Negar los muertos de hoy resta autoridad para reivindicar los de ayer

Ricardo Romano

“Yo maté a mi propio hijo por ser indiferente a lo que estaba pasando”. Esta dura admisión de Eduardo Tonello, padre de Pablo, el joven de 27 años, asesinado hace dos semanas en Palermo por un delincuente que quiso robarle la bicicleta, expone en carne viva el triste fenómeno de una sociedad que deja que maten a sus hijos en la mayor indiferencia.

Además del dolor infinito de cada deudo, si un día midiéramos esta tragedia, si hiciéramos la cuenta de los muertos, quizá se tomaría conciencia de la pérdida irreparable en materia de vida, juventud, talento, formación, sueños, energías, que representa para un país el flagelo creciente de una criminalidad desbordada por la falta de una política de Estado para enfrentarla.

Pero no sacar esta cuenta es parte de la negación. Contar los muertos obligaría a asumirlos. Y acá se trata de negarlos.

La democracia argentina niega sus muertos casi con la misma sistematicidad con que lo hacía la dictadura. Lo triste es que, en algunos casos, los mismos que en los 70 padecieron el silencio y el boicot de quienes no querían ni enterarse del drama de los desaparecidos son los que hoy les infligen ese mismo aislamiento a los familiares de víctimas del delito. O de la desidia estatal, como Cromañón u Once.

Como sociedad, ¿qué aprendimos de aquella experiencia si no somos hoy capaces de cuidar la vida, especialmente la de los jóvenes?

El paso del tiempo no borra el dolor ni la pérdida. E inclusive, una mirada más alejada de los acontecimientos permite a veces una mayor percepción de los contornos del drama colectivo.

Pero esta es una sociedad y una dirigencia que no quiere mirar de frente los dramas, porque ello implicaría asumir responsabilidades.

Y lamentablemente la negación funciona.

En los 70, la mentira estatal obligó a los familiares de los desaparecidos a peregrinar largamente y a golpear muchas puertas para finalmente, poco a poco, hacerse oír. En el exterior, los exiliados eran insultados por los turistas argentinos que, arrullados en la plata dulce y en la ficción del país ordenado y pacificado, no querían ni oír hablar de presos sin causa, de desaparecidos, de cámaras de tortura..

Hoy, la mentira es por omisión: de eso no se habla. Una Presidente locuaz no pronunció por años la palabra inseguridad. Y cuando finalmente lo hizo, fue para culpar a otros poderes o para calificar a la violencia delictiva como algo normal, que siempre pasó. Y uno de sus magistrados favoritos se dedicó a hacer estadísticas –parciales- sobre el tema, no para por fin encararlo de frente y diseñar soluciones, sino para minimizarlo.

La inseguridad no tiene una única causa ni un remedio fácil, desde ya. Exige una coordinación entre poderes y jurisdicciones y un trabajo de muy largo aliento. Pero el primer paso es que nos importe.

Esta sociedad ni siquiera llora a sus muertos. Mientras estábamos ocupados en otro capítulo del contrapunto con el juez Griesa y en el nuevo procesamiento a Boudou, vivimos un verdadero default en materia de vida humana. No nos detuvimos.

El 2 de agosto, en Villa Luzuriaga, mataron a un hombre de 45 años, Antonio Salvado. Como se resistió al robo de su auto, le dieron un tiro en el pecho.

A Matías Gandolfo, de 19 años, lo acuchillaron en el estómago para robarle el celular, cuando volvía a su casa desde el gimnasio, en bicicleta. Murió. Fue en Tres de Febrero el 5 de agosto pasado.

A Marcelo Javier Méndez, de 42 años, lo asesinaron de un balazo para robarle el dinero que llevaba encima, fruto de su trabajo como distribuidor de pescados y pollos. Fue en Tucumán, el 6 de agosto.

El 5 de agosto, en Campana, Leonel Ferreyra, de 18 años, quiso evitar que le robasen la moto. Lo balearon, no murió, pero está cuadripléjico.

El 8 de agosto, en Salto, provincia de Buenos Aires, Rubén Ramírez, un chico de 14 años fue asesinado –nuevamente el tiro en el pecho, a quemarropa- por unos delincuentes que querían su celular.

El 10 de agosto, en Zárate, un hombre mató a un niño de 12 años -¡12 años!-, al parecer porque lo acusaba de haberle robado a su hijo, también menor, una campera y un celular.

Ayer, en Olivos, Leandro Cortabarria, de 59, fue muerto a puñaladas por dos delincuentes mientras hacía arreglos de electricidad en una casa.

Todo esto, que no es una lista exhaustiva, sucedió ante la mayor indiferencia de la dirigencia, tanto oficialista como opositora.

Pocos días después del incendio de Cromañon, hubo un encuentro interreligioso de oración por los chicos muertos (luego habría muchos más). Pero en éste, en medio de la congoja generalizada, un par de representantes de organismos de derechos humanos tomaron la palabra para hacer un desubicado panegírico de sí mismos y de su trayectoria de lucha e intentaron una rara ilación causal de la dictadura al incendio de Cromañón pasando por los “horribles 90” en un patético intento de exculpar a las autoridades que no cumplieron con su deber.

Si en otras épocas la sociedad adormecía su conciencia con el déme dos, hoy lo hace con una actitud bienpensante. El Gobierno se autoensalza con el argumento de que somos un ejemplo en el mundo por la política de derechos humanos. Pero no nos engañemos. Lo que tenemos desde 2003, no es una política de derechos humanos sino una política maniquea sobre el pasado. La Constitución y los derechos humanos están vigentes desde 1983, cuando recuperamos la democracia. De nosotros depende hacerlos respetar en el presente.

Porque, ¿qué derecho hay superior a la vida? ¿Se puede abogar por el respeto a los derechos humanos y no sentir en carne propia cada trompada, cada patada a un abuelo o abuela, cada balazo, cada puñalada, que sesga una vida?

A los muertos de la democracia no sólo los niega el Gobierno; también lo hace la sociedad, como ha tenido el coraje de admitirlo el padre de Pablo Tonello.