Cuando el gendarme es necesario

Desde que los jefes militares comparten el poder con los políticos, son bien conocidos esos discursos de aliento catastrofista que buscan sobreponer la razón de los sables a la de las leyes. Sin embargo, fue un venezolano, Laureano Vallenilla Lanz, quien a comienzos del siglo XX definió para la América hispana la tesis del “césar democrático”, esto es, aquel general o caudillo que se atribuía autoritariamente la custodia de la paz, del progreso y del orden civil, controlando con mano de hierro la vida del Estado e impidiendo que éste cayera en la anarquía bajo la acción disolvente de las facciones políticas y de los intereses de grupo.

Como se sabe, la defensa del “gendarme necesario” emprendida por Vallenilla Lanz estaba directamente referida al régimen de Juan Vicente Gómez; pero, por lo que toca al subcontinente, es fácil hallar las raíces de ese argumentario en los discursos del propio Simón Bolívar. Al embestir la Convención de Ocaña y someter el gobierno de Colombia a su dictadura personal, el libertador, imitando las razones de Bonaparte durante el 18 brumario, invocaba los peligros de que se hallaba cercada la República y el inminente riesgo de fractura social; de modo que la férula militar se presentaba como un remedio impostergable para atajar el desastre y para reconducir la vida del Estado a la concordia y a la legalidad. Lejos de condenar esta resolución, la memoria patria ha visto en ella una prueba del sentido de la responsabilidad con el que Bolívar había asumido su misión histórica; y a la misma indulgencia se han acogido todos los golpes de Estado que luego ha sufrido Venezuela, y que, lógicamente, no se dan nunca en nombre del despotismo sino antes bien de la justicia y la democracia: en ello no se diferenciaron el dirigido en 1945 por un líder civil como Rómulo Betancourt (para derrocar un gobierno ampliamente tolerante que sin embargo no había sido elegido en las urnas) y el que intentó en 1992 el teniente coronel Hugo Chávez Frías (contra un presidente votado popularmente pero que, desde su punto de vista, había quedado deslegitimado tras la aplicación de políticas “neoliberales”).

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Venezuela: el peligro de la democracia de facto

El surgimiento de foros como el G8 o el G20 no ha dejado de ser denunciado, por parte de la izquierda, como la asunción arbitraria de un amplísimo poder de decisión, capaz de trazar políticas de alcance global en virtud de acuerdos que no cuentan con ningún título para atribuirse la aprobación de los ciudadanos. El panorama de crisis económica ha dado amplio margen a la acción de aquellos cónclaves, haciéndonos ver que el destino de la política no sólo amenaza con la deslocalización de los centros decisorios, dispersando y volviendo opaca la expresión de la soberanía, sino que avanza hacia una razón maquiavélica que, por lo anterior, no es ya ni siquiera la antigua “razón de Estado” -pues prescinde de las connotaciones territoriales y comunitarias de este último término-, pero que mantiene intacta la noción de una autoridad fundamentada sobre un “quiero y puedo” que todos han de encajar como un irremediable “debo”.

Por supuesto, lo que subyace a la queja de los antisistema es un conflicto de intereses que si cuestiona aquella usurpación es, simple y llanamente, porque no son ellos los que se benefician de tales métodos. Si estuvieran, en cambio, puestos al servicio de su causa, no dudarían en despreciar las “formalidades burocráticas” que uno juzgaría necesarias para circunscribir el ejercicio del poder. Poco puede extrañar ese doble rasero si tenemos en cuenta otras contradicciones que delatan la verdadera ralea del voluntarismo socialista. Verbigracia: el socialismo afirma la naturaleza autoritaria de la democracia representativa con el argumento de que en ella el pueblo sólo vale para refrendar a los políticos, concurriendo borreguilmente y de tanto en tanto a las citas electorales. Se obvia, por supuesto, que en la medida en que exista un orden constitucional responsable y respetuoso de los derechos individuales, la aquiescencia electoral no puede ser interpretada, por parte de los poderes públicos, como un cheque en blanco para actuar según les venga en gana, sino que han de sujetarse a lo previsto en la ley. Pero en la alternativa de los socialistas -la llamada “democracia participativa”, cuyo ideal es el plebiscito constante-, la institucionalidad se desprecia y en cambio se privilegia, precisamente, la recurrencia electoral: no sólo es falso que se le dé más poder al pueblo, sino que, por el contrario, se le convoca una y otra vez como poderdante para autorizar una conducta política que no se considera obligada frente a ningún otro límite ni principio.  Por lo demás, en contextos que con frecuencia son todo menos plurales -con partidos muy hegemónicos; con el ventajismo abierto de los aspirantes oficialistas; con un férreo control del Estado sobre la conciencia de los funcionarios; con sistemas corruptos o clientelares-, resulta muy poco ético rendirse al pretexto de que el asentimiento de las urnas consagra sin más la bondad de las acciones gubernamentales.

