La (in)salud del deporte infantil

Yvonne Blajean Bent

Muchas veces escuchamos las frases: el deporte es salud, o que el deporte promueve hábitos y disciplina de forma más divertida que en la escuela. Sin embargo, a veces deja de ser algo placentero porque las familias ven en sus niños los futuros deportistas de élite, ya sea por un símbolo de status o por un horizonte económico mucho más holgado. En este caso retumba la advertencia de Spinoza: estamos en discordancia y estar en discordancia es una manera de ser en nuestros días de desdicha.

El deporte actual poco tiene que ver con la Grecia antigua, en la que se practicaba la gimnasia para honrar a los dioses. Tal como lo conocemos es un invento moderno, propiamente de la revolución industrial. Primero practicado por las clases acomodadas y luego incorporado a las escuelas para que los jóvenes sean disciplinados intelectual y corporalmente.

Así fue como la práctica del fútbol, el rugby, el básquet y el hockey se desplazó desde la burguesía europea hacia las clases populares. Había que aprovechar el tiempo libre derivado de las regulaciones de las jornadas laborales, de modo que el ocio no se transforme en un mal compañero de los trabajadores. Por eso es que las mismas empresas fomentaron la fundación de clubes que cobijaran a los más pobres. Quizá el caso que escapa a la regla es el del tenis, cuyo origen se remonta a las actividades de las clases altas anglosajonas en la Europa del siglo XVIII. Ahora asistimos a una nueva transformación. En efecto, los más chicos llegan al deporte a través de los padres. Los objetivos son la búsqueda de dinero, prestigio o saldar frustraciones propias. Así lo explican los docentes de clubes y colegios que trabajan a diario con jóvenes. Todos reconocen el rol crucial de las familias, aunque no siempre es bueno para los chicos.

Pablo Etchezahar, preparador físico de las divisiones inferiores del Club Sportivo Dock Sud, sostuvo que “aquellos padres que viven como propio el sueño o actividad de su hijo, suelen estar emparentados con acciones que lejos de acompañar o estimular a su hijo con la actividad, lo deprimen, lo presionan o lo avergüenzan”. Mariano Tarres, entrenador de básquet, explicó que el acompañamiento de los padres es positivo en algunos momentos y en otros no tanto: “la presencia de los padres en los entrenamientos perjudica la atención y concentración para la adquisición de nuevas habilidades y destrezas ya que el deportista se siente doblemente evaluado. Sin embargo, en las competiciones la familia y amigos dan ese punto de tensión y apoyo que se necesita”. En el tenis las cosas no son diferentes. Los entrenadores cuentan que también hay discusiones entre padres sobre si una pelota fue buena o mala; sobre todo, a nivel amateur en el que los jugadores están solos, sin un árbitro o juez de línea como ocurre a nivel profesional y la disputa excede a los protagonistas y alcanza a insultos y gritos de los mayores.

Pero los deportes no se practican solo en los clubes, ya que integran las currículas de la educación primaria y secundaria. Se apunta a que la actividad física ayude al proceso de internalizar normas de un modo mucho más divertido que sentado frente al pizarrón. Para conocer ese proceso se consultó a docentes de tres deportes del Colegio Guadalupe, ubicado en el barrio porteño de Palermo. Ellos explicaron cómo hacen para que las presiones familiares no lleguen a la práctica deportiva y para que los chicos incorporen valores como la responsabilidad, solidaridad y compañerismo.

Nelson Isella, entrenador de handball, señaló que “uno busca educarlos a través del deporte, socialmente”. Su par de rugby, Sergio Manente, afirmó que el juego “es completamente formativo, cuando se comete una infracción le decís paremos acá, nadie se mueve y se les explica. Sin embargo, ambos reconoce que “la violencia se cuela”. Para estas situaciones los docentes tienen estrategias. Paula Plascencia, a cargo del hockey, reveló que “en casos de mucha presión nos hemos acercado a la familia para que baje un cambio, el comentario más violento que escuché fue ¡partila!”. Nadia Mouras, árbitro de handball, narró una experiencia singular. Dirigía un partido infantil en Mar del Plata y no dudó en suspender el match por las agresiones de los jugadores y del público. El estadio fue clausurado. El antecedente muestra que las autoridades pueden contribuir. Explicó: “los árbitros tenemos la misión de mejorar el espectáculo de handball y tratar de que no haya violencia, lo más complicado es con los más chicos, los padres están empezando también y el handball es un deporte que tiene muchos roces y a veces es violento”.

Ante este panorama, se impuso una pregunta: cuál creían que era el origen de este fenómeno. La respuesta contundente fue: “la futbolización de casi todos los deportes”. Cuando preguntamos por posibles soluciones distintas de la contención familiar, la respuesta fue que la autoridad podía ayudar. Nelson Isella narró la historia de “un papá que quiso trasladar el ambiente del fútbol al handball, vinieron los árbitros a la mesa de control, le pidieron por favor que se calle y amenazaron con echarlo de la cancha. Se habló y comprendió”. Paula Plasencia contó que los padres no entienden el hockey y que por eso gritan confundiendo la cancha de hockey con el estadio de fútbol y destacó que es muy importante marcar los límites.

En otro plano, al profundizar un poco más sobre las causas de este problema, la respuesta fue la misma: la frustración de los padres se traslada a gritos a los chicos. A veces por necesidad económica (un rasgo del fútbol), otras por que el prestigio que obtienen si el niño sobresale frente a otros padres, también porque recuerdan sus propios sufrimientos en la niñez durante el pan-queso y pretenden evitárselo a los hijos, aunque el precio sea soportar estoicamente los gritos de “aliento”.

En pocas palabras y mal que nos pese, el deporte a veces además de ser una actividad lúdica para quienes los practican, se transforma en un puente cuyo horizonte es el sueño de una mejora económica o un incremento del prestigio social. Como sintetiza Pablo Etchezahar, “sobre todo en los últimos años, en los cuales se abrió una enorme brecha entre los sueldos de los trabajadores de clase media y los deportistas reconocidos, que solo con algunos años de carrera profesional son suficientes para asegurar tanto su porvenir como el de su toda su familia”. Pero, a la par, la experiencia revela que también los adultos pretenden adueñarse de un reconocimiento para canalizar las frustraciones del presente, de su infancia o adolescencia. Por eso a veces el enardecimiento con que alientan parece más un grito de socorro de los padres, mientras que para los jóvenes el deporte se transforma en una actividad insalubre.