Venezuela y la lucha por la verdad

Xavier Reyes Matheus

Aunque muchos se resistan a verlo, la llamada “Revolución Bolivariana”,  acometida por la vía de los votos y muy distinta, en muchas cosas, del régimen de los Castro —con todo y la admiración que siente por él— ha consistido ciertamente en una revolución en toda regla. Con la excepción de las revoluciones del constitucionalismo garantista, que buscaron abolir los privilegios y construir naciones de ciudadanos iguales ante la ley, lo propio del fenómeno revolucionario es que con él se edifica un orden nuevo en beneficio de un determinado sector de la sociedad. Ese orden (con sus nuevos jefes, sus nuevos ricos, sus funcionarios, sus contratistas, sus intelectuales, sus artistas, sus negocios, sus proveedores, sus aliados internacionales, sus amantes, sus líderes religiosos, sus propagandistas, sus grupos de interés, sus militares y policía, etc.) surge de pronto y se hace con el control de todo gracias a un cambio de régimen, que derroca lo antiguo. Se trata, por lo tanto, de un mundo nuevo que depende, exclusivamente, de que tal régimen se sostenga. En la dinámica normal de las sociedades plurales esto no pasa en un grado tan alto, porque, aunque la corrupción y las clientelas no se hallen del todo ausentes de la vida política, la gente se desarrolla con ciertos márgenes de libertad, y cada quien trabaja, ejerce su profesión, accede a los bienes, forma un patrimonio y va configurando la clase media independientemente de quién gobierne: no le debe al poder todo lo que tiene y es; no ha conseguido aquella posición por subirse al carro de un lance político; su lugar en la sociedad no va a desaparecer con la caída de los que mandan. Y esta es la causa de que, cuando se trata de un régimen revolucionario, la gente no contemple opciones ni alternativas, sino que adopte una lógica de supervivencia o muerte. Ello explica que la volatilidad de sus partidarios sea mucho menor que en sistemas libres.

El fin de las revoluciones suele convertirse, por eso, en un nudo gordiano, porque la vorágine demoledora llega a ser, en un momento, terriblemente opresiva y azarosa, y aunque retroceder implica el peligro de perderlo todo, seguir hacia delante es exponerse a los nuevos poderes que van encaramándose, y entre cuyas manos resulta muy dudosa la seguridad. En semejante escenario, lo más esperable es que se produzca una salida “termidoriana”, procurada normalmente por los que más se han beneficiado del proceso, y que no podrán, mientras se mantenga la inestabilidad revolucionaria, dar por consolidadas tales ganancias. Esto es especialmente sensible cuando la revolución ha puesto en solfa el principio de la propiedad privada: los que a costa de ello se han hecho ricos quieren asegurar el disfrute de ese patrimonio, y de pronto se transforman en ardientes defensores del statu quo y rechazan más cambios drásticos. Entonces se dan cuenta de que tienen que volverse contra los suyos y pactar con los que hasta aquel momento han sido sus adversarios, formando con ellos una alianza para compartir el poder a cambio de conservar los trofeos revolucionarios.

Estas salidas de síntesis obligan, por supuesto, a un alarde de tolerancia. Se impone hacerse la vista gorda para soportar, quizá, que los antiguos líderes del terror revolucionario pasen luego por ciudadanos pacíficos, artífices de la transición, llenos de talante democrático y de buena voluntad hacia sus contrarios. Es el precio de lograr la armonía y de salir del radicalismo. Por otra parte, habrá que reconocer que, aunque frecuentemente conducidas por agitadores y demagogos, las revoluciones no suceden de gratis; son casi siempre el síntoma de una injusticia social, de problemas enquistados en una sociedad que al fin se revela incapaz de ponerles remedio; de políticas ciegas e ineptas; de reclamos desoídos. Aceptar la cuota de culpa (incluso histórica o heredada) que cada cual tiene en los males de una nación obliga también a estas reparaciones de las que no salen muy bien paradas la verdad y la justicia, y que son, al fin y al cabo, un compromiso con la paz.

Que la reconciliación de los venezolanos haya de pasar necesariamente por una solución de este tipo es algo que debe presupuestarse. Allí, como en cualquier parte, el empeño contrarrevolucionario de combatir la violencia con más violencia está llamado a resultar, además de trágico, contraproducente, y a abrir la puerta a una espiral de venganza que luego no tiene fin. Por otra parte, cuando un país ha sufrido una convulsión como la que han supuesto todos estos años de chavismo en Venezuela, la restauración sin más al mundo prerrevolucionario no sólo es imposible, sino también una estupidez insensata, porque supone volver al error que desencadenó el conflicto. No: las revoluciones reconfiguran la realidad, modifican la mentalidad de la gente y crean espacios que no pueden ser luego apabullados por puro afán reaccionario.

