¿Hay antídoto contra el autoritarismo?

Tras la ola de democratización en América Latina y el sur y este de Europa, se creyó ingenuamente que la democracia liberal y de mercado había triunfado definitivamente y que ya no habría retrocesos hacia regímenes autoritarios. Pero el auge de seudodemocracias que se esconden en elecciones de dudosa confiabilidad o el vendaval populista que viene azotado a América Latina en varios países, llevan a preguntarse si los cimientos de las democracias de la región son lo suficientemente estables.

Una democracia liberal se asienta en tres componentes esenciales: en un marco institucional en el que hay controles y equilibrios, en que entre los líderes políticos relevantes haya consenso en el respeto a los principios fundamentales, y en que la ciudadanía tenga incorporados los valores democráticos y del Estado de derecho. Se suele creer, con gran ingenuidad, que la educación formal es el antídoto que evita que las sociedades caigan en tentaciones autoritarias, pero las experiencias históricas nos exponen que esto solo no es suficiente.

La Alemania de entreguerras era un país culto cuando el nazismo llegó al poder, con grandes cimas en las ciencias, las artes, la filosofía y la tecnología, con los más altos niveles de alfabetización. En su vecina, Austria, la ciudad de Viena fue uno de los grandes centros culturales del mundo de principios del siglo XX. Allí vivieron y estudiaron Sigmund Freud, Eric Voegelin, Friedrich Hayek, Hans Kelsen, Alfred Schütz, Ludwig von Mises y Karl Popper. Pero también fue administrada por el alcalde antisemita Karl Lueger desde 1897 hasta 1910. Y fue en la capital de la monarquía danubiana en donde Adolf Hitler se nutrió de las corrientes antisemitas y racistas, tomando como modelo político a Lueger. La Francia de la Tercera República, laica y humanista, también fue el terreno en donde germinaron autores antisemitas y reaccionarios que luego difundieron sus ideas por el resto de Europa y América. El Imperio de Rusia, y luego Unión Soviética, era un país en el que había grandes científicos y literatos, artistas geniales y profundos. Continuar leyendo

Corriendo la pesada cortina de hierro

Estamos recordando, en estos meses, que ha pasado un cuarto de siglo desde que en Polonia se celebraron las elecciones semilibres del 4 de junio en las que ganó el sindicato Solidaridad, liderado por Lech Wałęsa; que en septiembre de 1989 Hungría abrió su frontera con Austria, por la que pasaron miles y miles de alemanes orientales en dirección a la República Federal Alemana; que el 9 de noviembre comenzó el derrumbe del oprobioso muro que dividía a Berlín en dos mitades: la occidental y libre, y la oriental, comunista. Y también que el 17 de noviembre de 1989 tuvo inicio uno de los procesos más pacíficos y ejemplares de transición del totalitarismo hacia la democracia liberal, la llamada revolución de terciopelo, en la ex Checoslovaquia.

Una de las naciones más industrializadas y desarrolladas del mundo en el período de entreguerras, lo que hoy es la República Checa, sufrió la ocupación del nazismo en 1939. Liberada por el Ejército Rojo, Checoslovaquia fue el único país en Europa central en donde el Partido Comunista tuvo predicamento, habiendo obtenido el 38% de los votos en 1946. Tras formar un gobierno de coalición con otras fuerzas, dio un golpe de Estado en 1948 en el que desplazó a los partidos democráticos, implantó la censura y comenzó el viraje hacia la planificación central de la economía de acuerdo al modelo soviético, la persecución contra toda manifestación independiente u opositora, e incluso las purgas dentro del mismo Partido Comunista.

Un intento fracasado de suavizar el rigor stalinista fue el del “socialismo con rostro humano”, el experimento de Alexander Dubček para buscar una nueva legitimidad para un sistema que estaba colapsando. Esa bocanada de aire fresco fue aplastada por los tanques del Pacto de Varsovia, cuando en agosto de 1968 se impuso la “Doctrina Brezhnev” de soberanía limitada en el campo socialista. Lo que siguió fue el régimen de la “normalización”, veintiún años de existencia gris, asfixiante, pobre y decadente, en los que se simuló que se creía en el socialismo como la sociedad del futuro.

En esta atmósfera espesa se desenvolvió la disidencia en varias entidades que se reunían en secreto. La más notable de ellas fue Carta 77, cuyos tres primeros voceros fueron el filósofo Jan Patočka, el ex ministro de Relaciones Exteriores Jíři Hájek y el dramaturgo y ensayista Václav Havel. Carta 77 tuvo el coraje de reclamar en voz alta por la vigencia de los tratados internacionales de derechos humanos que firmó Checoslovaquia, en particular la Convención de Helsinki de 1975. Por esto, Patočka murió durante un interrogatorio, y el resto de los miembros padecieron la prisión, la humillación y la degradación durante años.

El 17 de noviembre de 1989 se conmemoraba la muerte del estudiante Jan Opletal a manos de los nazis, en 1939. En un acto celebrado por los estudiantes, las consignas y discursos contra el fascismo se volvieron contra el totalitarismo entonces imperante. Marcharon hacia el centro de Praga, pero fueron interceptados en la Avenida Nacional, en donde fueron golpeados con bastones por la policía. Este evento despertó las conciencias: estudiantes y artistas se declararon en huelga y tomaron facultades y teatros.

El 19 de noviembre se formó el Foro Cívico en Chequia, y la Opinión Pública Contra la Violencia en Eslovaquia, siendo ambos movimientos de gran heterogeneidad ideológica. Allí estaba Carta 77 con otras agrupaciones disidentes, reclamando por la investigación de la represión y la renuncia de los principales jerarcas del régimen comunista. Allí estaban Václav Havel y Alexander Dubček, que había sido enviado a trabajar como guardaparques en Eslovaquia. Luego se sumaron varios economistas de la Academia de Ciencias que investigaban cómo hacer la transición hacia una economía de mercado: entre ellos, dos futuros primeros ministros y presidentes de la República Checa, Václav Klaus y Miloš Zeman. Los movimientos opositores convocaron a una huelga general para el 27 de noviembre y, día tras día, miles de checos y eslovacos se reunieron en las plazas para reclamar pacíficamente por sus libertades fundamentales tras la jornada laboral. Y todo esto sin violencia, sin romper vidrieras ni quemar llantas. El gobierno comunista esperó, en vano, las instrucciones que nunca llegaron desde Moscú.

La huelga general del 27 de noviembre, de 12 a 14, tuvo un acatamiento masivo. Ante esta evidencia, el gobierno comunista llamó al Foro Cívico y a Opinión Pública Contra la Violencia a iniciar conversaciones para la formación de un gobierno de transición, una coalición de opositores y comunistas hasta la celebración de comicios generales en junio de 1990.

Václav Havel fue electo como último presidente de la República Socialista Checoslovaca por un Parlamento con hegemonía comunista, asumiendo el 10 de diciembre de 1989, junto al gabinete de ministros de esa gran coalición. Ejemplo de transición de terciopelo, en esa jornada histórica triunfaron “el amor y la verdad sobre el odio y la mentira”, en palabras de Havel. Hubo otras transiciones, sí, pero de hierro: aquellas en las que los partidos comunistas hicieron autogolpes de Estado y se cambiaron de nombre, para seguir gobernando sin Estados de Derecho y con elecciones amañadas, como sigue ocurriendo hoy en Bielorrusia y Asia Central.

En 1989, polacos y húngaros, alemanes orientales, checos y eslovacos volvieron a Europa, corriendo la pesada cortina de hierro.