La solución no consiste en reducir la edad de imputabilidad

Victoria Donda Pérez

En estas últimas semanas electorales se puso sobre la mesa como recurso oportunista y desesperado -ante el legítimo reclamo social de mayor seguridad y justicia para los y las ciudadanas y los magros resultados electorales que obtuvo el oficialismo en los mayores distritos del país- la cuestión de bajar la edad de imputabilidad de los menores. No es la primera vez que esto sucede; por eso, allá por el 2009, diversos sectores políticos identificados con el amplio espectro que se autoproclama “progresismo” concretó un “acuerdo preventivo” sobre diez puntos, entre los cuales se abordaba esta cuestión. Justamente con el fin de que estos temas tan sensibles al conjunto de la ciudadanía y las instituciones democráticas no sean tratados a la ligera o para sacar réditos partidarios coyunturales, se establecieron un piso de acuerdos mínimos. Claramente el FpV, quien participó de ese acuerdo, pateó el tablero, borrando con el codo lo escrito con la mano.

El debate alrededor de la baja de la edad de imputabilidad dado por el candidato Martín Insaurralde (que no es lo mismo que discutir la creación del régimen penal juvenil) tuvo un fuerte sesgo “derechoso”, lo que demuestra que en esta materia también el Gobierno nacional cedió a la línea dura del gobernador Daniel Scioli, que además les impuso a Granados como ministro provincial de Seguridad, al que el resto de los kirchneristas tuvieron que salir a aplaudir dado la dependencia evidente que hoy tienen de ex motonauta para no perder más terreno político en la provincia de Buenos Aires.

Es una realidad que la sanción de un Régimen Penal Juvenil que reemplace la actual Ley de Patronato dictada por la última dictadura es algo impostergable y urgente. Pero dicha sanción no puede ser una respuesta coyuntural, sino que debe darse en un contexto de políticas más abarcadoras y de largo plazo que garanticen la protección de niños y jóvenes. Lo que también es una realidad es que prácticamente no existen datos oficiales acerca de la situación de las niñas, niños y adolescentes en el sistema penal. Mal puede solucionarse aquello que evidentemente prácticamente se ignora. En este sentido, las pocas estadísticas que existen dicen que en la provincia sólo el 4% de las causas están relacionadas con menores; lo que demuestra que los verdaderos delincuentes están en otra parte, donde el poder político no quiere poner la lupa.

En efecto, el proceso de actualización legislativa se ha constatado muy lentamente, tanto a nivel nacional como en las provincias. Tenemos la Convención sobre los Derechos del Niño y la Ley de Protección Integral de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, que además reconoce una cantidad de condiciones básicas de existencia para aquellos, que diariamente no se ven satisfechas, como cloacas, agua potable, vivienda, educación, salud de calidad, un ambiente sano, acceso a oportunidades, actividades recreativas, vacaciones, etcétera; receptan la concepción de los niños, niñas y adolescentes como “sujetos” dignos de reconocimiento especial de derechos, en su condición de ser humano en desarrollo, y eliminan toda posibilidad de “disposición tutelar”, consagrando el principio rector del “interés superior del niño”. Además, con este cuerpo legal se derogó expresamente la Ley 10.903 de Patronato del Estado, de 1919, que concebía a la persona menor de edad como un “objeto” de tutela que debía ser protegido por carecer absolutamente de autonomía.

En ese entendimiento, aquella ley otorgaba al juez un poder discrecional para decidir acerca de su bienestar cuando se encontrara en “estado de peligro o abandono moral o material”, facultándolo a “disponer” de él -recurriendo generalmente a la internación- hasta sus 21 años de edad. Actualmente es una falacia que los menores no tengan responsabilidades en materia penal. El joven de 16 años no está exento de responsabilidad penal para ciertos delitos. Pero, en los hechos, el sistema actual viola este enunciado, admitiendo la posibilidad de dar respuestas penales (internación de niños por órdenes impartidas por la justicia penal de menores) con fundamentos no punitivos de cuidado y tutela, propios de la derogada Ley de Patronato y el aún vigente decreto-ley 22.278, e incompatibles con el ordenamiento legal y constitucional; que en concreto es un sistema de responsabilidad penal.

Por otro lado, una de las hipocresías que se plantean en todo este debate es que “debe reducirse la edad penal, para dotar de garantías procesales a los menores de edad”. En realidad esto es una falacia, porque el niño debe gozar de las garantías reconocidas por la Constitución, los instrumentos internacionales, la ley 26.061 y leyes provinciales -siendo el Estado el máximo responsable de que así sea-, y no es precisamente la introducción al sistema penal el medio adecuado para restituir sus derechos. Este planteo es equivalente a creer que el bienestar del niño se va conseguir a través de su penalización con “mayores garantías”, porque, a pesar de todo lo que se quiera plantear, es innegable el carácter estigmatizante del sistema penal, ya que el encierro siempre resulta nocivo para los adolescentes en pleno proceso de maduración y formación de su personalidad, al verse privados de su vida familiar, social, educacional; en definitiva, de su desarrollo integral.

Nada mejor que ir a la realidad concreta para ver cómo fracasaron estas recetas retrógradas: por un lado, la reducción de la edad penal en toda América Latina no ha incidido en la reducción del índice de los delitos de los jóvenes, porque no se desarrollaron políticas preventivas ni programas de integración social. Por otro lado, todos sabemos que la justicia nacional y las provinciales ya se encuentran colapsadas sin menores de 16 años (imaginemos qué sucedería si reducimos la edad de imputabilidad). Por último, el avance del sistema penal en la Argentina no ha provocado un descenso en los índices delictivos. Prueba de ello es el severo endurecimiento penal, mediante el paquete de “leyes Blumberg”, que sólo repercutió en un extraordinario incremento de la población penitenciaria.

Un análisis real de esta situación marca que la mayoría de estos niños, en conflicto con la ley penal, son utilizados por mayores -muchos de ellos integrantes de las propias fuerzas de seguridad, como vemos que pasó con Luciano Arruga, al que terminaron “desapareciendo”, por negarse a trabajar para ellos- para realizar “trabajos” para su beneficio. Entonces, debemos ante todo preguntarnos: de reducirse la edad de imputabilidad, ¿no estaríamos poniendo en “disposición” para dichos trabajos, por su carácter de inimputables, a los chicos menores de 14 años? Es que así, este mayor que los maneja, va a descartar al chico de entre 14 a 16 años, porque ya no le sirve y va a ir a buscar a uno de 13.

Evidentemente, la solución no es que el sistema penal siga avanzando sobre los niños que, como ya señalamos, son los más expuestos y revisten mayor vulnerabilidad. Frente a esta situación, estamos convencidos de que la relación entre pobreza y delito no es de causa a efecto, sino que concurren otras determinaciones: las promesas incumplidas, el retiro del Estado de sus funciones de protección social, la ruptura de los lazos sociales y la subordinación a los preceptos del individualismo más cruel. Es un engaño plantear que podemos resolver los problemas del delito y la violencia si no los relacionamos a los parámetros básicos de inequidad económica y marginalidad social. Esto debe ser parte de un profundo y amplio debate que apunte a la construcción de un modelo distinto de sociedad, y no reducirse a la adopción pasiva y efectista de consignas autoritarias (“tolerancia cero”, “mano dura”).