El derecho a cambiar de vida

Sergio Berni, secretario de Seguridad de la Nación, lo adelantó en mayo de este año, cuando se discutía el proyecto de ley antipiquete: “No hace falta ninguna ley, hay que aplicar lo que hay. Cortar la General Paz es un delito y se acabó (….) el que corta tiene que ir preso…”. Así fue. Se desalojó, se reprimió y se encarceló. No obstante, el oficialismo y el grueso de las fuerzas políticas están pensando una vez más en la reglamentación de las movilizaciones, huelgas y protestas callejeras.

El Gobierno tomó la delantera con la llamada “Ley Antipiquetes”. Ahora bien, cada vez que estos problemas aparecen, cada vez que se discuten estos proyectos de ley –esta vez con motivo del desalojo de Panamericana por la Gendarmería y la Policía Federal-, se reedita una discusión sobre lo que se llama “el derecho a la protesta”. Tratemos de abordar la cuestión más rigurosamente.

Los sectores progresistas afirman habitualmente que el problema tiene que ver con la existencia de dos derechos en pugna: el de manifestarse/peticionar y el de circular, y que estos derechos no poseen la misma jerarquía. Además, que ninguno es absoluto. Sin embargo, el núcleo del planteo no es la jerarquización de derechos ni de su colisión. No puede analizarse el caso con la doctrina del derecho constitucional liberal.

Lo que aparece, en realidad, no son dos derechos, sino dos intereses de clase bien definidos: el de la clase dominante (que defiende este tipo de sociedad) contra el de la mayoría de la población, que es obrera y sufre  las consecuencias del avance del capital.

Así, ninguna importancia tiene para el análisis la cantidad de personas que participen de la manifestación -cuestión que algunos sectores pretenden incluir en el debate- en tanto ellas representan los intereses del conjunto de la clase que decidió parar o levantarse. No importa cuántos sean, si ganan, se pone un piso al avance sobre la población. Si se pierde, quienes pretenden avanzar sobre conquistas económicas, políticas y sociales cobran fuerza. Por eso, los manifestantes tienen, en principio, una legitimidad de carácter corporativo. Ponen un freno a la explotación y elevan el nivel de vida del conjunto de la clase.

Es por ello que tampoco resulta válido el argumento relacionado con la “extorsión” de los trabajadores que participan del corte contra aquellos que “quieren trabajar” y no pueden llegar a sus trabajos, lo que implica partir de una premisa individualista. Lo cierto es que no existe el derecho de trabajar fuera de la relación que determina el capital. Quien busca asistir a su trabajo durante una huelga no lo hace en libertad de elección, sino que no tiene otra alternativa, porque su patrón (con el aval del Estado, cuando no es el Estado mismo) lo amenaza con sanciones económicas. El único derecho a trabajar es el que aparece en la relación con la patronal. Es la desposesión la que ejerce su despotismo económico sobre el obrero.

En este sentido, cuando el paro es votado por el conjunto de los trabajadores, el derecho a romper o boicotear la huelga es, en definitiva, el derecho de uno por sobre el conjunto. Inversamente, si la lógica fuera puramente individual, entonces quienes utilizaron su “libertad” de ir a trabajar no se verían alcanzados por las conquistas que logre el conjunto de la clase obrera. Sin embargo, las conquistas son para todos, justamente porque ni el problema ni la lucha operan individualmente.

¿Cuál es el derecho que esgrime cualquier manifestante? Son dos. El primero, el derecho a mejorar las condiciones de la clase obrera, por la vía de poner un límite al avance sobre una parte (la que manifiesta). El segundo, el derecho a transformar la sociedad, a cambiar sus condiciones de vida. En otras palabras, el derecho a la lucha para desarrollar el motor de la historia. Fueron hombres y mujeres que se manifestaron los que derrocaron civilizaciones enteras para crear nuevas. En realidad, quienes se escandalizan por las manifestaciones, están pidiendo que se agraven las condiciones de las mayorías y, fundamentalmente, mantener todo como está, que se detenga la rueda de la historia.