Violencia en las elecciones

Celebrar la democracia a través de cada acto eleccionario debería ser un motivo de alegría para todos los argentinos. Mucho más después de las épocas oscuras que hemos tenido que atravesar, donde vivir en democracia era tan solo un anhelo que parecía imposible de alcanzar. Quizás sea consecuencia precisamente de esas tristes épocas que aún hoy los argentinos, en lugar de disfrutar y festejar cada elección, las tengamos que sufrir.

Denuncias sobre fraude en los comicios se han escuchado siempre. Hasta se podría decir que es parte del folclore de cada elección, sin importar quién resulte ganador y perdedor. Tampoco seamos tan estrictos con nosotros mismos y reconozcamos que ese tipo de denuncias no es patrimonio exclusivo de los argentinos. Hasta en los Estados Unidos hemos escuchado alguna vez este tipo de denuncias, sobre todo cuando las diferencias entre ganador y perdedor fueron lo suficientemente exiguas como para levantar alguna suspicacia.

Pero con la misma honestidad intelectual, reconozcamos que en esta oportunidad pareciera que en nuestro país se estuviesen cruzando todos los límites. En el marco de la campaña electoral, hace muy pocos días atrás, un joven de 20 años resultó muerto a tiros en Jujuy. Dos espacios políticos se adjudicaron la pertenencia política del joven fallecido como forma de atribuir al otro la responsabilidad del crimen. Hasta la Presidente de la nación se involucró en esa dirección y nada menos que por cadena nacional. Dio la sensación, entonces, que la muerte del joven hubiese sido lo menos importante. Lo trascendente del episodio pareciera que era determinar a qué partido político pertenecía el desafortunado joven, para “victimizarse” así el partido de pertenencia. Continuar leyendo

Más allá de la “frontera”

Mucho se habla de inseguridad, violencia y drogas. Desde luego, sin que medie búsqueda de solución para ninguno de estos problemas. Sin embargo, llama la atención de muchos analistas el hecho de que jamás se reconozca ni se aborde la complejidad de las villas de emergencia como parte de nuestra realidad cotidianaA nadie se le escapa que el delito, la violencia asociada a éste y el narcotráfico son moneda corriente en los asentamientos precarios, refractándose estas variables tanto hacia adentro como hacia afuera.

Es común enterarnos de que tras un hecho delictivo, los delincuentes ingresan y se esconden en alguna villa, como si hubieran cruzado una ‘frontera‘ que les garantizara ‘inmunidad‘. En igual sentido, escuchamos a la enorme mayoría de sus residentes -honestos y trabajadores- reclamar por la falta de seguridad generada por las bandas que allí se instalan. Estos grupos no permiten al habitante de la villa circular con libertad; fuerzan a este último a convivir con las balaceras y a tolerar la multiplicación de puestos de venta de drogas.

En definitiva, estos enclaves se presentan como una suerte de ‘territorio extranjero’dentro de nuestro propio país. Los asentamientos exhiben sus propias reglas, su propio ‘gobierno‘, y sus fronteras están claramente delimitadas. Incluso Gendarmería Nacional -fuerza federal dedicada a resguardar las fronteras nacionales- desde hace ya tiempo ha recibido la tarea de controlar los accesos a las villas. Una línea imaginaria separa, de facto, a ambos mundos.

Ni los gobiernos nacionales, provinciales ni municipales controlan -por ejemplo- las normas de construcción y urbanización dentro de los asentamientos precarios. Allí están los casos de la Villa 31 de Retiro o de la Villa 1-11-14; el paisaje cambia apenas el observador cruza una calle. Los controles de rigor -aplicables al resto de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires- no aplican allí. Es el adiós a los controles edilicios, bromatológicos, impositivos. Al cierre, los habitantes de las villas tienen sus propias normas de convivencia. Nadie puede hacerse el distraído: no existe gobierno que fije ni ejerza contralor sobre el peligroso crecimiento de las viviendas ni sobre las normativas de construcción. Cada día se construye más, y tampoco puede ocultarse que estas obras representan un gran negocio para los “mandamases” de los asentamientos, quienes alquilan los metros ilegalmente construidos a valores exorbitantes y en permanente crecimiento. 

¿Qué ha sucedido con el poder y la autoridad del Estado? El Estado Nacional no llega a las villas -puesto que allí no manda-; peor aún: acepta y reconoce su propia inoperancia en este terreno, con resignación. Las fuerzas de policía solo ingresan en los asentamientos en gran número, pertrechados y preparados como para un combate. Como si debieran ingresar a un territorio hostil… en donde las leyes no llegan. Son bien conocidos numerosos casos de ambulancias o de autobombas que se ven imposibilitados de ingresar ante cualquier emergencia.

La pregunta se presenta obligada: ¿cómo es posible que existan “enclaves” dentro de nuestro propio territorio nacional, no controlados por autoridad alguna? ¿Por qué resulta inasequible cobrar impuestos, tasas o contribuciones dentro de las villas, a sabiendas del secreto a voces del suculento negocio inmobiliario que se lleva a cabo en tales sitios?¿Por qué debe tolerarse la construcción sin límites ni reglamentación? ¿Por qué la policía no recorre los asentamientos como lo hace en cualquier otro barrio o punto de la Ciudad? 

No escapa a ningún análisis serio que la variable de la ‘inseguridad‘ está claramente relacionada con lo que sucede en torno de estos “enclaves independientes”. A pesar de ello, no se oyen de parte de funcionarios o aspirantes a ocupar cargos públicos declaraciones ni programas tendientes a encarar la problemática real de las villas, persiguiendo soluciones concretas al respecto.

Quizás sea un buen comienzo apuntar a la recuperación de estos espacios, para que el Estado Nacional vuelva a mandar en ellos. Hasta tanto ello no suceda, las villas continuarán siendo una “frontera a cruzar”, que entorpecerá -no se dude- el tránsito hacia las respuestas contundentes ante la falta de seguridad que aqueja a todos los ciudadanos. Teniéndose siempre muy presente que aquellos que más padecen el flagelo de la violencia -al menos, en modos más directos- son los propios habitantes de las villas. Personas de bien que han visto diluírse en el tiempo las viejas promesas de urbanización.