La política mundial ante la resurrección de Dios

Nunca en los últimos siglos la problemática religiosa ha estado más íntimamente asociada a los conflictos de la época. Desde el anverso corporizado por la amenaza del ISIS, que tiene aristas de una guerra civil islámica, hasta el reverso expresado en el ascendente liderazgo mundial del papa Francisco, fortalecido por el notable eco internacional que tuvo su reciente encíclica sobre el cambio climático que aborda el principal desafío que enfrenta la humanidad en este siglo XXI, el escenario global está signado por la reaparición de la religiosidad como fenómeno político.

Religión y política aparecen entremezcladas en un mundo en el que, contra los pronósticos más extendidos, salvo en Europa Occidental -y algunos aventuran que esa es la causa fundamental de su decadencia-, la religiosidad de los pueblos, lejos de disminuir, tiende a resurgir. El famoso “Dios ha muerto” de Federico Nietzsche parece quedar atrás. Parafraseando al filósofo alemán, puede decirse que asistimos a la “resurrección de Dios”. El pensador francés Gilles Kepel se adelantó y fue más allá, cuando en 1991 tituló, premonitoriamente, La revancha de Dios a su ensayo sobre el papel político de las religiones. Continuar leyendo

Francisco, el peronismo y la doctrina social de la Iglesia

La elección de Francisco y las alusiones al ascenso del “Papa Peronista” otorgaron singular interés a los antiguos y conocidos vínculos entre el cardenal Jorge Mario Bergoglio y el peronismo, pero obligaron también a poner el foco en un asunto que es todavía más relevante: la relación entre el peronismo y la doctrina social de la Iglesia. El hecho de que en la década del 70 el padre Bergoglio se haya sentido atraído por el peronismo y por la figura de su líder sería inexplicable si no fuera por un dato que Perón destacó siempre: la doctrina justicialista estuvo  emparentada con esa doctrina social, emanada de las encíclicas papales, aunque dicha identificación jamás impregnó a su movimiento de tintes confesionales.

Esas fuentes de inspiración se remontan a la primera de las encíclicas sociales, la Rerum Novarum (León XIII, 1891), y a la Quadragesimus Annus, (Pío XI, 1931), que sentaron las bases del magisterio social de la Iglesia, que posteriormente se fue adecuando a la evolución de los tiempos. Desde la Rerum Novarum, la Iglesia Católica asume grandes los desafíos derivados del ascenso del capitalismo, reivindica la centralidad de la cuestión social, sin endosar por ello la ideología de la lucha de clases, y condena igualmente al individualismo liberal y al colectivismo marxista, en una doble negación que constituye el punto de partida de lo que Perón define como “Tercera Posición”.

En su obra cumbre, La Comunidad Organizada, Perón afirmaba: “La lucha de clases no puede ser considerada hoy en ese aspecto que ensombrece toda esperanza de fraternidad humana. En el mundo, sin lugar a soluciones de violencia, gana terreno la persuasión de que la colaboración social y la dignificación de la humanidad constituyen hechos no tanto deseables como inexorables. La llamada lucha de clases, como tal, se encuentra en trance de superación”. Con Perón, los trabajadores argentinos lograron construir la organización sindical de raíz cristiana más importante del mundo entero, claramente diferenciada del marxismo, casi cuarenta años antes de Lech Walesa y de Solidaridad en Polonia. El peronismo fue así actor protagónico de la evangelización cultural del mundo del trabajo.

En Quadragesimus Annus, Pío XI introduce un concepto novedoso y fundamental: el principio de subsidiariedad y el papel de las organizaciones intermedias, que establece con precisión la delimitación de las funciones del Estado y de la sociedad, que representa el eje de la polémica histórica entre el individualismo y el totalitarismo. Ambos conceptos forman el núcleo básico del proyecto de Perón de construir una “comunidad organizada” que se sustente en las “organizaciones libres del pueblo”.

La necesidad de un ordenamiento político mundial

Pero ni la doctrina social de la Iglesia ni el peronismo pueden reducirse a un dogma cerrado, inmune al paso de los tiempos. El Concilio Vaticano II constituye el ejemplo más extraordinario de renovación protagonizado por una institución milenaria. En abril del 1974, en un discurso en el Teatro Cervantes, Perón dijo: “No pensamos que las doctrinas sean permanentes, porque lo único permanente es la evolución y las doctrinas no son sino una envoltura para cabalgar esa evolución, sin caernos”.

En el caso de la Iglesia Católica, después de la Cuadragesimus Annus, aparecieron Mater et Magistra (Juan XXIII, 1961) y la Populorum Progressio (Paulo VI, 1967),  que buscaron adaptar la doctrina social a las exigencias del mundo de la guerra fría, y – en las últimas décadas – la Laborem Exercens (1981) y Centesimus Annus (1991), de Juan Pablo II, y Caritas in Veritate (Benedicto XVI, 2009), enfocadas en la realidad específica de la globalización.

En Caritas in Veritate, Benedicto XVI abordó la cuestión central de esta era de globalización: la necesidad de un ordenamiento político mundial. Señala que “para gobernar la economía mundial, para sanear las finanzas afectadas por la crisis, prevenir su empeoramiento, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimentaria y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios urge la presencia de una verdadera Autoridad Política Mundial, que debe atenerse de una manera concreta a los principios de subsidiariedad y solidaridad”.

Añadía Benedicto XVI que esa autoridad política mundial debería estar “regulada por la ley (…), universalmente reconocida e investida con el poder efectivo para garantizar la seguridad de todos, respeto por la justicia y por los derechos”.

