El resultado electoral en Argentina ha ilusionado a muchos. Se abre una enorme ocasión no sólo para el país, sino también para toda la región. Cierta visión simplista ha instalado la insensata idea de que una nueva gestión de Gobierno lo puede resolver todo. Son los mismos que suponen que con un grupo de funcionarios honestos y profesionalmente preparados resulta suficiente para poner en marcha una nación.
Eso es deseable que ocurra, pero la honradez y la idoneidad son sólo una condición que no garantiza casi nada. Es evidente que tantos años de anormalidad ocasionaron cierto acostumbramiento. Es por ello que algunos ciudadanos se conforman solamente con tener gente honorable al frente del país.
Claro que eso es saludable, pero de ningún modo una comunidad logra progresar exclusivamente bajo esas circunstancias. Al desastre económico e institucional que se percibe con absoluta crudeza hay que sumarle ese daño casi invisible, que tiene que ver con demasiados malos hábitos, con tantas incorrectas posturas y con la destrucción de la cultura del trabajo.
Diera la sensación de que esta sociedad espera que otro, un tercero, se ocupe de su prosperidad y su bienestar. Es como si la eterna búsqueda pasara sólo por encontrar a ese líder mesiánico que se encargue de todo.
Esa fantasía no se corresponde con la realidad. En todo caso, los buenos dirigentes contribuyen de un modo decisivo al generar las condiciones esenciales para que ese progreso se produzca, pero siempre de la mano de los indelegables esfuerzos personales y las acciones ciudadanas, que son las verdaderas herramientas para esa evolución positiva. Continuar leyendo