La gran mayoría del país tiene repelencia por el conflicto, máxime si es permanente. Sin embargo, sectores minoritarios colocan todos sus esfuerzos en nutrir los enfrentamientos, porque apuestan a “cuanto peor, mejor”. Interpelados por quienes conceptuamos de perversa esa postura, se justifican aduciendo que todos los derechos se consiguen con lucha y confrontación. Que el trastorno es preferible a la injusticia.
Es verdad que la independencia —nos significó desmembrar más de la tercera parte del país original—, la organización nacional —nos devoró medio siglo de guerras civiles—, la democracia —insumió tres revoluciones y mucha intransigencia— y la justicia social —nos introdujo en una fisura entre justicialistas y “contreras” que perduró por cuarenta años— se lograron con pugna. Empero, daría la sensación de que el país está hastiado de que los problemas se acumulen —incluyendo que cada vez somos menos independientes, mengua notoriamente nuestra organización, funciona insuficientemente la democracia y el 35% de pobres patentiza cuán lejana está la justicia social por la que luchamos— y las soluciones se posterguen.
La Argentina hace rato que viene preguntándose si no es posible asignar todas las energías al hacer, economizando retórica, sobre todo la vehemente, la que enciende rencor y odio en vez de motivar a la acción y las realizaciones. Por eso hace unos quince años se comenzó a hablar de políticas de Estado, esas directrices compartidas por todos que licuan las disparidades e impulsan el trabajo colectivo. Continuar leyendo