Lo que el viaje nos dejó

Roberto Bosca

¿Qué quedará de esta visita del papa al corazón del sur de la Latinoamérica profunda? Habrá distintas coloraturas y subrayados según las diferentes sensibilidades. Pero me temo que esta es una pregunta que los periodistas difícilmente puedan responder con entera propiedad, ni siquiera los vaticanistas, e incluso tampoco los teólogos o quienes se dedican a estudiar el impacto cultural de lo religioso.

Es que no todo es cuantificable -muchos están acostumbrados a leer la realidad del reino estadístico de la cantidad-, porque estamos en un terreno en el que las cosas no las resuelven siempre los estadígrafos o las ciencias sociales. Estaría dispuesto a dar un buen premio a quien me supiera responder este otro interrogante: ¿Qué sucede en la hondura de un corazón humano?

Una vez apagados los ruidos del viaje, la visita habrá desaparecido más o menos rápidamente de la sociedad mediática y todo parecerá haber quedado a partir de entonces revestido con esa cierta inerte invalidez que confiere la pátina de la historia. Otros sucesos ocupan ahora nuestra atención y así ha de ser, porque esa es la vida.

Quiero decir que cualquier inteligencia del hecho de la gira sudamericana de Francisco que quiera superar una lectura racionalista de la realidad puede advertir en ella una significación mucho más polifónica, pero que solo se descubre en la intimidad del alma. Es la que permite vislumbrar cómo el dedo de Dios ha impreso una huella indeleble y misteriosa, que únicamente se percibe en esa dimensión invisible que está más allá de la verificabilidad empírica, pero que no por ello es menos real.

Mientras tanto, habrá que contentarse con dejar constancia del acontecimiento, o sea, ver lo que ha pasado, y nada parece más apropiado para ello que mirar el primer plano más inmediato, es decir, lo más ostensible, como es el cuadro de un hombre que se encuentra con las multitudes en un abrazo amoroso de comunión, de una intensidad tan grande que parece que se puede tocar con la mano.

Sin embargo, y aunque no sea advertido de ese modo, lo cierto es que esa comunión es tan prioritaria que relega a un obligado segundo plano todo otro elemento que pueda aparecer después, de ahí que sea menester identificar con propiedad el suceso para llegar a su exacta comprensión.

A poco que uno pueda observar las cosas, se percibe que no se trata, desde luego, del líder carismático encantador de las multitudes con las promesas irrealizables de la utopía y mucho menos del superficial fanatismo propio de los cantantes juveniles que provocan el inmaduro entusiasmo de carácter ciego e irracional, preñado de rasgos exclusivamente emocionalistas.

Pero entonces, ¿qué es lo que se presenta ante nuestros ojos asombrados? Y en todo caso, ¿qué significado tiene esta vibración que parece apuntar a algo mucho más sustancioso que un concepto de carácter social o político y que se refleja en lágrimas y sonrisas? ¿A qué fuerza se remite esta energía tan humilde, tan callada y al mismo tiempo tan suavemente arrasadora como un viento del espíritu?

Está claro que lo que hay ahí no es un súperman religioso cuya oratoria enerva a las gentes con su electricidad ideológica, sino un anciano de proporciones modestas cuyo ritmo nos dificulta inteligir cómo se sostiene en pie, pero que reza -o sea, su interioridad posee una íntima comunicación que traduce la experiencia más rica que puede tener un ser humano- y que habla a cada uno de sus interlocutores de esa su personal relación con Dios.

Lo que está aquí presente no es entonces el anuncio de una redención social y menos todavía una ardiente proclama ideológica, sino el lenguaje de una fe religiosa que se puede entender solamente con una mirada iluminada por la esperanza, que permite leer la gramática universal del amor. Si no es así, está claro que existe el riesgo de pretender comprender el mensaje del papa (lo cual sería evidentemente una forma de empobrecerlo) desde la ideología, con un resultado previsiblemente malogrado. Sería una verdadera pena que esto sucediera.

De todos modos, merece puntualizarse que también está igualmente claro que la del papa no es una visión individualista que desconoce la expresión social de la existencia humana. Es verdad que hay por eso en el discurso momentos de alta intensidad traducibles en contenidos sociales, porque si algo caracteriza al magisterio de Francisco, es haber integrado la vertiente de una salvación personal con la dimensión política de la fe, un eje organizador que identifica con nitidez su estilo pastoral. Esta nota tan peculiar permite al papa Francisco transmitir las verdades perennes del patrimonio cultural del cristianismo con una receptividad nueva y acaso más completa que la tradicional, pero que por lo mismo no es todavía plenamente comprendida.

Es este último punto el que ha suscitado mayormente algunas incomprensiones, como también están los que cuentan las veces que el papa recibe (o no) a un político o verifican si un regalo es adecuado o no para Su Santidad. Esta actitud tan frecuente es en ocasiones expresada como disconformidad, pero también como escándalo o con una velada y hasta destemplada oposición, incluso entre los propios fieles cristianos, especialmente en las sensibilidades más o menos condicionadas por los cánones de una concepción ideológica a la que se pretende subordinar la propia fe. Se trata de un fenómeno que en años pasados se daría en la izquierda y ahora se verifica en la derecha.

Pasaron más de cien años desde la primera encíclica social y todavía no se puede admitir y provoca descontentos que el papa tenga algo que decir sobre las relaciones de la comunidad política, especialmente por quienes se ven afectados en sus intereses económicos, temporales o ideológicos. Sus palabras suelen ser de este modo interpretadas o a favor o en contra de un régimen político o de un sistema económico, o simplemente de una realidad que tiene otra naturaleza. Desde esta mirada, resulta por lo menos una ramplonería decir que el papa es marxista o anticapitalista, como unos cuantos están pensando, o que prefiere tal o cual candidatura electoral.

¿Será posible poder mirar más arriba, volar más alto, llegar a la dimensión donde se mueve Francisco? Es que la mirada del papa se dirige más allá, aun cuando establezca un vínculo inmediato y directo con las cosas más concretas del más acá. Es la primacía de la fe la que choca con la ideología y esto es lo que provoca el dolor de muelas. Estamos en el espacio de lo inefable, una realidad que sin embargo el papa ha colocado a nuestro alcance, pero que nos cuesta descubrir.

Él nos hace inteligible esa realidad insondable y misteriosa, pero ello no significa que debamos empequeñecer sus dimensiones. Francisco no se mide por su proximidad o lejanía con una estructura de pensamiento o una construcción temporal, sino por algo mucho menos complicado y más asequible a los sencillos, como es la buena onda de su claridad que refleja el sol. La diferencia entre antes y después de la visita no es una estadística. ¿Qué es lo que el viaje nos dejó? Miro a mi alrededor y me encuentro con miradas que atesoran una nueva luz.