Los que mandan ahora en Venezuela han reconocido, con la mayor desfachatez, que la letra de la Constitución es para ellos un mero “formalismo”, y han actuado en consecuencia al soslayar, como cosa puramente incidental, la preceptiva declaración sobre la ausencia temporal o absoluta del presidente. Con todo, esa ostentosa conculcación de las disposiciones constitucionales para la asunción presidencial  (en una palabra: ese flagrante golpe de Estado) ha pretendido disimularse bajo una pirueta sofística según la cual el mandatario no es que se halle ausente: es más bien que no está. Llegados a este punto absurdo, la única forma de seguir fingiendo que en Venezuela no ha habido una ruptura de la legalidad democrática es admitir que el país se rige por una lógica particular, ajena a la racionalidad, y en donde hasta lo más insólito debe verse con la naturalidad propia de Macondo. El pensamiento constitucional, según esto, consistiría en adaptar el mundo de Constant y de Oliver Wendell-Holmes al de Ionesco y Buñuel. Por desgracia, el resultado histórico de este tipo de híbridos no es una comedia de enredos, sino un distopía horriblemente realista y trágica, reconstruida en los testimonios de Solzhenitsyn o de Sebastian Haffner.

Lo que contrasta con este montaje irracionalista, sancionado por todos con cómplice encogimiento de hombros, es la resolución con que, en cambio, la comunidad internacional se apresuró a tender un cordón sanitario alrededor de Honduras y de Paraguay cuando los otros poderes públicos hicieron uso de prerrogativas constitucionales para deponer al presidente. Por supuesto, la estabilidad política es un valor deseable para la consolidación de las democracias latinoamericanas, y resulta muy disfuncional la utilización de recursos excepcionales y expeditivos para fulminar al contrario con ánimo puramente partidista. Pero sacrificar la legalidad en Venezuela con el subterfugio de tener la fiesta en paz es volver al famoso argumento del “son of a bitch” que, aun siéndolo, es el que mejor sirve a determinados intereses.

El imperio de la ley tampoco puede quedar abolido con el alegato de que el chavismo sigue teniendo el apoyo de las masas. El pueblo tiene derecho a apoyar la opción política que quiera, pero asimismo tiene el deber de saber cuáles son las reglas del juego limpio, y que nadie se las puede saltar. Es a los propios líderes a quienes corresponde fijar ese principio con el ejemplo de una conducta íntegra. En cambio, el régimen de Hugo Chávez le ha hecho ver a la gente que, a fin de cuentas, la democracia es algo maleable, subastable, viscoso, impreciso, donde ni la transparencia ni el respeto son imprescindibles. Pero si las masas se han avenido a sostener ese modelo inconsecuente, en el que lo aceptable y lo inadmisible dependen de lo que convenga al régimen, ha de hacérselas perfectamente conscientes de que con la misma vara serán medidos los derechos ciudadanos, y de que están sellando un pacto mefistofélico de servidumbre.

Xavier Reyes Matheus y Guillermo Hirschfeld, para Foro Rangel

El rival que necesita el chavismo y el que debe darle la oposición

Una cosa ha quedado clara durante todos estos años de régimen “bolivariano”, y es que cuando la oposición gana elecciones es porque el Gobierno no ha querido impedirlo. Podría hacerlo sin problema porque controla descaradamente el escrutinio de los votos, y aunque hasta ahora no ha habido una investigación en firme sobre casos de fraude, el repertorio de irregularidades electorales en Venezuela incluye artimañas manifiestas que van desde el gerrymandering hasta las nacionalizaciones masivas de chinos para abultar el sufragio chavista.

