La demonización de los especuladores

La polémica con los “fondos buitre” volvió a poner en el centro de la escena a la especulación económica. Las feroces críticas que han recibido los tenedores de la deuda pública argentina que no han decidido entrar a los canjes de deudas ofrecido por el gobierno nacional se fundamentan en que estamos ante un la despiadada especulación de un conjunto de individuos empecinados en perjudicar al país.

Un hombre de aspecto regordete, vestido de frac, con galera y monóculo, sentado en un sillón frente al calor del hogar mientras enciende un habano con un billete de cien dólares que probablemente lo obtuvo hundiendo a alguien en la pobreza. Esa es la imagen que muchos tienen de un especulador, el chivo expiatorio favorito de los últimos tiempos. Ya sea que estemos ante un aumento del precio de la carne, o intentando conseguir un alquiler accesible –una tarea imposible para muchos–, la especulación es señalada como la causa principal de los problemas que nos aquejan. La demonización de los especuladores es una de las habituales estrategias a la que recurren los políticos para deslindarse la responsabilidad por las malas decisiones que toman.

La mitología en torno a la especulación es abrumadora. Los especuladores no trabajan; obtienen beneficios de las desgracias ajenas; siempre salen ganando; su actividad es improductiva al no ofrecer ningún producto o servicio a la sociedad. Estos son algunos de los mitos más escuchados sobre esta actividad. “Lo que las brujas eran para el hombre medieval, los capitalistas para los socialistas y comunistas, el especulador lo es para la mayoría de los políticos y estadistas: la encarnación del mal”, decía el economista Hans Sennholz.

Aunque el bombardeo propagandístico lo haga difícil de creer, los denostados especuladores cumplen una función esencial en la economía en la que no solo se benefician a ello sino que, además, le ofrecen un servicio al resto. Incluso entre quienes los detestan.

El caso de los fondos buitre –los especuladores del momento— y sus esfuerzos por cobrar sus créditos con el Estado argentino nos ofrecen un excelente ejemplo de la ignorada función social que cumplen. Los tenedores de bonos se caracterizan por ser adversos al riesgo y los bonos suelen ser una de las opciones más seguras para invertir. Por eso, cuando el efímero presidente Adolfo Rodríguez Saá anunció el default de la deuda externa, la desesperación de los bonistas era comprensible. Pero allí estaban ellos, los famosos fondos buitre, ofreciendo comprar papeles sin valor, asumiendo el riesgo de no cobrar nada, y soportando los costos legales -bastante altos para el común de la gente- de hacer valer el contrato que Argentina dijo que no iba a honrar. Es decir, asumieron un riesgo que otras personas no estaban dispuestos a tomar. Otra cuestión es si el gobierno debe pagar o no la deuda. Para los libertarios, las razones para oponerse al pago de la deuda son independientes de las características de sus acreedores.

Pero mucho más escandalizadora financiera es la especulación con los alimentos. “Asesinos” es el epíteto más bondadoso que puede recibir alguien que especula con la comida. Pero al contrario de lo que se cree, la especulación alimentaria muchas veces nos asegura que podamos tener comida en nuestros platos. Los especuladores deciden asumir riesgos que los agricultores no están dispuestos a tomar asegurando la cosecha. Por ejemplo, al momento de sembrar maíz, la tonelada del grano se cotiza a $10, un precio aceptable para el productor que pretende vender su cosecha. Sin embargo el productor no sabe al momento de sembrar si ese precio se mantendrá estable, y tras largos meses de espera la cosecha puede ser su ruina económica. Para evitarla -y no poner en riesgo cosechas posteriores- los productores acuden al mercado de futuros donde venden las cosechas por adelantado, permitiéndoles fijar el precio y así garantizan la próxima siembra.

La lógica del especulador está definida por la siguiente máxima: “compra cuando los precios estén bajos, vende cuando los precios estén altos”. Si sus pronósticos son correctos, no solo él saldrá beneficiado, sino el resto de la sociedad. Son ellos los que corrigen los precios distorsionados, los que alivian la escasez y los que asumen riesgos que otros no están dispuestos a asumir. “No es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses”, sostenía Adam Smith más de 200 años atrás, una afirmación que está siempre vigente.

Contra el paternalismo estatal

“El uso del casco o cinturón de seguridad en personas mayores comprende la intimidad, la conciencia, el derecho de disponer de sus actos, de su obrar, de su propio cuerpo, de su vida, en ejercicio de su libertad”, escribió un juez de Faltas de Santa Rosa de Calamuchita en la provincia de Córdoba, cuando en 2010 desestimó una multa por la no portación de casco. El autor de la resolución, el cordobés Ricardo Gigena, elaboró un excelente argumento en contra de la legislación paternalista. La resolución trascendió y fue noticia nacional. Pero un desafío tan abierto al statu quo no podía ser ignorado y una lluvia de críticas se ocupó de poner al juez de Faltas en su lugar. Tres días más tarde la resolución fue vetada por el Intendente, y una semana después Gigena anunció que “rescindía, de mutuo de acuerdo, el contrato” con la Municipalidad.

Como planteaba Gigena, el paternalismo estatal está presente en todos los ámbitos. Desde el uso del casco en la moto o el cinturón de seguridad en el auto, hasta en el envoltorio de un atado de veinte, en la venta de alcohol -hasta las 22 en kioscos y supermercados y hasta las 23- o la cantidad de sal que se le puede poner a las comidas. Incluso, hasta en la distribución de los medicamentos en una farmacia. Todas estas son normas que se caracterizan por estar diseñadas por el “bien de uno mismo”, obligan una conducta en determinado sentido a pesar de que no haya derechos de terceros involucrados.

