Transparencia en la era Youtube

Sergio Roitberg

Un diputado argentino discute con un grupo de policías. En plena calle, se niega a recibir una infracción de tránsito. Invoca su condición de diputado. Llama por teléfono a un asesor del alcalde. Pide una sanción para quienes lo están multando. Parece enojado.

Pero Juan Cabandié (de él se trata) no sabe que lo están filmando. Con un teléfono celular. Con uno no tan moderno. Un teléfono inteligente. Tiempo después, esa filmación aparece en Youtube, misteriosamente. O intencionalmente. Cabandié, candidato del gobierno de Cristina Kirchner, sufre su peor derrota política y termina tercero, muy lejos de los ganadores.

Su caso es uno más, seguramente el más resonante de los últimos tiempos, entre todos aquellos que subestiman el poder de las redes sociales. O, en todo caso, de la importancia que tiene hoy la transparencia como valor en la comunicación y en la sociedad.

Algún tiempo atrás, hubiera sido absurdo arriesgar que un teléfono iba a poner en jaque a la televisión. Que le iba a marcar su agenda. Hoy es mucho más que común. Los teléfonos son una fuente de información infinita, con imágenes y videos que difícilmente podrían trascender de otra manera. La opinión pública, que ahora produce y comparte la información, utiliza todas las nuevas tecnologías a disposición para ejercer una fuerte fiscalización sobre gobiernos, empresas e instituciones.

Del otro lado, aparecen oportunidades y riesgos. La posibilidad de fidelizar audiencias y clientes, y también el temor de tropezar, torpemente, como Cabandié, el diputado que no quería ser multado. La oportunidad de concretar nuevos negocios y alcanzar a potenciales clientes se enfrenta con el riesgo de dañar la credibilidad y la imagen de la organización por malas decisiones tomadas dentro y fuera de las redes sociales. La potencia de las nuevas plataformas moviliza contenidos y novedades con una velocidad tal que plantea nuevas reglas de conducta para todo aquel que intente participar de la agenda pública.

La transparencia se ha convertido hoy, más que en una obligación moral, en una necesidad comunicacional. No hay dónde esconderse. Lo que se dice en público tiene que corresponderse milimétricamente con lo que se hace en privado. Se terminó el doble discurso. Un error puede ser dramático.

La participación ciudadana se multiplica segundo a segundo con exigencias cada vez más elevadas, como parte de una empoderación nunca antes conocida. La falta de respuestas, la violación al contrato de confianza, puede generar una avalancha negativa en contra.

Tanto las personalidades públicas como las organizaciones privadas deben tomar nota de este momento de la revolución tecnológica. O lógica. Prepararse. Estudiar para enfrentar los nuevos retos con inteligencia y criterio suficiente para aprovechar las oportunidades y minimizar los riesgos.

Deben elegir con cuidado los voceros, los tonos y los tipos de mensajes para difundir en las redes sociales. Deben alinearlos con las estrategias institucionales y con los objetivos reales de su organización o negocio. Deben entrenar. Decidir cuidadosamente en que plataformas intervenir y en cuales no. Como hacerlo. Que hacer frente a una crisis.

Si de algo hay que estar seguro es de que el mundo cambió para siempre. No hay más margen para la improvisación. El que no entienda las nuevas reglas de una comunicación corre el riesgo de no avanzar más. O lo que es peor, quedarse afuera para siempre.