Henrique Capriles había caído ante Chávez en las presidenciales de octubre, pero dejaba memoria de los mayores avances hechos por la oposición desde que el militar golpista fue elegido por primera vez. El joven rival se presentaba el 16 pasado a la gobernación del estado de Miranda, y entretanto el escenario político venezolano había dado un vuelco determinante con el agravamiento de la enfermedad de Chávez. Pelear contra el caudillo no es lo mismo que hacerlo con sus secuaces, huérfanos por completo de su carisma y de su popularidad. Con ese razonamiento, la oposición podía encontrar nuevos bríos y reconstruir un liderazgo que mirase, sobre todo, a esas eventuales elecciones en las que Nicolás Maduro ha de postularse para continuar, por virtud dinástica, la obra chavista. Tal posibilidad entrañaba un riesgo indudable para la supervivencia de la revolución, y aunque no era cuestión de un “Capriles ad portas!” que hiciera cundir el pánico, la fragilidad del chavismo sin Chávez no era dato superfluo. A tal punto que bien habría podido sugerir, para los más radicales, un golpe de mano que desactivara el parapeto democrático y garantizara una sucesión sin conmociones. Pero esto —que habría podido hacerse recurriendo a la emergencia nacional, o a ese Armagedón político que es la Asamblea Constituyente― habría sido desvelar ya por completo la dictadura, y es probable que con ello hubiera quedado aún más comprometido el orden futuro.

La salida debía contar, entonces, con lo que al fin y al cabo ha sido hasta ahora el instrumento más útil para la táctica chavista de asalto y secuestro del poder: las elecciones. Pero allí, ¿cuánto terreno había de permitírsele ocupar a la oposición? Habría quien pensara que ninguno, y que, de haber perdido el 16, el liderazgo de Capriles se habría evaporado para siempre y muerto el perro se acababa la rabia. Pero, en cambio, los árbitros electorales le han perdonado la vida, a la vez que la aplanadora oficialista sometía 20 de los 23 estados de Venezuela y encumbraba sus gobernadores incluso en las regiones donde no fue mayoritario, en las presidenciales de octubre, el voto rojo.

Los artífices del mecanismo sucesorio han caído en la cuenta, parece, de que el mayor problema de Maduro es su falta de legitimidad: ante los propios chavistas, ante los venezolanos y ante la comunidad internacional. La unción del mandamás muerto no le bastará para quedarse con todo. De modo que la única forma de llenar esa deficiencia es en unas elecciones “democráticas”, con un candidato de oposición enfrente. Para tenerlo han respetado el triunfo de Capriles, lanzando, al mismo tiempo, un mensaje contundente: Venezuela, incluso si se trata de elegir a segundones, es mayoritariamente chavista. Y es en ese entendido como quieren llevar a las urnas a su contendor, para consagrar a Maduro como presidente constitucional y apoyado por el pueblo soberano.

Hace tres meses no se sabía si Capriles podía ser rival para Chávez, pero nadie dudaba de que su liderazgo, apuntalado sobre unas elecciones primarias y un titánico empeño de acercamiento a la gente, era superior al de cualquier cortesano del régimen. La emergencia hereditaria de Maduro no cambia ese panorama, y ahora más que nunca es necesario que el gobernador de Miranda se ponga al frente de un proyecto nacional, capaz de demostrar que con Chávez muere también la revolución y que alguien sensato debe tomar las riendas ante la destrucción que deja. La oposición debe cuidarse mucho de ser el escabel para que se instale cómodamente, en el trono del tirano, un donnadie improvisado por los Castro, azorados frente a la perspectiva de quedarse sin patrocinador.

Venezuela y la lucha por la verdad

Aunque muchos se resistan a verlo, la llamada “Revolución Bolivariana”,  acometida por la vía de los votos y muy distinta, en muchas cosas, del régimen de los Castro —con todo y la admiración que siente por él— ha consistido ciertamente en una revolución en toda regla. Con la excepción de las revoluciones del constitucionalismo garantista, que buscaron abolir los privilegios y construir naciones de ciudadanos iguales ante la ley, lo propio del fenómeno revolucionario es que con él se edifica un orden nuevo en beneficio de un determinado sector de la sociedad. Ese orden (con sus nuevos jefes, sus nuevos ricos, sus funcionarios, sus contratistas, sus intelectuales, sus artistas, sus negocios, sus proveedores, sus aliados internacionales, sus amantes, sus líderes religiosos, sus propagandistas, sus grupos de interés, sus militares y policía, etc.) surge de pronto y se hace con el control de todo gracias a un cambio de régimen, que derroca lo antiguo. Se trata, por lo tanto, de un mundo nuevo que depende, exclusivamente, de que tal régimen se sostenga. En la dinámica normal de las sociedades plurales esto no pasa en un grado tan alto, porque, aunque la corrupción y las clientelas no se hallen del todo ausentes de la vida política, la gente se desarrolla con ciertos márgenes de libertad, y cada quien trabaja, ejerce su profesión, accede a los bienes, forma un patrimonio y va configurando la clase media independientemente de quién gobierne: no le debe al poder todo lo que tiene y es; no ha conseguido aquella posición por subirse al carro de un lance político; su lugar en la sociedad no va a desaparecer con la caída de los que mandan. Y esta es la causa de que, cuando se trata de un régimen revolucionario, la gente no contemple opciones ni alternativas, sino que adopte una lógica de supervivencia o muerte. Ello explica que la volatilidad de sus partidarios sea mucho menor que en sistemas libres.

