Cuando fui rector de la Escuela Superior de Economía y Administración de Empresas (Eseade), durante veintitrés años también fui director de Libertas, la revista académica de esa casa de estudios en cuya faena me percaté más claramente de la importancia medular de la buena traducción de textos. Recuerdo que cuando seleccionaba traductores aparecían personajes exhibiendo tarjetas donde se consignaba esa profesión en una tipografía más o menos llamativa, pero, al inquirir cuál era la especialidad, en la mayor parte de los casos respondían que podían hacer el trabajo en cualquier rama del conocimiento, lo cual resultaba suficiente para descartar al postulante de marras.
Con mucha razón, Victoria Ocampo escribió: “No puede traducirse a puro golpe de diccionario”, ya que la traducción literal desfigura y degrada el texto. Se trata de estar muy imbuido no sólo del área en cuestión, sino de contar con riqueza gramatical y gran capacidad de reflejos y flexibilidad cortical para adaptarse a los más diversos escritos, que exigen mucha gimnasia en la pluma. De lo contrario, se asesina el texto, tal como comprobamos en infinidad de casos. Es un lugar groseramente común el repetir aquello de traduttore-traditore para resaltar la dificultad de ese trabajo.
Por supuesto que no se trata de dar rienda suelta a la imaginación, sino de ajustarse a lo que escribe el autor que se quiere traducir. Para justificar el aserto no hace falta más que atender ciertos títulos de producciones cinematográficas, obras de teatro y libros cuyos títulos nada tienen que ver con el original. Continuar leyendo