Populismo made in USA

Pedro Corzo

Estados Unidos es el escenario de una campaña muy singular en la que se debaten dos propuestas populistas antagónicas en origen y objetivos, abanderadas por sendos candidatos con caracteres y proyecciones que no pueden ser más diferentes.

Otro aspecto de interés es que, aunque los discursos y sus respectivas propuestas son radicalmente opuestos, ambos parecen contar con suficiente respaldo para que cada uno de sus líderes aparenten tener posibilidades de éxito, lo que demuestra que al menos un importante sector del electorado estadounidense está a favor de cambios radicales con orientaciones disparejas.

En los países latinoamericanos, predios favoritos de caudillos cargados de promesas con poca capacidad y menos disposición para cumplirlas, muy pocas veces, si es que ha ocurrido, se ha presentado más de un hacedor de sueños en una misma elección como acontece este año en el país más poderoso del mundo.

El populismo no es precisamente la expresión de una doctrina determinada. En ocasiones es una mezcla de ideas y propuestas difíciles de encasillar. Por ejemplo, Benito Mussolini trasmutó de líder socialista a dictador fascista y Fidel Castro, con un discurso nacionalista y de justicia social, impuso una autocracia sostenida sobre normas marxistas.

El populismo se identifica más por las denuncias de sus abanderados que por la ideología que promuevan o que hayan encarnado en el pasado.

Consideran las instituciones del Estado un estorbo a eliminar. El hechizo de sus propuestas hará posible la construcción de sus promesas. El populista recurre a los sentimientos y las frustraciones ciudadanas, manipula a sus seguidores hasta transformarlos en una masa de partidarios irritados sin capacidad para dirimir racionalmente lo negativo o lo positivo de lo que apoya o rechaza.

Los populistas, más que ideas elaboradas sostenidas sobre pesquisas serias, trabajan con consignas, recurren a propuestas milagrosas, sin aventurar el mecanismo y los sostenimientos de las soluciones que pregonan. La mayoría de los dirigentes populistas ha irrumpido en la política de forma abrupta, prácticamente sin antecedentes en la gestión social, con discursos y propuestas contrarias a lo convencional, presentando soluciones radicales a los problemas, y generando crispación y rivalidad en la comunidad.

Aunque no hay reglas sin excepción. Hay quienes después de estar años identificados con una agrupación política deciden reinventarse y asumir posiciones de liderazgo a través de la radicalización de sus propuestas o cambian drásticamente de rumbo por oportunismo o convicción.

Su bandera es la de la conveniencia. Atacan el sistema y a quienes lo representan, se presentan como excluidos sin importar las posiciones políticas que ocupen o la fortuna que disfruten. Rechazan la política y a sus representantes con propuestas demagógicas, divisivas, denigran el sistema, aunque hayan sido o sean parte de él.

Las diferencias de carácter, origen y formación entre Donald Trump y Bernie Sanders son abismales; sus propuestas, radicalmente opuestas y sus objetivos, muy diferentes.

Trump es un empresario exitoso, egocéntrico, con un lenguaje fuerte y agresivo, a veces grosero, que recurre con frecuencia a la ofensa. Presenta una imagen de hombre duro dispuesto a usar medidas extremas contra quienes le adversen.

Ha coqueteado con alguna regularidad con la política, pero culpa a los profesionales de esa área de no haber resuelto los problemas y hasta de agravarlos, por no asumir los riesgos que puedan derivarse de soluciones drásticas. Sus promesas no exponen, como es habitual, las fórmulas para resolver los problemas sociales. Contrario al discurso populista regular, no promete mejoras salariales y afirma que la economía debe ser conducida por los hombres de negocios.

Bernie Sanders es un político profesional. Está en el Congreso desde 1991. Se confiesa socialista y su populismo sí transita por lo políticamente correcto. Sus propuestas de “cambio real” auguran una especie de refundación nacional. Su discurso enfatiza las diferencias entre ricos y pobres, lo que se traduce como la promoción de una lucha de clase capitaneada por un senador que, aunque ataca el sistema, forma parte de él y hasta aspira a ser presidente.

Sólo se puede entender el respaldo popular alcanzado por Trump y Sanders en virtud de la frustración del electorado ante los malos manejos de la clase política. Ambos candidatos de tendencias extremistas, de acceder a la Presidencia, afectarían dramáticamente el presente y el futuro de la nación.

Pero lo menos comprensible es que un número notable de jóvenes, estudiantes en particular, respalde propuestas de un candidato que defiende ideas que la historia ha demostrado que solamente conducen al fracaso económico y a la pérdida de los derechos ciudadanos. Pero también es devastador que otro sector del país apoye a un individuo capaz de afirmar que sus partidarios son tan leales que votarían por él aunque disparase a las personas.