Un Papa así no se había visto nunca

Sandro Magister

El viaje simbólico a Lampedusa. La gran popularidad. La reforma de la curia. El calculado silencio sobre temas éticos. Pero también el primer error en un nombramiento para el IOR. El reto de Francisco para cambiar la Iglesia encuentra obstáculos y enemigos, también en el Vaticano.

Al entrar en su cuarto mes como Papa, Jorge Mario Bergoglio ha producido su primera encíclica y realizado su primer viaje, dos actos simbólicamente poderosos, pero de signo casi opuesto.

Es verdad que la Lumen fidei lleva la firma de Papa Francisco, pero ha sido ideada y escrita casi en su totalidad por Benedicto XVI. Haciéndola propia, Bergoglio ha querido testimoniar su plena conformidad con su predecesor en el desarrollo de la misión típica de los sucesores de Pedro: “confirmar la fe”.

El viaje a Lampedusa marca, en cambio, una separación neta. El teólogo Joseph Ratzinger, para expresar de una manera cristiana el encuentro y el choque entre civilizaciones, habría impartido gustosamente una docta lectio magistralis en la universidad islámica de Al Azhar. El pastor Bergoglio, en cambio, se ha inspirado en Francisco y, del mismo modo que el santo de Asís empezó su misión besando a los leprosos, expulsados de las ciudades de la época, así el Papa que ha tomado su nombre ha querido ir, antes de nada, a una islita perdida, atracadero y naufragio de miles de emigrantes y prófugos. En la misa ha querido que se volvieran a escuchar las páginas bíblicas de Caín que mata a Abel y de la matanza de los inocentes. Un viaje de penitencia.

No es extraño que después del viaje a Lampedusa la popularidad universal de Francisco haya tocado sus picos más altos. “Las estadísticas las hace Dios”, ha dicho. Pero hay una evidente coincidencia entre las palabras y los gestos de este Papa y los que le podría sugerir un planificador científico de su éxito. Es difícil que la opinión pública católica y laica conteste algo de lo que hace y dice, empezando por ese “cuánto me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres” que se ha convertido en el carné de identidad del actual pontificado.

EL INFALIBLE PARADIGMA

Un elemento clave de la popularidad de Francisco es su credibilidad personal. Como arzobispo de Buenos Aires vivía en un modesto piso de dos habitaciones. Se cocinaba él mismo. Se movía en autobús y metro. Huía como de la peste de las citas mundanas. No ha querido nunca hacer carrera, más bien al contrario, se apartó con paciencia cuando su misma Compañía de Jesús, de la cual había sido durante algunos años el superior provincial en Argentina, lo depuso y aisló bruscamente.

También por esto, cada vez que invoca pobreza para la Iglesia y golpea fuerte contra las ambiciones de poder y la codicia presentes en el ámbito eclesiástico, ninguna voz se alza para criticarlo. ¿Quién podría justificar la opresión del necesitado y hacer apología de las inmerecidas carreras? ¿Quién podría contestar a Francisco que hay que predicar una cosa y hacer la contraria? En los labios del actual Papa, lo de la Iglesia pobre es un paradigma infalible. Logra un consenso prácticamente universal, tanto entre los amigos como entre los enemigos más acérrimos de la Iglesia, los que la querrían tan depauperada como para que desapareciera del todo.

Pero hay también otro factor clave de la popularidad de Francisco. Sus invectivas, por ejemplo, contra la “tiranía invisible” de los centros financieros internacionales no golpean un objetivo específico y reconocible y, por tanto, ninguno de los verdaderos o presuntos “poderes fuertes” se siente efectivamente atacado o provocado para reaccionar.

También cuando sus reprimendas tienen como objetivo las fechorías internas de la Iglesia, siempre habla en general. Una vez que Papa Bergoglio, en una de sus coloquiales homilías matutinas, avanzó una duda explícita sobre el futuro del IOR, el Instituto para las Obras de Religión, el discutido “banco” vaticano, los portavoces compitieron para ver quién le quitaba hierro al asunto. Y otra vez, en la que denunció que un “lobby gay” en el Vaticano “es verdad, existe”, la minimización se disparó a todos los niveles. Incluso la opinión pública laica, hoy en día más prodiga que nunca endosando acusaciones de homofobia, le perdonó esta declaración con una indulgencia que probablemente no habría concedido a su predecesor.

