. Una despersonalización preocupante, una fanatización política asimilable a la adoración de un culto.

Condenar a la ciudadanía global a la desaparición es imponer un sistema desigual donde el poder nos somete a la estratificación social con una amplia base de pobres y lumpen proletarios que se amontonan. Escondidos, pero no tanto, detrás de meros incentivos al consumo de bienes materiales efímeros, de obsolescencia programada, sin entregar una educación en valores cívicos y de estímulo al progreso moral y material de los individuos. Parece mentira, olvidando la justicia social que se funda en la base del trabajo que dignifica.

La ciudadanía global es una entidad supraindividual que conecta a cada ser humano de la Tierra en asuntos que nos importan a todos por igual. Imaginando un desarrollo sustentable, una visión a futuro de soluciones definitivas contra el hambre, la pobreza, la educación, la generación de energía, la administración pública por gobiernos abiertos, etc.

La ciudadanía global debe fundarse sobre un dispositivo estatal denominado caja de cristal. Una caja de herramientas políticas, de empoderamiento cívico, herramientas tecnológicas respetuosas de la racionalidad humana como última ratio para la decisión.

La fórmula de la caja de cristal sería así: república más gobierno abierto. La clave pasa por imaginar que la ciudadanía global es, en esencia, universal, un Gran Hermano que vigila a los aparatos estatales y a sus funcionarios para que cumplan con sus roles constitucionales debiendo dar cuenta por ello en tiempo real, gracias a un registro total de los pasos que realizan cualesquiera de ellos. Todo grabado, registrado, documentado, auditado e interpretado por estadísticas públicas confiables y con el código de open data disponible para desarrolladores independientes.

Parece ciencia ficción y lo es. Hace no mucho asistí a una charla que dio una simpática y enstusiasta australiana, representante de GovHack Australia, en la que explicaba las increíbles bondades del sistema de información pública en el sitio <nationalmap.gov.au> de su país. Un sistema de open data donde se puede consultar, por ejemplo, entre miles y miles de datos, qué gasto social tiene cada comuna del país per cápita. O si se nos ocurre, ver la ejecución en tiempo real del gasto público en una aplicación en forma gráfica, por repartición, ministerio, programa, etc. Esta utopía existe… en Australia. Sana envidia que bien podemos dejar de sentir si lo realizamos.

El gobierno abierto es una utopía realizable y ya es hora de ir por ella. Cuando decidimos ir por una utopía es para concretarla. Sana militancia le dicen, esa que tiene convicciones, pero no cárceles, contradiciéndolo a Nietzsche. Para ello nos basta con ser ciudadanos activos y participativos, estimulados a compartir conocimiento, buscarlos, indagar sobre nuestros gustos y colaborando con ideas que ayuden a mejorar nuestra calidad de vida. Para eso existen ya los presupuestos participativos, una gran idea que nos acerca mucho más a la democracia real, aquella remota imagen del ágora griega con sus históricas conquistas sobre la tiranía y la oligarquía. Aunque ineluctablemente cayeran en demagogias que todavía debemos aprehender como posibles futuros en caso de no asumir el desafío histórico de construir ciudadanía.

Construyendo ciudadanía podremos realizar la utopía de la ciudadanía global. La receta se llama “La caja de cristal”. Si quisiéramos tener una representación gráfica que nos ayude a imaginarla, podríamos pensar en el concepto del panóptico inverso. Dar vuelta esa inmensa red de cámaras, pero también diálogos, documentos, mensajes y declaraciones juradas de bienes, un nuevo panóptico para la vigilancia total de los entes gubernamentales y los servidores públicos designados a cumplir con todos los objetivos constitucionales.

Si queremos libertad e igualdad por igual, y así evitar las luchas sangrientas en dosis homeopáticas de inseguridad desencadenadas en las divisiones ideológicas de derechas y de izquierdas, no tenemos más que aplicar a esos valores, un condimento: la fraternidad. Igual que la tríada vitoreada en la Revolución Francesa. Fraternidad resulta, en principio, una extraña obligación ética, pero que redunda en la comprensión final de que un hermano es un igual y ese igual puede ser cualquiera, o pueden ser todos, sabiendo que la única posibilidad para el cambio es creando conciencia cívica y ciudadana.

El saber no es más que un conjunto de verdades mutables, pero irrelevantes, si no son aplicadas con la humanidad que da la fraternidad universal. No tenemos más que emular a los mejores ejemplos que hemos tenido en la corta historia de la ciudadanía global: Mahatma Ghandi, Nelson Mandela, Martin Luther King Jr. Aunque no lleguemos a sus talones, el mero hecho de reconocer nuestros errores, aprender a ponernos en los zapatos del otro siendo empáticos o conociendo lo que la tolerancia respetuosa implica, ya estaremos convencidos de que la utopía de la ciudadanía global es inexorable y estamos en búsqueda de ella.