El fin de las revoluciones suele convertirse, por eso, en un nudo gordiano, porque la vorágine demoledora llega a ser, en un momento, terriblemente opresiva y azarosa, y aunque retroceder implica el peligro de perderlo todo, seguir hacia delante es exponerse a los nuevos poderes que van encaramándose, y entre cuyas manos resulta muy dudosa la seguridad. En semejante escenario, lo más esperable es que se produzca una salida “termidoriana”, procurada normalmente por los que más se han beneficiado del proceso, y que no podrán, mientras se mantenga la inestabilidad revolucionaria, dar por consolidadas tales ganancias. Esto es especialmente sensible cuando la revolución ha puesto en solfa el principio de la propiedad privada: los que a costa de ello se han hecho ricos quieren asegurar el disfrute de ese patrimonio, y de pronto se transforman en ardientes defensores del statu quo y rechazan más cambios drásticos. Entonces se dan cuenta de que tienen que volverse contra los suyos y pactar con los que hasta aquel momento han sido sus adversarios, formando con ellos una alianza para compartir el poder a cambio de conservar los trofeos revolucionarios.

Estas salidas de síntesis obligan, por supuesto, a un alarde de tolerancia. Se impone hacerse la vista gorda para soportar, quizá, que los antiguos líderes del terror revolucionario pasen luego por ciudadanos pacíficos, artífices de la transición, llenos de talante democrático y de buena voluntad hacia sus contrarios. Es el precio de lograr la armonía y de salir del radicalismo. Por otra parte, habrá que reconocer que, aunque frecuentemente conducidas por agitadores y demagogos, las revoluciones no suceden de gratis; son casi siempre el síntoma de una injusticia social, de problemas enquistados en una sociedad que al fin se revela incapaz de ponerles remedio; de políticas ciegas e ineptas; de reclamos desoídos. Aceptar la cuota de culpa (incluso histórica o heredada) que cada cual tiene en los males de una nación obliga también a estas reparaciones de las que no salen muy bien paradas la verdad y la justicia, y que son, al fin y al cabo, un compromiso con la paz.

Que la reconciliación de los venezolanos haya de pasar necesariamente por una solución de este tipo es algo que debe presupuestarse. Allí, como en cualquier parte, el empeño contrarrevolucionario de combatir la violencia con más violencia está llamado a resultar, además de trágico, contraproducente, y a abrir la puerta a una espiral de venganza que luego no tiene fin. Por otra parte, cuando un país ha sufrido una convulsión como la que han supuesto todos estos años de chavismo en Venezuela, la restauración sin más al mundo prerrevolucionario no sólo es imposible, sino también una estupidez insensata, porque supone volver al error que desencadenó el conflicto. No: las revoluciones reconfiguran la realidad, modifican la mentalidad de la gente y crean espacios que no pueden ser luego apabullados por puro afán reaccionario.

Puede comprenderse, en consecuencia, que la oposición venezolana haya optado por no negar el chavismo; por considerar el alcance de su penetración social; por admitir lo que representa en la afectividad de tantas personas y por formular una propuesta que asumiese como premisa el inocultable favor popular del que goza Hugo Chávez. Ello fue notorio, sobre todo, en el perfil ideológico que quiso ofrecer Capriles: alejado del maniqueísmo izquierda/derecha pero escorado hacia la primera, con declarada admiración por Lula y promesas y métodos socialdemócratas. Yo no me atrevería a afirmar que una línea distinta estaría necesariamente condenada al fracaso, porque no creo que el político dependa de la ideología sino que, al contrario, la solidez de esta última se concreta en la convicción con que aquel la defienda y ponga por obra; pero entiendo que la escala del gris es una forma progresiva de salir del negro. Y es que, en efecto, la razón estratégica —desplazar a Chávez del poder— parece que subordinaba cualquier otra: algo perentorio si se piensa en el tremendo peligro que entraña el gobierno del militar venezolano.