Probablemente, los que opten por no utilizar casco o cinturón de seguridad no estén tomando la mejor decisión, pero ¿quién puede ser mejor que uno mismo para determinar lo que es mejor para uno? Los consejos de profesionales, familiares y amigos pueden guiarlo a uno en la toma de decisiones, pero la última palabra reside en cada individuo.

El respeto por los planes de vida de los demás es uno de los pilares del libertarismo. En otras palabras, cada uno tiene derecho a optar por el estilo de vida que más prefiera mientras se trate de una actividad pacífica. Y con la libertad de elegir también es posible elegir mal. Pero incluso, ante esta incertidumbre, ni siquiera los que abogan por el paternalismo estatal poseen una bola de cristal para poder imponer qué es lo que va a ser mejor para los demás. Los paternalistas ignoran que las valoraciones de cada persona son únicas y no de un mismo talle para todos. Para algunos fumar ahora puede ser preferible a aumentar las probabilidades de enfermarse en el futuro y otros valoran más la salud a futuro que fumar, o cualquier otro comportamiento poco saludable.

La legislación paternalista fuerza a todos a vivir en una “dictadura por su propio bien”. Se introducen leyes que de utilizarse para erradicar “opiniones dañinas” 0 “literatura poco sana” serían etiquetadas como propias de una dictadura, mientras que en el ámbito de la salud cualquier actividad perjudicial para la persona que la realiza es hasta promovida de la Organización Mundial de la Salud. No es casualidad que al paternalismo estatal también se lo llame “fascismo saludable”.

Los argumentos a favor de las leyes paternalistas incluye una diversidad de grupos, y sus argumentos defiende este tipo de legislación desde el plano moral, político, social, y económico.

Desde un plano político se suele recordar que los que hacen las leyes son votados por la gente, y eso les otorga legitimidad. Sin embargo, la Constitución prohíbe legislación de corte paternalista, y con buenos motivos: no es necesaria. El texto deja fuera del alcance de la democracia y de la “voluntad del pueblo” a las decisiones individuales. La democracia es un mecanismo para la toma de decisiones de carácter colectivo y no un método de determinar la vida de los demás. En estos casos no es necesario recurrir a una regla mayoritaria, cada una de estas decisiones individuales pueden convivir de manera pacífica.

Entre algunos de los argumentos económicos y políticos en defensa del paternalismo es el aumento en el gasto que debe realizar el Estado. Si no utilizar cinturón de seguridad -o casco en una moto- genera más heridos que deben atenderse en hospitales públicos, esto repercutirá en el presupuesto de salud.

Es verdad que bajo el actual estado de cosas, un accidentado que utilizaba casco y no tuvo heridas generará menos gastos en el sistema de salud que uno que no lo utilizó y tuvo heridas graves. Pero la existencia de un servicio de salud estatal no es una justificación para permitir que el Estado interfiera en decisiones autónomas absolutamente privadas. Bajo ese criterio, dado el actual nivel de intervención estatal, las personas deberían convertirse en marionetas del Estado. Cualquier actividad, de una forma u otra repercute en el botín estatal.

Esta tensión entre el sistema de salud estatal y las conductas “riesgosas y dañinas” son producto de la inexistencia de emprendedores en el área de salud. Y es lógico: bajo el contexto actual del sistema de salud nadie piensa en emprender. De hecho, este problema está más que resuelto en muchas otras áreas. Desde hace siglos las compañías de seguro ofrecen soluciones distintas de acuerdo al estilo de vida que lleve una persona, y así previenen gastar en eventos imprevistos.

Pero más allá de los argumentos y el constante debate en torno ante este tipo de medidas, el argumento más contundente es el que hace del artículo 19 de la Constitución:

“Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados”.

El peligro de dar algunas cosas por sentadas

Se suele decir que “la pluma es más poderosa que la espada”. Es verdad que, a pesar de haberse convertido en un cliché aplicable a un sinfín de situaciones, la historia mundial nos demuestra como muchas veces fueron panfletos escritos y no las armas de algún general, los disparadores de cambios radicales en la historia mundial. Desde “Las 95 tesis” de Martín Lutero, hasta “Common Sense”, el panfleto escrito por Thomas Paine, inspirador de la Revolución Americana (1776), la pluma muchas veces ha servido como catalizadora de grandes cambios.

Sin embargo, muchas veces la pluma no es vista como una alternativa o un reemplazo a la espada, sino que cumple la misma función que la espada. Así como Clausewitz sentenció que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, podríamos decir que la pluma es el rifle de la política.

Cuando la pluma es sostenida por un presidente, un ministro, un legislador, o  cualquier persona con la capacidad de firmar en nombre del Estado, su función no es la de persuadir a través de argumentos, elaborar una prosa inspiradora, o describir el estado de las cosas. Una pluma en las manos de un político con poder es como una pistola en manos de un general que amenaza a su propio ejército, el cual pretende replegarse. El militar usa el arma para amenazar o matar, el político firma leyes, decretos, o resoluciones dirigidas a volcar todo el poderío del aparato estatal sobre la sociedad civil. Podemos encontrar un ejemplo en cada acto de gobierno, pero es posible ver la utilización de la pluma como espada en determinadas políticas. Es el caso de uno de los programas más relevantes para el gobierno de Cristina Kirchner, el régimen de control de precios denominado “precios cuidados”.

Continuar leyendo