Definitivamente, en la Argentina tenemos teóricos, con hondas raíces ideológicas –tan persistentes como anacrónicas – que no pueden ni aprender ni aprehender la realidad. Por caso, aún no han podido entender que la transformación china, de la mano de Deng, comenzó con la libertad económica, bajo la mirada de un Estado presente a la hora de orientar y suscitar vías y metas. Pero fue la libertad el elemento que permitió esa la colosal mutación. Y es esa libertad la que promueve y sustenta la prosperidad, sin perjuicio de que cíclicos abusos especulativos – no sofrenados a tiempo – suelen conmover los sostenes del equilibrio. Empero, nadie cuestiona a la libertad, limitándose a corregir desvíos y perversiones que engendran desórdenes. A nadie se le pasa por la cabeza que la receta es estatizar todo. A esa “medicina” nadie quiere volver, ni vuelve.
No ha servido para nada ninguna experiencia exógena comprobable. Ni de las buenas ni de las funestas. Entre nosotros no valen ni China, por un lado, ni Venezuela ni Cuba, por el otro y, claro está, tampoco Alemania, Japón, Italia o Polonia, que se eyectaron de la devastación bélica de la mano de la libertad. Inclusive, no es asimilada la de Perú o Colombia, en plena ascensión, felizmente. En nuestro país insistimos con prácticas tan fracasadas como arcaicas.
Empecemos por afirmar algo básico: si al cancerígeno mal inflacionario le diagnostican que su genésis se encuentra en supermercadistas y grandes empresarios dominados por la avaricia, jamás podremos domesticar y menos erradicar a esa grave patología. Los teóricos no comprenden el abecé de la economía: no se puede gastar más de lo que se produce. El sobregasto -para colmo 90% improductivo y parasitario- más temprano que tarde desequilibra la macroeconomía y culmina desestabilizando la de las familias y la de todos y cada uno.
Profundizando esa concepción desfigurada, ahora proponen darle al Estado herramientas omnímodas para intervenir en las empresas, indicándoles cuánto y cuándo deben producir, obligándolas a trabajar a pérdidas, a vender imperativamente lo que acopian y facultando a la autoridad pública a aplicar multas de hasta tres veces las ganancias con lo cual las mandarán, sin estaciones intermedias, directamente a la quiebra. Es lo que acaeció en Venezuela con su mecanismo de “desarrollo endógeno”: 20 mil empresas quebradas y más de mil expropiadas. País petrolero sembrador de pobreza, por las costas, los llanos y las montañas. El Estado arruina a los emprendedores, movilizadores de la actividad y creadores de trabajo, mandando a la calle sin empleo a miles de personas. O se hace cargo de empresas para que las espaldas públicas se vayan encorvando de tanta sobrecarga. ¡Viva el déficit! sostienen los teóricos, convencidos que al consumo se lo estimula lanzando chorros -sin alusión alguna a los otros chorros- de billetes en una emisión incesante, tipo polirrubro 24 horas.
Toda esta desopilancia se impulsa en nombre de la defensa del consumidor. La ley específica, prudente y equilibrada, -la 26361 de 2008- ya no les alcanza. Ahora hay que darle competencia absoluta al gran Estado para que asfixie todo atisbo de iniciativa privada. Es que con las ideas propias del neolítico que anidan los teóricos, en rigor todo empresario es un “buitre” en potencia y hay que exterminarlo antes de que crezca.
Además, a una imprenta de capital norteamericano que estaba perdiendo dinero y consecuentemente, peticionó -con arreglo a la ley vigente- entrar en un plan de crisis, el Ministerio de trabajo se lo negó infundadamente. En lugar de apelarse a las normas, se anunció que le aplicarían la ley antiterrorista. Es evidente que el mensaje es erga omnes, para todos: en la Argentina el capital que se invierte para producir y trabajar es a priori hostil y si es extranjero, literalmente enemigo.
La ley de defensa de la competencia -25156 de 1999- creó un Tribunal Nacional compuesto por 7 miembros nombrados por estricto concurso público. Todavía no se constituyó. Esto habla con elocuencia de que los teóricos desprecian ese eje fundamental de la economía sana que es la libre competencia, mil veces mejor reguladora del mercado que 10 mil gendarmes o 100 mil brigadistas de precios cuidados. Asegúrese la libre competencia y se habrá dado un paso gigantesco hacia el equilibrio de la macroeconomía y hacia el acotamiento de la inflación.
Espantar al capital inversor, que especula sanamente con ganar a partir de producir bienes y generar trabajo, es el camino inexorable hacia un resultado penosísimo, tenebroso, turbulento, sombrío: pobreza para todos y todas.