Así fue como la oposición se presentó a las elecciones, aun a sabiendas de que la imparcialidad del árbitro electoral era impensable, y a pesar del escandaloso ventajismo con que jugaría Chávez. Verdad es que en el transcurso de la campaña era imposible predecir como podían cambiar las tornas, sobre todo teniendo en cuenta la enfermedad del tirano. En fin: llegaron las elecciones, Chávez seguía en circulación y se cumplieron las peores expectativas, que eran también las más lógicas. Por supuesto, la decisión de acogerse a un escrutinio de votos controlado desde el Gobierno comprometía a Capriles a aceptar el fallo electoral, como ha hecho sin ninguna reticencia. Hacer otra cosa habría sido inconsecuente, y habría dado la impresión de una conducta dudosamente ajustada a las reglas del juego.

El problema es que quien está enfrente es Hugo Chávez. La democracia, sí, es un sistema en el que se permite que gobierne el peor; pero ello porque el Estado de Derecho provee de un marco institucional lo bastante sólido como para que un mal gobierno no aniquile la república y los derechos fundamentales, y para que pueda relevársele cuando los votos lo decidan. Tal condición es precisamente lo que no existe en Venezuela, porque Hugo Chávez se encargó de desmantelarla. Bajo el actual estado, de absoluta sumisión de todos los poderes a la bota presidencial, el sufragio puede sin duda refrendar a Chávez, pero nunca podría desalojarlo. Por otra parte, se trata de un gobierno abiertamente criminal y despótico, y, por lo tanto, la legitimidad que puede darle la voluntad popular es írrita, pues se encuentra deslegitimado per se, al haberse puesto al margen de los derechos humanos y de las libertades civiles y políticas. “La voluntad de todo un pueblo no puede hacer justo lo que es injusto”, dijo Constant, y tal es el fundamento del Estado Constitucional de Derecho. La autoridad que se pone fuera de él no puede ser legitimada con arreglo a ninguno de sus mecanismos: es espuria, forajida.

Esto, y no otra cosa, es lo que la oposición venezolana está obligada a explicar alto y claro. Haya habido o no fraude, lo que ha de dejar patente es contra qué está luchando y en nombre de qué principios. Porque no lucha simplemente contra un gobierno ineficaz y a favor de una mejor administración, sino para derrocar un orden asentado sobre la opresión y la injusticia. Disimular esto en nombre de una estrategia no sólo no es ético, sino que no es políticamente rentable. Se ha visto ya el desastre del 7 de octubre, por más que algunos analistas incomprensibles se empeñen en la pirueta sofística de que, habiendo perdido por un margen tan amplio, la oposición “ha demostrado que Chávez es derrotable”. No lo demostrará hasta que lo derrote, y hasta entonces no podrá demostrar tampoco que la vía electoral era un instrumento para ello. Pero, si así sucediera (lo cual sería, por supuesto, una gran noticia para todo el mundo), la farsa de un chavismo integrado al juego democrático podría signar la suerte del gobierno que lo sustituyese. Porque, fundado sobre tal mentira, tendría muy poca autoridad para restituir el imperio de la recta razón, y no sería más que la alfombra bajo cual esconder los chanchullos y las injusticias más aberrantes. Si gracias al consentimiento de la oposición Chávez puede presentarse al mundo como un gran demócrata, sus presos políticos, encerrados arbitrariamente y sometidos a los peores vejámenes, pasarán a ser simples delincuentes juzgados según el debido proceso. Y los muertos bajo la violencia revolucionaria desaparecerán de la estadística, como esas tres personas que el domingo 7 apenas merecieron mención entre los sucesos de la “jornada completamente pacífica”.

No es verdad que el compromiso de Capriles con la verdad esté acorralado en una disyuntiva hamletiana de votar o no votar. Su liderazgo puede superar este aspecto puramente “burocrático” (como llaman los manuales del socialismo chavista al “acto electoral”) y ponerse al frente de algo más vigoroso, más admirable y más grande. Y a quienes me acusen de invocar aquí la sombra de Pinochet, me permito recordarles que también existieron Walesa y Havel, cuya valentía resultó luego premiada por los votos, pero que antes dieron la pelea seguros de qué lado caía el bien y de qué lado caía el mal.