Las coincidencias del Kremlin con los populismos latinoamericanos

En busca del protagonismo mundial que su país perdió tras el desplome de la Unión Soviética, el presidente de la Federación de Rusia, Vladimir Putin, visitó la Argentina pocos meses después de que anexó por la fuerza a la península de Crimea y de seguir en conflicto con Ucrania. Lejos está de la prominencia que tuvo el zar Alejandro I, que se instaló en París para elegir al sucesor del emperador Napoleón en el trono de Francia; también está distante del pasado soviético reciente, que desde Stalin en adelante puso en vilo a la humanidad por su carrera atómica con Occidente.

El régimen de Putin, un ex agente de la desaparecida KGB, se sostiene por un férreo nacionalismo que sirve para legitimar un sistema político con fuertes connotaciones autoritarias y de fachada democrática, ya que se celebran elecciones en las que las fuerzas opositoras liberales apenas pueden hacerse oír. El actual mandamás del Kremlin es el beneficiario de la transición de hierro de Rusia, en el que la antigua nomenklatura se reconvirtió para seguir manipulando la economía y la política. Es la figura central de la política rusa desde que llegó a ser primer ministro en 1998, cuando Boris Yeltsin era presidente. Ocupó la primera magistratura desde el 2000 al 2008, hizo un enroque con Dmitri Medvedev como primer ministro del 2008 al 2012, y volvió a ser presidente de la Federación de Rusia desde entonces.

La presidente Cristina Fernández de Kirchner da una señal tan clara como equivocada hacia el mundo democrático, al invitar a la cena con Vladimir Putin a Nicolás Maduro y Evo Morales. Y es que Venezuela, Bolivia, Cuba y Nicaragua fueron países que votaron en contra de la resolución que rechazaba la anexión de Crimea y la desintegración territorial de Ucrania, aprobada por los representantes de cien naciones en la Asamblea General de las Naciones Unidas en marzo de este año. Si bien la República Argentina se abstuvo, las expresiones públicas de la presidente Fernández de Kirchner fueron de simpatía hacia la posición de Putin.

Tras la fuerte presión que Putin ejerció sobre el entonces presidente ucraniano, Viktor Yanukóvich, para que no firmara el acuerdo de asociación con la Unión Europea, tratando a Ucrania como si fuese un país vasallo, despertó la ira de sus vecinos. A partir de la anexión de la península de Crimea y el apoyo a los rusoparlantes que viven en Ucrania, Putin ha salido en busca de nuevos socios en el mundo para afianzar su posición, virando hacia los regímenes autoritarios del Asia Central y la República Popular China. Con esos países tiene vínculos militares a través de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (CSTO), la Organización para la Cooperación de Shangai (SCO) y comerciales con la Unión Aduanera con Bielorrusia y Kazajistán. Los medios de comunicación en Rusia se han hecho eco de un discurso xenófobo y fuertemente hostil hacia Europa y los Estados Unidos, fomentando la sensación de aislamiento en la opinión pública.

La cultura y la ciencia rusas, tan ricas y geniales, no han dotado al gigante eslavo de gobernantes demócratas respetuosos del derecho. Los rusos de hoy, desprovistos de la ideología imperial zarista que heredaron de Bizancio y del marxismo en versión leninista, apoyan hoy mayoritariamente a Putin como el hombre fuerte que los volvió a instalar como una nación con presencia en el escenario mundial. Pero para ello necesita socios, aun cuando sean lejanos como los de América latina y sólo los una el rechazo hacia la esencia limitante del poder del constitucionalismo liberal. Aquí es donde entran en sintonía la autocracia de Putin y los populismos latinoamericanos, buscando crear lazos comerciales para prolongar el sustento material de sus regímenes, a la vez que ponen frenos al desarrollo de la sociedad civil, a la prensa independiente y al surgimiento de economías de mercado competitivas que no estén manipuladas por los amigos y cómplices del poder.

Caminos abiertos

Esta semana, dos eventos que marcaron la historia de Asia y Europa cumplieron un cuarto de siglo. En la República Popular China, el 4 de junio de 1989 se produjo la masacre de Tiananmen, que reprimió a los estudiantes que reclamaban la democratización del régimen socialista. En esa misma jornada, en Polonia triunfaba en las urnas el sindicato Solidaridad, poniendo en evidencia la falta de legitimidad del comunismo en Europa Oriental.

Polonia era una posición clave en el tablero de ajedrez de la Guerra Fría, un país que había sido invadido y repartido entre el Reich nazi y la Unión Soviética en 1939. El paupérrimo nivel de vida del socialismo real despertaba el descontento de la población, y por ello se creó en agosto de 1980 el sindicato Solidaridad en la ciudad de Gdańsk, en los astilleros Lenin, liderado por el electricista Lech Wałęsa.

La existencia de un sindicato que no respondiera al régimen comunista era un severo cuestionamiento a la legitimidad del sistema socialista, ya que ponía en evidencia que no era un gobierno de, por y para los proletarios. Si bien el sindicato Solidaridad fue declarado ilegal y debió funcionar en la clandestinidad durante los años siguientes, el apoyo decidido que tuvo por parte de la Iglesia Católica –la figura de Juan Pablo II fue un elemento de gran motivación para la feligresía polaca- y el reconocimiento que tuvo Wałęsa en Occidente, obteniendo el Premio Nobel de la Paz en 1983, le dieron vida a este movimiento.

En esos tiempos de vida clandestina, uno de los miembros más destacados de Solidaridad, el sacerdote Jerzy Popiełuszko, fue asesinado por agentes del Servicio de Seguridad en 1984. Cobijados por los vientos de deshielo de la era de la Perestroika y glasnost provenientes de la Unión Soviética en la era Gorbachov, el sindicato Solidaridad realizó varias huelgas que llevaron a que el régimen comunista polaco negociara una salida electoral en la llamada Mesa Redonda, en la que se acordó que se pudiera votar por un tercio del Parlamento (Sejm) y que se creara un Senado con cien escaños.

El 4 de junio de 1989, Solidaridad ganó todas las bancas de ese tercio del Parlamento y 99 de las cien bancas de la cámara alta. En consecuencia, pudo nombrar al primer ministro, Tadeusz Mazowiecki, que dio los pasos iniciales hacia la transición a la democracia, aun cuando los comunistas conservaban la mayoría del Parlamento y la presidencia bajo el general Jaruzelski.

El mismo día en el que se celebraron esos históricos comicios en Polonia, los jóvenes que se manifestaban en la plaza de Tiananmen en Beijing fueron implacablemente reprimidos por el llamado Ejército de Liberación Popular, la fuerza armada del Partido Comunista de la República Popular China. Los estudiantes habían tomado la plaza durante varias semanas para reclamar por lo que llamaban la “quinta modernización”: la democracia, tomando la consigna de las cuatro modernizaciones en la economía y la defensa propuestas por Deng Xiaoping. Aún se ignora cuántos fueron los muertos y el régimen todavía imperante intenta diluir lo ocurrido llamándolo “incidente”, prohibiendo su mención y conmemoración.

Dos fueron los caminos abiertos en esa jornada histórica: en Europa fue el primer paso para el desmoronamiento del socialismo real, un sistema de opresión, censura y estancamiento; en Asia Oriental, en cambio, los tanques fueron la demostración de que el régimen comunista chino no está dispuesto a reconocer las libertades individuales ni a abandonar el monopolio del poder. En Europa se expandió el horizonte de las democracias liberales hacia el Oriente, mientras que en gran parte de Asia sigue siendo una noble aspiración.