Benedicto XVI, efectivamente, era distinto. A pesar del trato apacible, a menudo era muy explícito y directo exprimiendo sus juicios y poniendo contra las cuerdas a quien le escuchaba. El terremoto que provocó su lección en Ratisbona sigue siendo el efecto más clamoroso. Pero otro de sus importantes discursos ilustra aún mejor el caso.

Fue durante su tercer y último viaje a Alemania, en septiembre de 2011. En Friburgo, el Papa Joseph Ratzinger quiso reunirse con una representación de los católicos alemanes “comprometidos en la Iglesia y la sociedad”. Y a ellos, como también a los obispos de Alemania presentes casi al completo, les dirigió serenamente palabras de una tremenda severidad, muy exigentes, todas ellas centradas sobre el deber de una Iglesia pobre que “se despoja (…) de su riqueza terrena”, que debe “desligarse del mundo” y que “liberada de fardos y privilegios materiales y políticos” podrá, así, “dedicarse mejor y de manera verdaderamente cristiana al mundo entero”.

Pues bien, este discurso fue acogido con frialdad y rápidamente silenciado por aquellos a quien el Papa se había dirigido en primer lugar, porque justamente los había mirado a ellos con determinación, solicitando un cambio a esa Iglesia alemana que él conocía muy bien, rica, satisfecha de sí misma, burocratizada y politizada, pero pobre de Evangelio.

PALABRAS Y SILENCIO

El modo de hablar del Papa Francisco es probablemente uno de sus rasgos más originales. Es sencillo, comprensible, comunicativo. Tiene la apariencia de la improvisación, pero en realidad está cuidadosamente estudiado, tanto en la invención de las fórmulas –la “burbuja de jabón” con la que en Lampedusa ha representado el egoísmo de los modernos Herodes– como en los fundamentos de la fe cristiana que él más ama repetir y que se condensan en un consolador “todo es gracia”, la gracia de Dios que sin cesar perdona, aunque todos sigamos siendo pecadores.

Pero además de las cosas dichas están las que han sido deliberadamente calladas. No puede ser casualidad que tras ciento veinte días de pontificado no hayan salido aún de los labios de Francisco las palabras aborto, eutanasia, matrimonio homosexual.

Papa Bergoglio ha conseguido esquivarlas incluso en la jornada que ha dedicado a la Evangelium vitae, la tremenda encíclica publicada por Juan Pablo II en 1995, en el momento culminante de su épica batalla en defensa de la vida “desde la concepción a la muerte natural”.

Karol Wojtyla y, después de él, Benedicto XVI se dedicaron incansablemente en primera persona a hacer frente al desafío histórico que representa la hodierna ideología del nacer y el morir, como también la disolución de la dualidad “criatural” entre hombre y mujer. Bergoglio no. Parece ya comprobado que ha decidido callar sobre estos temas que atañen la esfera política de todo Occidente, incluida América Latina, convencido de que dichas intervenciones no son competencia del Papa sino de los obispos de cada nación. A los italianos se lo dijo con palabras inequívocas: “El diálogo con las instituciones políticas es cosa vuestra”.

El riesgo de esta división de las tareas es alto para el mismo Francisco dado el juicio poco halagador que parece tener sobre la calidad media de los obispos del mundo, pero es un riesgo que quiere correr. Su silencio es otro de los factores que explican la benevolencia de la opinión pública laica respecto a él.

LA CURIA

Además, hay a su favor la visible voluntad de reformar la curia romana y, en particular, de incidir sobre ese bubón que es el IOR.

El Papa ha confiado el estudio de una reforma de la curia a un consejo internacional de ocho cardenales, todos nombrados por él, los cuales, a su vez, han llamado a consulta a expertos de su confianza. Hay quien ha visto en esto el primer paso hacia una democratización de la Iglesia, con el pasaje de una autoridad monocrática a una oligárquica. Como un perfecto jesuita, Bergoglio quiere más bien aplicar a su ejercicio del papado el modelo propio de la Compañía de Jesús, en el cual las decisiones no son tomadas colegiadamente, sino sólo por el prepósito general, en absoluta autonomía, tras haber escuchado separadamente a los propios asistentes y a toda persona que desee.

Es, por tanto, previsible que a principios de octubre, cuando por primera vez se reúnan en Roma los ocho cardenales consejeros para depositar sobre la mesa los proyectos recogidos, los pareceres sean muy distintos.

