Las constantes acusaciones de “fascista” que se lanzan entre adversarios políticos se convirtieron en una imagen habitual del debate político argentino. Sin importar la pertenencia partidaria o ideológica, la apelación al término fascismo (o su argentinización “facho”) para describir a los demás políticos en base a sus ideas, actitudes y acciones se convirtió en un aspecto rutinario de la política nacional. De esta manera, Elisa Carrió acusa al gobierno de fascista, y desde el gobierno la tildan de fascista a ella. El Jefe de Gobierno de la Ciudad, Mauricio Macri, es uno de los blancos favoritos para ser acusado de fascista, y al mismo tiempo propio Macri describió al Gobierno Nacional como fascista. Ejemplos de esto en la política nacional hay de sobra.
Todos ellos tienen razón. La mayoría de las principales figuras políticas nacionales están influenciadas por diversos aspectos del movimiento fundado por Benito Mussolini, y éste es tal vez el logro más importante del kirchnerismo. El marcado desplazamiento del eje del debate hacia las posturas inspiradas en Mussolini consiguió que las discusiones de hoy versen acerca de si el Estado debe ejercer un control arbitrario y autoritario sobre la economía, o si por el contrario el control del Estado en la economía debe ser acompañado de explicaciones más sofisticadas pero igual de equivocadas. La idea de una economía regulada por el resultado de millones de intercambios libres y voluntarios, y no por el garrote del Gobierno, ni siquiera es considerada seriamente por la clase política.
El fascismo económico se caracteriza por la existencia nominal de la propiedad privada, pero sobre la cual el Estado tiene absoluto poder de decisión para usar y disponer de ella según su propio criterio. Bajo este sistema, sin acudir al extremo de la expropiación, se adquiere un control total de la economía que genera los mismos efectos catastróficos que en los casos del socialismo y el comunismo.
Esto lo vemos en el excesivo control que ejercen Axel Kiciloff y Guillermo Moreno sobre un número importante de empresas, especialmente en las que tienen participación estatal heredada de la expropiación de los fondos de los jubilados. También en los “acuerdos de precios” no oficiales, las exigencias de mantener una “balanza comercial equilibrada” logrando que, por ejemplo, automotrices tengan que exportar limones. O en las habituales reuniones del secretario de Comercio Interior con empresarios autorizando o prohibiendo importar insumos, modificar precios o elegir proveedores. Estos son retratos de una economía inspirada en los principios fascistas.
En un plano político, el fascismo mussoliniano incluía una fuerte presencia de nacionalismo, militarismo y corporativismo, tres elementos también presentes en la cotidianeidad de la política argentina.
El discurso nacionalista del Gobierno no solo se evidencia en su política económica proteccionista. Por ejemplo, la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisuales sancionada para desmembrar al Grupo Clarín impone una cuota de contenido de producción nacional a los canales de televisión alcanzados. O la antigua, aunque recientemente reglamentada, ley que dispone la obligatoriedad del doblaje de las películas al español con actores argentinos. También la norma que impone la reproducción del himno nacional cada medianoche a todas las radios del país. Todas estas medidas no sólo se justifican desde lo económico, sino también desde el nacionalismo cultural.
El militarismo con ambiciones imperiales es una nota característica de fascismo. Sin embargo, en nuestro país se fue diluyendo con el correr de los años, especialmente una vez terminada la dictadura militar de 1976-1983. En su reemplazo, el peronismo mantuvo un liderazgo verticalista, y en la última etapa del kirchnerismo han vuelto a surgir agrupaciones, como la Tupac Amaru de Milagro Sala, cuya organización y actividades son de un corte netamente militar.
Cuando el miércoles pasado Cristina Kirchner convocó a una cumbre en Santa Cruz, en la cual confluyeron dirigentes de cámaras empresarias y líderes sindicales, dio un excelente ejemplo del corporativismo. Es la idea de que la influencia de las cámaras sectoriales y los sindicatos en la toma de decisiones políticas es representativa de la mayoría de la población. La realidad es muy distinta, el corporativismo deja como resultado una economía manejada por los intereses de los grandes empresarios y los sindicalistas, mientras que el discurso colectivista es aprovechado para presentar privilegios feudales que reciben sólo algunos sectores como si fueran beneficios para gran parte de la población.
Mencionar a la figura de Juan Domingo Perón como líder inspirador del partido gobernante ayuda a interpretar mejor la existencia de un modelo que se asimila en muchas de sus aristas al fascismo. Perón en su estadía entre 1939 y 1941 en la embajada argentina en Italia, de la que era el agregado cultural, no dudó en mostrar su admiración por Benito Mussolini, líder de la Italia fascista. La admiración por el fascismo italiano no era la única obsesión de Perón: el historiador israelí Raanan Rein destaca que la ayuda de Perón a la España de Franco, donde más tarde se exiliaría, contribuyó a salvar al régimen entre 1946 y 1950.
Sin dudas, el legado de Perón sobrevive hasta la actualidad y su efecto se expandió entre el resto de los partidos. Quizás, después de uno de los períodos en los que el modelo político-económico más se asemejo al fascismo, se pueda terminar de aprender la lección de que el intervencionismo genera caos, destruye riqueza y perpetúa la pobreza.