La política mundial ante la resurrección de Dios

Pascual Albanese

Nunca en los últimos siglos la problemática religiosa ha estado más íntimamente asociada a los conflictos de la época. Desde el anverso corporizado por la amenaza del ISIS, que tiene aristas de una guerra civil islámica, hasta el reverso expresado en el ascendente liderazgo mundial del papa Francisco, fortalecido por el notable eco internacional que tuvo su reciente encíclica sobre el cambio climático que aborda el principal desafío que enfrenta la humanidad en este siglo XXI, el escenario global está signado por la reaparición de la religiosidad como fenómeno político.

Religión y política aparecen entremezcladas en un mundo en el que, contra los pronósticos más extendidos, salvo en Europa Occidental -y algunos aventuran que esa es la causa fundamental de su decadencia-, la religiosidad de los pueblos, lejos de disminuir, tiende a resurgir. El famoso “Dios ha muerto” de Federico Nietzsche parece quedar atrás. Parafraseando al filósofo alemán, puede decirse que asistimos a la “resurrección de Dios”. El pensador francés Gilles Kepel se adelantó y fue más allá, cuando en 1991 tituló, premonitoriamente, La revancha de Dios a su ensayo sobre el papel político de las religiones.

Un interesante trabajo realizado en 65 países por el Pew Research Center, un centro de estudios de Washington, titulado El futuro de las religiones del mundo: proyecciones del crecimiento poblacional 2010-2050, vaticina que para mediados de este siglo esa religiosidad será mayor que en la actualidad, con un notable incremento de la población musulmana y una incógnita sobre lo que sucederá en China, convertida en el mayor “mercado de almas” del planeta.

El relevamiento consigna que el 63 % de la población mundial se considera religiosa. El porcentaje más elevado se concentra en África y Medio Oriente, aunque la nación más religiosa es Tailandia, donde se asume como tal el 94 % de su población, mientras que en el extremo opuesto está China, donde el 61 % se considera ateo.

Ese porcentaje de la población mundial que se autodefine como religioso presenta variantes. Entre los menores de 34 años, ese promedio del 63 % aumenta al 66 % y en la franja de menores ingresos y menor nivel educativo trepa al 80 %. A la inversa, la religiosidad desciende entre los sectores con mayores niveles de ingresos. Los valores religiosos están más arraigados entre los más jóvenes y los más pobres.

Dentro de esta “geopolítica del espíritu”, el dato más relevante es la expansión del islam, que es la religión de más rápido crecimiento. La comunidad musulmana, que representa hoy el 23 % de la población mundial, alcanzará en 2050 el 30 %, con un salto de 1600 millones de personas en 2010 a 2760 millones. Para entender este fenómeno bastan dos hechos: uno de cada tres musulmanes es menor de 15 años y cada mujer musulmana tiene un promedio de tres hijos.

En ese mismo lapso, los cristianos aumentarán de 2170 millones a 2920, un número equivalente al 31 % de la población mundial. Con esas cifras, y de mantenerse esta tendencia, en 2050 el islam casi equipararía al cristianismo como primera minoría religiosa mundial, condición que mantuvo durante casi dos milenios y lo superaría antes de fin de siglo. Según esas proyecciones, a mediados de este siglo, seis de cada diez personas serán cristianos o musulmanes.

Dentro del catolicismo, que es la corriente principal de la cristiandad, se expresa asimismo este fenómeno de “deseuropeización”. El 40 % de los católicos vive en América Latina, aunque la Iglesia Católica ha retrocedido en las últimas décadas. En 1970, el 92 % de los latinoamericanos se definía como católico y el 4 % adhería a alguna de las confesiones evangélicas. En 2013, los católicos eran el 69 % de la población latinoamericana y los evangélicos el 19 %. A la inversa, la población católica creció en Estados Unidos, a expensas de las iglesias protestantes.

La comunidad islámica sufrirá también modificaciones en su distribución demográfica. Hoy el país con mayor cantidad de fieles es Indonesia, pero para 2050 será la India, que tendrá 350 millones de musulmanes, una cifra imponente en número, aunque solo represente el 18 % de su población. Quedará confirmado el hecho, poco advertido, de la que la mayoría de la comunidad islámica no reside en Medio Oriente sino en Asia. En 2050, los musulmanes serán el 10 % de la población europea, una cifra significativa, pero alejada del fantasma de “Eurabia”, agitado por los movimientos xenófobos. Con una aclaración: ese minoritario 10 % estará desigualmente distribuido geográficamente. Esto explica la expansión de “bolsones islámicos” en territorio europeo.

Dentro del universo cristiano, también hay desplazamientos importantes. En 2050, el 38 % de los cristianos residirá en África subsahariana. Europa, el continente que tradicionalmente albergó a la inmensa mayoría de los cristianos (el 60 % en 1910), ya concentraba solo el 26 % en 2010. En 2050 ese porcentaje descenderá al 16 %.

En este contexto, el expresidente israelí Shimon Peres le planteó al papa Francisco que, para afrontar una “guerra nueva” contra “terroristas que dicen matar en nombre de Dios” no sirven las Naciones Unidas, que es una “organización política” que carece de “los ejércitos que tienen los países y la convicción que dan las religiones”. Para Peres, “la mejor manera para contrastar a estos terroristas que matan en nombre de la fe” es la creación de una “ONU de las religiones”. Según el exmandatario, solo Francisco estaría en condiciones de promover dicha iniciativa: “el Santo Padre es un líder respetado como tal por las diferentes religiones y sus exponentes. Quizás sea el único líder que sea verdaderamente respetado”, explicó el veterano estadista.

Fórmulas aparte, lo cierto es que el vertiginoso avance de la revolución tecnológica, que es el sustento material de la globalización de la economía, ha originado, por primera en vez en la historia del hombre, la aparición de una sociedad mundial. Como toda comunidad, esta sociedad global requiere definir no solo un sistema de poder, sino una escala de valores comunes. El debate sobre esos valores universales, que van desde el medio ambiente hasta la defensa de los derechos humanos, no puede agotarse en los gobiernos. Incluye, necesariamente, la dimensión de la fe.