Un preaviso de contraste de opiniones ha tenido lugar en Alemania, donde también al ex director de la filial de Múnich de la agencia McKinsey, Thomas von Mitschke-Collande, se le ha pedido un proyecto de reforma de la curia. Esta petición le fue dirigida por el poderoso secretario de la conferencia episcopal alemana, el jesuita Hans Langerdörfer, a espaldas del arzobispo de Múnich, Reinhard Marx, que es además uno de los ocho consejeros nombrados por el Papa; es más, con gran disgusto por su parte, pues el arzobispo tiene un juicio bastante negativo sobre von Mitschke-Collande, sobre todo después de la lectura de su último libro, con el polémico título: ¿Quiere la Iglesia eliminarse a sí misma? Hechos y análisis de un consultor empresarial.

Mientras tanto, otra alta personalidad de la Iglesia alemana ha hecho llegar a la congregación para la doctrina de la fe otro escrito del hombre de la agencia McKinsey, evidenciando los errores doctrinales de los cuales sería portador.

EL IOR

Si sobre la reforma de la curia y sobre una selección más rigurosa de los candidatos a obispos las iniciativas del Papa Francisco siguen estando aún sólo a nivel de anuncio –por otra parte, saludado también éste por un consenso general–, varios hechos concretos han tenido lugar, en cambio, en lo que respecta al IOR. Pero por obra, sin embargo, no tanto del Papa como de diversos actores, entre ellos contrastantes a veces, tanto internos como externos a la Iglesia, incluyendo además un desastroso infortunio que recayó sobre Francisco en persona.

El actor externo que ha tenido un papel decisivo determinando los acontecimientos ha sido la magistratura italiana, que en junio ordenó el arresto de monseñor Nunzio Scarano, que hasta el mes anterior había sido responsable de contabilidad de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica. Se le acusa de tráfico ilegal de dinero realizado en 2012, también a través de cuentas del IOR y con el consentimiento de los máximos dirigentes del instituto, precisamente mientras el Vaticano estaba comprometido ante el mundo en la adopción de las más severas normas internacionales contra al blanqueo de dinero.

Contemporáneamente, de nuevo la magistratura italiana ha cerrado la investigación sobre el director y el vicedirector del IOR, Paolo Cipriani y Massimo Tulli, acusado ambos de movimientos sospechosos de dinero en catorce operaciones realizadas entre 2010 y 2011: por tanto, de nuevo mientras Benedicto XVI impulsaba una obra general de reordenación y de limpieza de las oficinas financieras vaticanas.

La consecuencia inexorable de estos actos de la magistratura italiana ha sido la dimisión de Cipriani y de Tulli, es decir, precisamente de las dos personas que en la primavera de 2012 el entonces presidente del IOR, Ettore Gotti Tedeschi, había querido que fueran destituidos, considerándolos los verdaderos responsables de las fechorías del instituto. Pero en cambio lo que obtuvo fue, el 24 de mayo, su propia brutal expulsión del consejo del IOR por orden del cardenal secretario de Estado, Tarcisio Bertone.

EL ESCÁNDALO

Sobre este fondo de ruinas, el Papa Francisco ha tomado por iniciativa propia dos disposiciones.

El 15 de junio nombró “prelado” del IOR, con plenos poderes, a monseñor Battista Ricca, por él conocido y apreciado como director de la Domus Sanctae Marthae, donde ha elegido vivir en lugar de los apartamentos pontificios.

Y el 24 del mismo mes instituyó una comisión de investigación sobre el IOR, que referirá sólo a él y que está formada por cinco personalidades externas y competentes, entre las cuales está la ex embajadora de los Estados Unidos ante la Santa Sede y docente de derecho en Harvard, Mary Ann Glendon.

Sin embargo, desafortunadamente, cuando el Papa Francisco instituyó esta comisión, ya había descubierto que se había equivocado de manera clamorosa con el primer nombramiento, el del “prelado”.

Efectivamente, en los días inmediatamente anteriores al 24 de junio, al reunirse con los nuncios vaticanos que había llegado a Roma procedentes de todo el mundo, había obtenido de algunos de ellos informaciones incontestables sobre la “conducta escandalosa” demostrada por monseñor Ricca en el 2000 y 2001 en Uruguay, cuando prestaba servicio en la nunciatura de este país, de la cual fue bruscamente apartado para ser, por último, llamado a Roma.

La causa del asiento vacío en el concierto del 22 de junio ofrecido en su honor fue, tal vez, también el dolor que sintió Francisco al descubrir este error suyo al reunirse con los nuncios en esas mismas horas y esos mismos días. Ningún Papa es infalible. Ni siquiera el más amado por todos.