Uno de los problemas comunes a todos los que viven o trabajan en la Ciudad de Buenos Aires es el defectuoso funcionamiento del transporte público. Las largas filas en las paradas de colectivos o los vagones del subte en los que no entra ni un alfiler son postales habituales de una ciudad cuyos medios de transporte se ven colapsados todos los días.
La calidad del transporte público es una de las variables extraeconómicas más influyentes en la calidad de vida de las personas que viven en una ciudad. El uso diario, casi obligado, de algún medio de transporte público para todos los que trabajan o viven en la Ciudad de Buenos Aires impacta directamente en el ánimo y la confortabilidad de los porteños. Pero además, las importantes demoras, la falla en los servicios y, en general, la paupérrima calidad del transporte también tienen un impacto económico en la productividad.
El transporte público de la Ciudad de Buenos Aires está plagado de problemas, no obstante, la mayoría de ellos, si no todos, obedecen exclusivamente a una única causa: la falta de competencia en el sector. Mientras que la mayoría de los productos y servicios que utilizamos todos los días no requieren una planificación central desde el Estado, y sin embargo están disponibles en las góndolas de los supermercados, en los comercios y en las calles, en los shoppings o en las galerías comerciales, para el transporte público creen los burócratas que es necesario una autoridad centralizada. Y es así como crearon, desde la Comisión Nacional de Regulación del Transporte (CNRT), un organismo nacional que insólitamente está encargado de regular el servicio de transporte público de la Ciudad, y aquellos servicios que la enlazan con la Provincia de Buenos Aires.
La CNRT es quién regula todos los aspectos relativos al transporte público y a través del decreto 656/94 regula el transporte de la Ciudad de Buenos Aires. De esta manera, en el artículo 7 de ese decreto deja establecido los alcances que tendrá sobre el transporte: “La Autoridad de Aplicación dictará la normativa necesaria para la implementación y ejecución de los servicios, especialmente en los aspectos vinculados con el otorgamiento de los permisos de explotación, la determinación de los recorridos, frecuencias, horarios, parque móvil y su fiscalización y control. Asimismo determinará las pautas tarifarias a aplicar, que permitan obtener al conjunto de los permisionarios una rentabilidad promedio razonable”.
Las regulaciones sobre el transporte público no se detienen ahí. Además del entramado de resoluciones de la CNRT, se suma la Ley Nacional de Tránsito, a la que la Ciudad adhirió y que contiene otras prescripciones respeto de cómo se debe ofrecer el servicio. Aunque en este caso librarse de ella no requiere una mayoría en el Congreso de la Nación: con una simple ley en la Legislatura porteña podemos sacarnos de las espaldas el peso del Gobierno Nacional.
Si todos los aspectos relativos a la oferta del transporte (tanto para los servicios considerados de oferta libre, como para los considerados públicos) se encuentran bajo la órbita de un puñado de burócratas qué más podemos esperar que no sea un transporte público de deficiente calidad, que genera trastornos diarios a los que viven y trabajan en la Ciudad de Buenos Aires, y que además es una maquinaria de consumir dinero de subsidios provenientes del Estado nacional. Esto lleva a preguntarnos: ¿cuál es la consecuencia más perjudicial de un sistema como éste? La respuesta no la sabemos.
No sabemos la respuesta porque en todo el sistema de transporte está ausente un elemento primordial e indispensable: el empresario. No me refiero a aquellos que hoy tienen a cargo empresas de transporte de colectivos, cuya función principal es embolsar subsidios del Estado y ofrecer un servicio sin importar el bienestar de las personas. Un empresario es aquel que tiene la visión para innovar ofreciendo algo que antes no estaba allí; como señala economista Israel Kirzner, el empresario es el que lleva adelante este proceso descubriendo oportunidades para obtener una ganancia brindando un servicio.
La idea de que hace falta emprendedores y una verdadera competencia para mejorar el sistema de transporte es muy criticada por los denominados “expertos” en la materia. Esto no podría ser de otra forma ya que estos expertos son los mismos que sueñan con tener bajo su control la planificación del transporte urbano.
La historia del transporte público de la Ciudad es la historia de la innovación, la historia de emprendedores que en los albores del siglo XX vieron que los tranvías eléctricos y los subtes no satisfacían la demanda y dieron origen a los colectivos y taxis. En los últimos años, el espíritu emprendedor fue eliminado por completo, a través de la regulación de los Servicios de Oferta Libre que, a pesar de lo que indica el nombre, tienen estrictas normas que regulan su funcionamiento e impiden la competencia contra otros servicios de transporte. En otras palabras, de “libre” no tienen nada.
Entender que el origen del transporte público no fue por designio de un político sino gracias al orden espontáneo es el primer paso para revertir la situación actual. Sin actividad empresarial es imposible concebir un sistema de transporte público moderno, eficiente y que facilite, y no entorpezca, la vida de la gente. La innovación está anulada, la creatividad emprendedora está ahogada por las regulaciones y, mientras tanto, los porteños siguen viajando como ganado.