En este punto, resulta extraordinaria la anticipación estratégica de Perón, quien hace 40 años predecía: “Esta evolución que estamos presenciando va a desembocar, quizás antes de que comience el siglo XXI, en una organización  universalista que reemplace al continentalismo actual y en (la cual) se llegará a establecer un sistema en que cada país tendrá sus obligaciones, vigilado por los demás, y obligado a cumplirlas aunque no lo quiera, porque es la única manera de que la humanidad puede salvar su destino”.

Los dramáticos años 70

Las trayectorias  del peronismo y del cardenal Bergoglio convergen en las dramáticas turbulencias de la década del 70. El padre Bergoglio fue el Provincial de la Compañía de Jesús en la Argentina y le tocó lidiar con la acción de una corriente, identificada con una determinada y parcial interpretación de la Teología de la Liberación, tributaria del marxismo como ideología y del empleo de la violencia como método para la conquista del poder.

Pero ese combate -en el seno de la Compañía de Jesús y en toda en Iglesia Católica- era simultáneo con el conflicto que enfrentaba a Perón con la dirección de Montoneros, que con argumentos análogos a los utilizados dentro de la Iglesia por los partidarios de esta particular versión de la Teología de la Liberación pretendía discutir la identidad doctrinaria del peronismo. Estos conflictos no se limitaban a la  Argentina. Abarcaban a toda América Latina y se inscribían en el escenario de la confrontación entre las superpotencias, característico de la Guerra Fría.

En ese contexto, se registró una honda fractura en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. El centro de la discusión no fue tanto teológico como político. Giraba en torno a dos posiciones. Por un lado, estaba la Revolución en Paz y la Comunidad Organizada, impulsadas por Perón. Por el otro, la lucha armada y la “Patria Socialista”. El padre Carlos Mujica, por ejemplo, condenó la alternativa de la violencia: “El pueblo se ha podido expresar libremente, se ha dado sus legítimas autoridades. La elección de aquella vía, entonces, procede de grupos ultra minoritarios, políticamente desesperados y en abierta contradicción con el actual sentir y la expresa voluntad del pueblo”.

La “leyenda negra” contra Bergoglio

Esa contraposición se desarrolló dentro de la Iglesia entre una versión absolutamente ideologizada del hecho social y la visión de la religiosidad popular expresada por otro sacerdote jesuita, Lucio Gera, uno de los máximos teólogos latinoamericanos, cuyo concepto de “teología popular”, o “teología del pueblo”, era ampliamente compartido por Bergoglio.

En medio de esta dura confrontación, tuvo que actuar el hoy papa Francisco y en esa acción cosechó amigos pero también enconados adversarios. Incluso padeció después una cierta marginación dentro de la propia Compañía, que en 1979 fue intervenida por Juan Pablo II, para ejecutar dentro de sus filas, pero a escala mundial, una tarea similar a la cumplida por Bergoglio en Argentina en los 70. La “leyenda negra“ tejida sobre Bergoglio, llena de acusaciones calumniosas e infamantes, hoy refutada inequívocamente por testigos y protagonistas insospechables, fue una de las esquirlas de aquel enfrentamiento.

Pero esa sintonía de pensamiento con el Perón del 73, aquél que planteaba la unidad nacional, signó al padre Bergoglio, no en un sentido partidista, ni mucho menos faccioso, sino en la dimensión de una identificación cultural y una comunidad doctrinaria. Cabría definir al peronismo como un gran movimiento popular orientado a encarnar políticamente la doctrina social de la Iglesia en las condiciones concretas de la Argentina. Así lo entendió Mujica, quien sostenía que “el peronismo es la doctrina social de la Iglesia encarnada en nuestro pueblo”.

Otra dimensión significativa es la estrecha relación de Perón y Eva Perón con la orden franciscana, iniciada en 1945 a través de Fray Pedro Errecart, que los acompañó siempre y los alentó a casarse en la iglesia de San Francisco, en La Plata.

Francisco, papa del universalismo

En la visión que tenía Perón de la Iglesia, es fácil descubrir coincidencias con la tradición franciscana. En 1948, advirtió que “al igual que no todos los que se llaman demócratas lo son en efecto, no todos los que se llaman católicos se inspiran en las doctrinas cristianas. Nuestra religión es una religión de humildad, de renunciamiento, de exaltación de los valores espirituales por encima de los materiales. Es la religión de los pobres, de los que tienen hambre y sed de justicia, de los desheredados”.

En ese mensaje, Perón consigna: “Saber despojarse de la vanidad, que asoma tan pronto se sube un escalón de donde está situada la masa del pueblo, requiere una dosis de hombría equivalente a la del héroe frente a la incertidumbre que amenaza su vida. La humildad cristiana, la afabilidad paternal, el desprecio de la pompa y el boato constituyen las dotes que más aprecia el pueblo en quienes saben practicarlas”.

Además del primer Papa americano, Jorge Bergoglio es el primer Papa del mundo emergente,  electo justo cuando el viejo continente experimenta una tremenda crisis económica y política. La Iglesia Católica, institución universal por definición, escapa al eurocentrismo y busca  ampliar sus horizontes de evangelización. Francisco tiene un gigantesco desafío: aportar, desde el mensaje de la Iglesia Católica, a la discusión de fondo del siglo XXI, que gira  sobre la estructura de poder y el sistema de valores que habrán de regir en esta nueva  sociedad mundial. En términos de Perón, a Francisco le toca ser el Papa de la era del universalismo.

En la relación de ida y vuelta entre el peronismo y la doctrina social de la Iglesia, resulta posible entonces entender por qué aquella visión de Perón sobre el universalismo empieza a ejercer influencia en los acontecimientos mundiales. Porque, como bien dijera Víctor Hugo, “no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo”.