Mover la estatua de Colón parece una zoncera, pero es grave

Ricardo Romano

Se dijo en estos días que el Gobierno distrae de lo importante con temas intrascendentes como el traslado de una estatua. Pero si bien es verdad que el oficialismo instala así una agenda caprichosa mientras desatiende realidades acuciantes como la inseguridad y la inflación, en modo alguno debe relativizarse la gravedad de esta iniciativa por lo que implica culturalmente.

A veces no puede menos que sorprender la inconsciencia -por decirlo suavemente- con la cual nuestra dirigencia se suma a campañas que cuestionan los fundamentos mismos de nuestra existencia nacional y la consolidación de nuestro Estado.

El traslado de la estatua de Cristóbal Colón, además de una ofensa a una Nación hermana -Italia- que la donó, es una continuidad del espíritu iconoclasta y adolescente con el cual esta misma administración ataca, por ejemplo, la figura de Roca.

Más allá de la zoncera extemporánea de juzgar el pasado con parámetros del presente, esto implica desconocer que la Argentina -al igual que las demás naciones latinoamericanas- es fruto del mestizaje étnico y cultural de la España de entonces con las civilizaciones autóctonas; a ese sustrato, siglos después, se sumaron nuevos contingentes de emigrados del continente europeo que encontraron en estas tierras una acogida y una apertura que estaba inscripta en sus genes, fruto del mismo carácter de la conquista y civilización española que hoy se quiere repudiar en la figura de Colón.

De hecho, hasta donde sabemos, los antepasados de quienes actualmente ocupan cargos de primera línea, y motorizan estas antojadizas iniciativas, llegaron a estas tierras en barco, igual que Cristóbal Colón.

Hoy tenemos en el Viejo Continente un ejemplo de lo que el ahistoricismo puede generar. La crisis económica está revelando que Europa padece en realidad las consecuencias de una crisis previa de amnesia o mala conciencia histórica. Además de permitir que la inmigración se traduzca en una “guetoízación” del mapa social -en nombre del relativismo cultural y en lugar de bregar por la plena integración de esas comunidades a la sociedad que las alberga-, la renuncia a inscribir su raíz cristiana en la Constitución Europea, desoyendo incluso el llamado hecho en ese sentido por Juan Pablo II, ha debilitado su unidad cultural; por lo tanto también su unidad política y, en definitiva, la cohesión necesaria para retomar el camino del desarrollo económico.

De modo análogo, el “indigenismo” -discursivo, porque de los indígenas nadie se ocupa en lo concreto- y el plan de sacar el monumento a Colón de la Capital son intentos de retrotraernos culturalmente a una situación pre-generación del 80, a un país fragmentado. En el ataque a Roca se desconoce el aporte trascendente a la argentinización de los inmigrantes y a la consolidación del Estado nacional. En el ataque a Cristóbal Colón se traiciona el espíritu de la conquista española que, más allá de la leyenda negra construida desde usinas anglosajonas en su competencia geopolítica con Madrid, fue mucho más humanista que las de otros imperios coloniales.

Esta falta de conciencia histórica es la que llevó también al despropósito de poner el retrato del Che Guevara en un salón de la Casa de Gobierno al mismo tiempo que se quiere sacar a Colón de la plaza que la circunda, en una operación de vaciamiento cultural que abona el terreno de la desunión nacional.