“El uso del casco o cinturón de seguridad en personas mayores comprende la intimidad, la conciencia, el derecho de disponer de sus actos, de su obrar, de su propio cuerpo, de su vida, en ejercicio de su libertad”, escribió un juez de Faltas de Santa Rosa de Calamuchita en la provincia de Córdoba, cuando en 2010 desestimó una multa por la no portación de casco. El autor de la resolución, el cordobés Ricardo Gigena, elaboró un excelente argumento en contra de la legislación paternalista. La resolución trascendió y fue noticia nacional. Pero un desafío tan abierto al statu quo no podía ser ignorado y una lluvia de críticas se ocupó de poner al juez de Faltas en su lugar. Tres días más tarde la resolución fue vetada por el Intendente, y una semana después Gigena anunció que “rescindía, de mutuo de acuerdo, el contrato” con la Municipalidad.
Como planteaba Gigena, el paternalismo estatal está presente en todos los ámbitos. Desde el uso del casco en la moto o el cinturón de seguridad en el auto, hasta en el envoltorio de un atado de veinte, en la venta de alcohol -hasta las 22 en kioscos y supermercados y hasta las 23- o la cantidad de sal que se le puede poner a las comidas. Incluso, hasta en la distribución de los medicamentos en una farmacia. Todas estas son normas que se caracterizan por estar diseñadas por el “bien de uno mismo”, obligan una conducta en determinado sentido a pesar de que no haya derechos de terceros involucrados.
Probablemente, los que opten por no utilizar casco o cinturón de seguridad no estén tomando la mejor decisión, pero ¿quién puede ser mejor que uno mismo para determinar lo que es mejor para uno? Los consejos de profesionales, familiares y amigos pueden guiarlo a uno en la toma de decisiones, pero la última palabra reside en cada individuo.
El respeto por los planes de vida de los demás es uno de los pilares del libertarismo. En otras palabras, cada uno tiene derecho a optar por el estilo de vida que más prefiera mientras se trate de una actividad pacífica. Y con la libertad de elegir también es posible elegir mal. Pero incluso, ante esta incertidumbre, ni siquiera los que abogan por el paternalismo estatal poseen una bola de cristal para poder imponer qué es lo que va a ser mejor para los demás. Los paternalistas ignoran que las valoraciones de cada persona son únicas y no de un mismo talle para todos. Para algunos fumar ahora puede ser preferible a aumentar las probabilidades de enfermarse en el futuro y otros valoran más la salud a futuro que fumar, o cualquier otro comportamiento poco saludable.
La legislación paternalista fuerza a todos a vivir en una “dictadura por su propio bien”. Se introducen leyes que de utilizarse para erradicar “opiniones dañinas” 0 “literatura poco sana” serían etiquetadas como propias de una dictadura, mientras que en el ámbito de la salud cualquier actividad perjudicial para la persona que la realiza es hasta promovida de la Organización Mundial de la Salud. No es casualidad que al paternalismo estatal también se lo llame “fascismo saludable”.
Los argumentos a favor de las leyes paternalistas incluye una diversidad de grupos, y sus argumentos defiende este tipo de legislación desde el plano moral, político, social, y económico.
Desde un plano político se suele recordar que los que hacen las leyes son votados por la gente, y eso les otorga legitimidad. Sin embargo, la Constitución prohíbe legislación de corte paternalista, y con buenos motivos: no es necesaria. El texto deja fuera del alcance de la democracia y de la “voluntad del pueblo” a las decisiones individuales. La democracia es un mecanismo para la toma de decisiones de carácter colectivo y no un método de determinar la vida de los demás. En estos casos no es necesario recurrir a una regla mayoritaria, cada una de estas decisiones individuales pueden convivir de manera pacífica.
Entre algunos de los argumentos económicos y políticos en defensa del paternalismo es el aumento en el gasto que debe realizar el Estado. Si no utilizar cinturón de seguridad -o casco en una moto- genera más heridos que deben atenderse en hospitales públicos, esto repercutirá en el presupuesto de salud.
Es verdad que bajo el actual estado de cosas, un accidentado que utilizaba casco y no tuvo heridas generará menos gastos en el sistema de salud que uno que no lo utilizó y tuvo heridas graves. Pero la existencia de un servicio de salud estatal no es una justificación para permitir que el Estado interfiera en decisiones autónomas absolutamente privadas. Bajo ese criterio, dado el actual nivel de intervención estatal, las personas deberían convertirse en marionetas del Estado. Cualquier actividad, de una forma u otra repercute en el botín estatal.
Esta tensión entre el sistema de salud estatal y las conductas “riesgosas y dañinas” son producto de la inexistencia de emprendedores en el área de salud. Y es lógico: bajo el contexto actual del sistema de salud nadie piensa en emprender. De hecho, este problema está más que resuelto en muchas otras áreas. Desde hace siglos las compañías de seguro ofrecen soluciones distintas de acuerdo al estilo de vida que lleve una persona, y así previenen gastar en eventos imprevistos.
Pero más allá de los argumentos y el constante debate en torno ante este tipo de medidas, el argumento más contundente es el que hace del artículo 19 de la Constitución:
“Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados”.