Puede comprenderse, en consecuencia, que la oposición venezolana haya optado por no negar el chavismo; por considerar el alcance de su penetración social; por admitir lo que representa en la afectividad de tantas personas y por formular una propuesta que asumiese como premisa el inocultable favor popular del que goza Hugo Chávez. Ello fue notorio, sobre todo, en el perfil ideológico que quiso ofrecer Capriles: alejado del maniqueísmo izquierda/derecha pero escorado hacia la primera, con declarada admiración por Lula y promesas y métodos socialdemócratas. Yo no me atrevería a afirmar que una línea distinta estaría necesariamente condenada al fracaso, porque no creo que el político dependa de la ideología sino que, al contrario, la solidez de esta última se concreta en la convicción con que aquel la defienda y ponga por obra; pero entiendo que la escala del gris es una forma progresiva de salir del negro. Y es que, en efecto, la razón estratégica —desplazar a Chávez del poder— parece que subordinaba cualquier otra: algo perentorio si se piensa en el tremendo peligro que entraña el gobierno del militar venezolano.

Así fue como la oposición se presentó a las elecciones, aun a sabiendas de que la imparcialidad del árbitro electoral era impensable, y a pesar del escandaloso ventajismo con que jugaría Chávez. Verdad es que en el transcurso de la campaña era imposible predecir como podían cambiar las tornas, sobre todo teniendo en cuenta la enfermedad del tirano. En fin: llegaron las elecciones, Chávez seguía en circulación y se cumplieron las peores expectativas, que eran también las más lógicas. Por supuesto, la decisión de acogerse a un escrutinio de votos controlado desde el Gobierno comprometía a Capriles a aceptar el fallo electoral, como ha hecho sin ninguna reticencia. Hacer otra cosa habría sido inconsecuente, y habría dado la impresión de una conducta dudosamente ajustada a las reglas del juego.

El problema es que quien está enfrente es Hugo Chávez. La democracia, sí, es un sistema en el que se permite que gobierne el peor; pero ello porque el Estado de Derecho provee de un marco institucional lo bastante sólido como para que un mal gobierno no aniquile la república y los derechos fundamentales, y para que pueda relevársele cuando los votos lo decidan. Tal condición es precisamente lo que no existe en Venezuela, porque Hugo Chávez se encargó de desmantelarla. Bajo el actual estado, de absoluta sumisión de todos los poderes a la bota presidencial, el sufragio puede sin duda refrendar a Chávez, pero nunca podría desalojarlo. Por otra parte, se trata de un gobierno abiertamente criminal y despótico, y, por lo tanto, la legitimidad que puede darle la voluntad popular es írrita, pues se encuentra deslegitimado per se, al haberse puesto al margen de los derechos humanos y de las libertades civiles y políticas. “La voluntad de todo un pueblo no puede hacer justo lo que es injusto”, dijo Constant, y tal es el fundamento del Estado Constitucional de Derecho. La autoridad que se pone fuera de él no puede ser legitimada con arreglo a ninguno de sus mecanismos: es espuria, forajida.

Esto, y no otra cosa, es lo que la oposición venezolana está obligada a explicar alto y claro. Haya habido o no fraude, lo que ha de dejar patente es contra qué está luchando y en nombre de qué principios. Porque no lucha simplemente contra un gobierno ineficaz y a favor de una mejor administración, sino para derrocar un orden asentado sobre la opresión y la injusticia. Disimular esto en nombre de una estrategia no sólo no es ético, sino que no es políticamente rentable. Se ha visto ya el desastre del 7 de octubre, por más que algunos analistas incomprensibles se empeñen en la pirueta sofística de que, habiendo perdido por un margen tan amplio, la oposición “ha demostrado que Chávez es derrotable”. No lo demostrará hasta que lo derrote, y hasta entonces no podrá demostrar tampoco que la vía electoral era un instrumento para ello. Pero, si así sucediera (lo cual sería, por supuesto, una gran noticia para todo el mundo), la farsa de un chavismo integrado al juego democrático podría signar la suerte del gobierno que lo sustituyese. Porque, fundado sobre tal mentira, tendría muy poca autoridad para restituir el imperio de la recta razón, y no sería más que la alfombra bajo cual esconder los chanchullos y las injusticias más aberrantes. Si gracias al consentimiento de la oposición Chávez puede presentarse al mundo como un gran demócrata, sus presos políticos, encerrados arbitrariamente y sometidos a los peores vejámenes, pasarán a ser simples delincuentes juzgados según el debido proceso. Y los muertos bajo la violencia revolucionaria desaparecerán de la estadística, como esas tres personas que el domingo 7 apenas merecieron mención entre los sucesos de la “jornada completamente pacífica”.

No es verdad que el compromiso de Capriles con la verdad esté acorralado en una disyuntiva hamletiana de votar o no votar. Su liderazgo puede superar este aspecto puramente “burocrático” (como llaman los manuales del socialismo chavista al “acto electoral”) y ponerse al frente de algo más vigoroso, más admirable y más grande. Y a quienes me acusen de invocar aquí la sombra de Pinochet, me permito recordarles que también existieron Walesa y Havel, cuya valentía resultó luego premiada por los votos, pero que antes dieron la pelea seguros de qué lado caía el bien y de qué lado caía el mal.